Erik ya no creía en Dios. O al menos no creía como había creído siempre —a fe ciega, sin dudas ni cuestiones—, sino de una manera más ambigua. Había dejado de creer como un niño deja de creer en Santa Claus, alojando en lo más profundo de su pecho aquella pequeñísima esperanza de que, en el fondo, algo de la magia tiene que ser real. Erik ya no creía en Dios simplemente porque se había desinteresado, porque le creaba demasiadas preguntas, porque había decidido que era mucho más cómodo basar su existencia en el mundo natural, quedarse con los pies en la tierra.
A pesar de ya no creer —al menos parcialmente— en Dios, Erik seguía yendo a la iglesia. Su familia siempre había sido muy religiosa, especialmente devota, y tenían una historia de prácticas católicas que se remontaba hasta que perdían la pista de los O'Brennan en el árbol genealógico. Tanto él como su hermano mayor habían sido monaguillos de pequeños en la parroquia de su barrio, y aunque ambos habían acabado dejando aquello aparte para continuar con unos estudios académicos, seguían estrechamente relacionados con la iglesia. Durante sus años de ministrante Erik había hecho buenas migas con otro chico de su edad, Andy, que a diferencia de los hermanos se había mantenido inamovible en su fe, y no había dejado nunca la iglesia. A pesar de sus vidas separadas, de sus distintos intereses y de haberse tenido que mudar a la otra punta de Dublín para ir a la universidad, Erik y Andy seguían siendo mejores amigos. Se veían, como mínimo, al menos cada domingo. Porque ahora, después de que al bueno del padre Doyle le diera un infarto repentino limpiando el polvo de la Vía Crucis, Andy era el nuevo cura. Le había sucedido como padre Callaghan. Después de llorar apropiadamente la muerte de su mentor, de enterrarle junto a seguidores y amigos en el cementerio tras la iglesia, se había puesto el cuello clerical y se había subido al altar —manos temblando, mirada modesta— para dar su primera misa. Cuando era el padre Doyle quien daba la misa, el domingo por la mañana, a Erik solían pegársele las sábanas. Cuando era el padre Callaghan la cosa era distinta.
—¿Crees que lo he hecho bien? —Andy habló en voz baja, junto a la puerta que daba a la sacristía, cuando Erik se le acercó para saludarle al final de su primera misa.
—Yo creo que lo has hecho muy bien.
—¿Sí? No sé, creo que no se me oye al fondo. Pero es que me da cosa levantar mucho la voz.
—De verdad, lo has hecho muy bien. Y al fondo se te oye perfectamente, padre—a Andy no le dio tiempo a esconder la sonrisa detrás de un mordisco a su labio.
De eso hacía ya casi dos años y Andy había encajado perfectamente en la iglesia. Había traído algo de tiempos modernos al lugar; un poco de visión de futuro, algo de progresismo —moderado, porque seguía siendo una iglesia católica apostólica romana— y mucha buena fe. Había montado proyectos para ayudar a los más necesitados, para luchar contra los abusos fuera y también dentro de la iglesia. A veces, había tomado una postura un tanto más controvertida, pero no era nada que hubiera tomado por sorpresa a nadie, mucho menos que los hubiera alejado de la iglesia. La gente que se marchó, que también hubo, lo hicieron mucho antes—cuando, nada más coger el cargo, Andy admitió que no tenía ningún problema en decir que era gay. Entonces unos cuantos le habían dado la espalda, pero muchos otros habían venido nuevos. Gente del colectivo, abandonados en otras iglesias pero con la fe aún en pie, habían encontrado en la parroquia del padre Callaghan el amor incondicional que se les había prometido y nunca se les había dado.
Así que claro que Erik seguía siendo el mejor amigo de Andy, aunque ya no creyera en Dios. Y le esperaba todos los domingos cerca de la sacristía para hablar un poco después de la misa, le contaba los cotilleos de la universidad, le ayudaba por aquí y por allá con pequeñas tareas que le llevaban de vuelta a sus años de monaguillo y—de vez en cuando, en esos momentos en los que lo sentía una necesidad, esos momentos en los que su antigua fe volvía a asomar por entre las grietas—se metía en el confesionario para recibir el perdón de Dios, de la mismísima mano del padre Callaghan.
—Tengo que contarte algo—le dijo, cerca del agua bendita, mientras Andy se ocupaba de los últimos preparativos para un bautizo que tenía aquella misma mañana.
—Ahora estoy un poco liado, pero luego por la tarde tendré el confesionario abierto.
—No, no, si no es para confesar nada—esperó a que Andy le mirara a los ojos—. Es una tontería. No para confesárselo al padre Callaghan, sino para contárselo a mi amigo—el castaño asintió y dejó las manos quietas, prestándole toda su atención—. He cortado con Ronan.
—No me... fastidies—se corrigió a tiempo de soltar un taco, arqueando las cejas de pena—. ¿En serio? ¿Qué ha pasado?...
—Bueno, lo típico, ya sabes—Erik solía decir muchas veces "ya sabes", cuando precisamente él, Andy, no tenía manera de saberlo. Sus votos de castidad le habían mantenido virgen hasta el momento. Ni un beso, quizá ni siquiera una caricia. No tenía forma de saber de primera mano nada de lo que Erik le contaba sobre sus relaciones—. Creo que no acabábamos de congeniar, no sé. Se pasaba todas las tardes en el gimnasio y al final empecé a sospechar que me estaba poniendo los cuernos.
—¿Y te los estaba poniendo?
Andy le siguió escuchando, pero devolvió parte de su atención a seguir con los preparativos del bautizo. Erik se rio extraño, con un ronquido.
—Bueno, mira, sí que tengo algo que confesar. Se los estaba poniendo yo—oyó el suspiro pesado de Andy—. ¡Es que no me hacía caso!
—Eso no está bien, Erik... Y no grites—miró a su alrededor cautelosamente y volvió a posar la mirada sobre su amigo—. ¿Te arrepientes?
—Claro que sí, muchísimo—contestó entusiasta, abriendo mucho los ojos. Ambos supieron que era sarcasmo.
—Pues listo, Dios te perdona—decidió seguirle el juego—. Pero no lo vuelvas a hacer, puedes hacerle mucho daño a alguien.
—Es que es difícil de explicar, Andy... No es algo que se decide con la cabeza fría, ya sabes.
La peor parte de los votos de castidad de Andy, sin embargo, no era su capacidad limitada de entender los despechados amoríos de Erik. Erik estaba enamorado de Andy. Lo había estado por mucho tiempo ya, mucho antes de que se convirtiera en el padre Callaghan, antes incluso de que se mudara al empezar la universidad. Se había enamorado primero de sus ojos, del almendrado color de sus iris, y de su forma rasgada y gatuna. De las pestañas largas y rizadas. Luego, se había enamorado de su boca, y de su pelo y de sus manos. De su voz y de su acento dublinés, de la dulce entonación con la que rodaba las erres. De su naturaleza amable y sus juegos de palabras y su terrible, terrible buen humor que conseguía levantar un domingo tan temprano por la mañana. Andy era, muy literalmente, como los rayos de sol que entraban por la ventana en los primeros momentos de una mañana fría de invierno. Era la representación terrenal de un ángel, alas blancas y plumas suaves. Había sido imposible no enamorarse de él. Pero ahora estaba allí, con las manos en los bolsillos y una sonrisa tonta, hablando con su mejor amigo cura y deseando que no fuera ni su mejor amigo ni cura. Erik había mantenido la distancia desde el primer momento en que supo que la iglesia era la verdadera vocación de Andy, que quería dedicarse a ello. Que, a diferencia de él, creía plenamente en Dios. No podía hacer nada más que admirarle desde lo lejos. Esperando, rogando, rezando porque sus sentimientos no acabaran por desbordarse.
—Bueno, solo digo que está muy mal—se encogió de hombros y revisó su pequeña biblia de bolsillo.
—Oh no, me vas a leer algo...
—"Proverbios 6:32"—empezó a recitar—. "Mas el que comete adulterio es falto de entendimiento; Corrompe su alma el que tal hace."
—¿Y qué dice la biblia sobre que me den por el culo, padre?
Andy cerró el libro con un movimiento rápido y un golpe seco. Se podía adivinar un rubor en la punta de sus orejas.
—Eso solo te concierne a ti y a tu pareja. No hay que leer la biblia de manera literal, lo sabes de sobra. Una relación consensuada y sana no va en contra de Dios. Poner los cuernos, sin embargo, es hacer daño a otra persona, y eso sí que va muy en contra. Supongo que entiendes por qué.
—Mira, Andy, a ver cómo te digo esto...—echó la mirada al techo, a las altas bóvedas de piedra, y suspiró pesado—. Estaba nervioso y cachondo y enfadado. Estaba muy enfadado, no te haces una idea. Porque había pillado a Ronan hablando con otro tío y casi nunca llegaba a casa antes de las nueve de la noche. ¡Sale de trabajar a las seis! —Andy le chistó para que bajara la voz—. Y nunca averigüé si me estaba poniendo los cuernos, pero pensé mira, me la suda. Me los ponga o no, no quiero seguir con esto. Así que me fui a una sauna y me lie con el primer tío que me pareció medio decente. Y me lo pasé genial. Venga, ahora léeme lo que dice Mateo sobre la lujuria.
Ahora Andy estaba mucho más rojo. El rubor había pasado a un carmín brillante en sus mejillas, su expresión tornada en algo de vergüenza, algo —un poquito— de rabia.
—Estoy muy ocupado ahora—se fue hacia la fuente bautismal, sin dirigirle la mirada—. Nos vemos la semana que viene.
—Andy...
Probó a detenerle, pero el cura sacudió suave la cabeza y siguió adelante. Erik se quedó clavado en su sitio, mirándole la espalda. Esos hombros anchos cubiertos de fina tela negra. Si no hubiese estado tan avergonzado por el numerito que acababa de montar le habría quedado algo de atrevimiento para pensar en cómo sería arrancarle aquella camisa de cuajo. En vez de eso suspiró bajito y dio media vuelta para salir de la iglesia.
No esperó a estar fuera de los jardines para encenderse un cigarrillo, protegiendo la llama de la suave ventisca que se había levantado. El cielo plomizo anunciaba una próxima tormenta, las chispitas que ya caían sobre el asfalto siendo prueba más que suficiente. A Erik le gustaba así. Si el cielo estaba gris y ya estaba chispeando, por supuesto que iba a llover. Método científico, razonamiento lógico. No dependía de nada ni de nadie. Dio una calada larga y se quedó mirando al cielo, con los ojos achicados, intentando evitar que alguna de las gotas le aterrizara en la cara. Echó el humo lento y cerró los ojos. ¿Podía considerar lo que acababa de pasar una discusión con Andy? Odiaba discutir con Andy. Se sentía como un sacrilegio, como una blasfemia. Era imposible que estuviera bien discutir con alguien como Andy. Debía ser algún tipo de pecado. Agachó la cabeza para seguir fumando y mordió un poco la boquilla. Habían empezado a discutir un poco más a menudo desde hacía unos meses, sin motivo aparente. Pero en realidad Erik sabía el motivo. En el fondo. Sabía que era la tensión, esa tensión que se notaba en el aire como electricidad estática, como energía magnética, gravedad. Al principio lo había achacado a sus propias paranoias. Deseos de que algo pasara, contra todo pronóstico lógico. Pero cada vez más —quizá por esas ganas de que fuera verdad— Erik creía que la tensión debía ser recíproca. Por la forma en la que Andy pegaba las manos al costado de su cuerpo cuando el moreno entraba en su campo de visión, por los hombros tensos y las inevitables sonrisas que se le acababan escapando. Andy se ruborizaba con terrible facilidad, también. Le brillaban los ojos bajo la luz tenue de las velas, los destellos coloridos de las vidrieras en la iglesia. Y Erik conocía todas esas señales. A diferencia de su amigo, que había firmado un contrato para dejar todo aquello encerrado de forma permanente en su imaginación. Erik lo había vivido y lo había experimentado desde ambas posiciones; emisor y receptor.
Pero qué más daba la tensión, y la gravedad y la fuerza magnética, si las cosas estaban destinadas a permanecer eternamente inmóviles. Por deber, por vocación o por lo que fuera. Las cualidades angelicales de Andy suponían, por naturaleza, ser inalcanzables. Frunció el ceño al echar otra bocanada de humo y se apoyó sobre el muro de piedra. Sacudió las cenizas de la punta del cigarrillo con un toque rápido. Las cosas habrían sido muy diferentes si Andy se hubiera ido con él a la universidad en vez de hacer ese maldito seminario. Joder, pensar así no debía ser nada bueno. No, tenía que estar contento por Andy, y nada más. Tenía que estar rabiando de felicidad por ver a su mejor amigo cumpliendo una de sus mayores metas. Volvió a mirar al cielo y se permitió pensar que, de alguna manera, si lo deseaba mucho, sería capaz de tener una vía directa para hablar con Dios. Que le estaría escuchando solo a él.
—Dámelo o quítamelo de en medio, pero no me hagas aguantar esto.
Dios no pareció contestarle, así que Erik bajó de nuevo la cabeza y siguió fumando en silencio. ¿Y qué habría pasado si fueran protestantes? ¿Podría entonces, quizá, estar con él? Podía comerse la cabeza eternamente con posibilidades, pero nada iba a cambiar la realidad. Andy era un cura católico y no iba a sucumbir a la tentación. Quedaba poco del cigarrillo cuando lo estrujó entre sus dientes, masticando la boquilla, y escupió la colilla al suelo. La pisó con el talón de su zapato y se lo pensó un segundo antes de recogerla y echarla a una papelera. Echar colillas en medio de la calle, aunque igualmente reprobable, era una cosa. Echarlas en la casa del
Señor, otra. Volvió a recostarse del todo contra el muro, cabeza también, respirando lento y comprobando que el corazón no se le aceleraba más de lo apropiado. En vista de que Dios no le estaba escuchando se permitió pensar en algo más que no fueran las velas quemando en el altar, ni el incienso, ni el borde dorado de la biblia con el que más de una vez se había cortado. Pensó de nuevo en los hombros de Andy. En las delgadas muñecas que a veces asomaban bajo los puños de su camisa, cuando extendía las manos. En su cuello. Su cuello. En la nuez de Adán bajo el pedazo de tela rígida blanca, protegida de los instintos depredadores de Erik, del impulso de morder el fruto prohibido y sucumbir al pecado.
Dejó que su mente divagara un poco más hacia lo impuro, resguardado en la seguridad de que nadie podía leerle el pensamiento. Vio el cuerpo desnudo de Andy, intentó recoger partes de recuerdos de cuando ambos estaban en la iglesia y compartían vestuario, de aquella vez que fueron juntos a la playa y le vio por primera vez en bañador, de los días cálidos y soleados en los que Andy se permitía dejar a la vista su piel. Su mente siguió bajando por aquel esquema visual, deteniéndose en cada surco de su carne, en su vello suave, en el rubor de sus articulaciones. Llegó, finalmente, a la sombra de sus pantalones de vestir. A la forma que la luz de las velas revelaban con el claroscuro. Al punto de su anatomía que le hacía descender a los infiernos.
Como una señal divina —algo que Erik sopesaría muy seriamente después—, la lluvia, hasta ahora fina, empezó a caer de forma torrencial. Rugió con fuerza rompiendo la barrera del aire y aterrizando sobre Erik, empapándole hasta los zapatos en cuestión de pocos segundos.
—¡Me cago en Dios! —le hizo un corte de mangas al cielo y salió corriendo en busca de refugio.
Erik volvió a la iglesia por la tarde, aunque había pensado muy seriamente no hacerlo. El bautizo hacía horas que había acabado y la nave estaba tranquila. Un par de fieles repartidos por los bancos, rezando con rosarios en mano. Los rayos del sol que entraban por las vidrieras caían en diagonal sobre el pasillo de la nave central, haciendo evidente el polvo en suspensión, los restos de humo e incienso. El agua bendita de la pila como un manto de plata, serena e inmóvil. Ni rastro de Andy por ninguna parte, lo que quería decir que debía estar en el confesionario. Erik dudó un poco antes de moverse, vacilando sobre sus talones. Confesarse ya no era tan fácil como lo había sido antaño, no porque Erik acumulara ahora más pecados que antes —aunque lo hacía— sino por tener que sentarse allí, en la oscuridad, a unos pocos centímetros de Andy y oyéndole susurrar. Susurraba suave y calmado. Erik le veía a través de la rejilla de madera, con la cabeza gacha y a menudo los ojos cerrados, las manos entrelazadas. Y tenía que quedarse allí y contarle sus secretos y pretender que el corazón no le iba tan deprisa que en cualquier momento se le pudiera salir del pecho. Cogió aire y entró en el confesionario.
—Buenas tardes, padre.
Oyó que Andy sonreía, cómo el aire escapaba de su nariz como un suspiro. El padre Callaghan no aguantaba enfadado con nadie más que unas horas. La etiqueta de cura se le quedaba corta. Debía ser un santo.
—Buenas tardes.
Erik volvió a respirar profundamente. Cada vez se confesaba menos y cada vez le costaba más hacerlo.
—En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo—hizo una pequeña cruz en su pecho.
—El Señor esté en tu corazón para que te puedas arrepentir y confesar humildemente tus pecados.
Su voz era más grave que de normal cuando estaba en el confesionario, quizá porque lo hacía susurrando, o quizá porque de forma natural le salía sonar más solemne. El caso era que el tono se le encajaba en lo hondo de la garganta, y raspaba los sonidos, y dejaba salir las haches como suspiros. Erik levantó lo justo la cabeza para mirarle de reojo y le volvió a encontrar con los ojos cerrados, esperando pacientemente una respuesta. Ojalá Andy no se lo tomara tan en serio. Ojalá le pudiera confesar lo guapo que estaba ahora mismo.
—Han pasado...—paró un momento para pensárselo. Joder, no se acordaba muy bien—. Creo que cinco meses desde mi última confesión. He fumado y he bebido en exceso cuando salgo de fiesta. He sido...—suspiró, dándose tiempo para recordar—. Egoísta en muchas ocasiones en estos últimos meses, y le he mentido a mi hermano en dos ocasiones—miró a Andy y achicó la boca un poco—. Aunque eran tonterías...
—Dios no necesita las excusas, Erik...—Andy le recordó, con un deje de autoridad, pero con voz calmada y amable. Levantó la cabeza y también le miró a través de la rejilla.
—Ya, vale—volvió a la lista de pecados que tenía que confesar. Tabaco y alcohol, check. Mentir, check—. Le he puesto los cuernos a mi exnovio, he sucumbido a la lujuria. Y he tenido pensamientos impuros—habló muy bajo ahora, casi en un suspiro, sin romper el contacto visual. Andy pareció que, por solo un momento, aguantaba la respiración—. Muchos, muchos pensamientos impuros...
El cura separó los labios, a punto de hablar. Cerró la boca. Después, la volvió a abrir. Y finalmente habló.
—Necesito que seas más preciso, "pensamientos impuros" es algo muy general.
El moreno sintió un escalofrío subir por su nuca, una dulce descarga pasando por todo su sistema nervioso. Su cuerpo le estaba avisando de su necesidad, gritaba rogando por una absolución. Los ojos de Andy aún fijos en los suyos. El caramelo de sus iris encendido con una chispa que mandó un tembleque directo a las manos de Erik.
—Pienso en un amigo—se atrevió a decir. Erik tenía muchos amigos. Ronan había sido un amigo. Andy no tenían por qué pensar nada más extraño—. Pienso en su cuerpo desnudo—la respiración del padre Callaghan volvió a encajarse sobre su nuez, Erik pudo percibir, por solo un instante, el suave temblor de sus hombros antes de que se enderezara—. Pienso en cosas que le dejaría hacerme. Padre, no me lo saco de la cabeza, no puedo... Le imagino sobre mí, pienso en tocarle. Y pienso en besarle, sobre los labios y sobre el cuello y sobre todo el cuerpo. Y en bajar hasta su cintura y... Y cuando lo hago, cuando pienso en él, las manos se me mueven solas—para entonces, Andy había apartado la mirada. Se sujetaba las manos con un poco más de fuerza que de normal—. Y lo hago, padre. Pensando en él.
Carraspeó suave, rápido, volviendo a tensar los hombros.
—Vale, es suficiente—se apresuró a decir, la voz mucho más débil que de costumbre—. Creo que...—volvió a carraspear, intentando deshacerse de aquel repentino temblor—. Creo que cinco padrenuestros bastarían.
Erik se recostó sobre el respaldo del banco. A diferencia de Andy, él no podía apartar la mirada de encima. De su pelo castaño lacio y el puente recto de su nariz y su maldito y jodido sonrojo.
—¿Aquí?
Hacerlo allí suponía ponerse de rodillas, delante de Andy, en un espacio pequeño y oscuro, con solo una rejilla de madera que le separase de ese sonrojo.
—No, mejor fuera.
—Jesús, Hijo de Dios, apiádate de mí que soy un pecador—Erik empezó a despedirse como dictaba el protocolo.
La voz de Andy volvió a sonar tirante.
—Yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Puedes ir en paz. Amén—Erik empezó a levantarse y Andy se giró rápidamente, sin soltarse aún las manos—. Has dicho que hacía cinco meses que no te confesabas, ¿verdad? —el moreno asintió, sin separar los labios—. Y estos... pensamientos, ¿son muy recurrentes?
—Diarios.
Hubo un microsegundo más de silencio del esperado, un pequeño vórtice en la conversación que llevaba a terrenos inexplorados. Una chispita de algo que se había mantenido oculto durante años, y que solo ahora, muy tímidamente, empezaba a asomar.
—Creo que quizá sería conveniente que pasaras a confesarte más a menudo.
—¿Sobre los pensamientos impuros? —Erik sonrió de medio lado y esperó una risa de vuelta de Andy, una de esas que escapaban como un bufido y se perdían rápido en el aire. Pero Andy no se rio, y definitivamente ya no le estaba mirando.
—Sobre lo que necesites. Pero vuelve a confesarte pronto conmigo.
Fue Erik ahora el que tuvo que aguantar la respiración. Se puso en pie algo rezagado, rozó con la yema de sus dedos la rejilla, como si de alguna forma pudiera alcanzarle, como si pudiera hacer desaparecer el espacio negativo entre ellos. Y durante ese instante que Erik tardó en salir del confesionario Andy le volvió a mirar. La penumbra del lugar dejaba parte de su rostro oculto e indescifrable, pero le pareció ver algo de temor en el brillo de sus ojos. En sus cejas ligeramente arqueadas y las marcas de expresión que bordeaban sus labios. Andy se sentía contrariado, y la idea de por qué podía ser bajó como una descarga eléctrica directa hacia el vientre de Erik, traicionándole y acabando con la poca compostura que aún le quedaba. Salió rápido del confesionario y se giró solo un momento para mirarlo, desviando la mirada aprisa hacia la cruz tras el retablo. Dios, dame fuerza.
Había pasado poco más de un mes desde aquella tarde y Erik había cumplido con su palabra. Había salido de su abstinencia de cinco meses y se había comprometido a ir al confesionario una vez a la semana, los domingos, justo después de la misa matinal. Desde fuera todo seguía igual, una cotidianidad fotocopiada semana tras semana— escuchaba el sermón del padre Callaghan desde los bancos de atrás, recibía la Eucaristía, bebía del cáliz intentando no mantener demasiado el contacto visual. Entonces esperaba a que Andy entrara en el confesionario, y le seguía poco después. Le miraba entre los huecos de la rejilla. Se esforzaba en adivinar los rasgos de su rostro, su suave cambio de expresión, bajo la penumbra de su privacidad. Observaba con deseo la forma en la que su pecho subía y bajaba con su respiración. Y confesaba. Por orden y con detalle, todos y cada uno de los pecados en los que había caído aquella semana. Las imágenes furtivas, impuras y obscenas que se alojaban en la parte más tierna de su imaginación. Las cosas que hacía con ellas. Después, Andy le absolvía de dichos pecados, cada semana la voz más temblorosa que en la anterior. Más débil, más desgastada. Le mandaba las oraciones pertinentes y, en un tono muy muy suave, muy bajo, muy profundo, le dejaba marchar en paz. Erik se despedía siempre de forma protocolaria, prometía aquellos padrenuestros que luego no rezaba y se iba a casa a solucionar la tensión.
Había sido así durante las últimas cinco semanas. Cuando se veían fuera del confesionario, antes o después, era como si nada hubiera pasado. Erik ignoraba deliberadamente el temblor de las manos del cura que adivinaba siempre tras la penumbra, la voz ahogada con la que le pedía, en cada confesión, que le diera detalles. Andy, por el contrario, no estaba claro si de la misma manera decidía ignorar todo lo ocurrido o si genuinamente no era capaz de entender que estaba pasando algo. Quizá siempre había sido algo natural para él—el deseo ahogado, el anhelo y el ansia. Solo poder disfrutar de todo por lo que su cuerpo ardía con un par de detalles echados en susurros y perdidos en el aire. A menudo, cuando Erik acababa de echar el último suspiro y su cuerpo se rendía a la relajación del deseo satisfecho, se preguntaba qué haría Andy con todos aquellos detalles. Qué posibilidades tenía él para desahogarse, si era bien conocido que sus votos de castidad —malditos, malditos votos de castidad— implicaban mucho más que compartir su placer con alguien. Si Andy no podía verter todos aquellos detalles en nada, ¿para qué los pedía?
Aquel domingo había llegado un poco antes a la misa. Quizá por eso, al principio, no le había parecido extraño no encontrar a Andy preparando el sermón. Pero los minutos siguieron pasando y Andy no llegó. Subió al altar otro cura, un hombre rubio y de mechones canosos, con gafas gruesas de pasta, que se excusó por la indisposición del padre Callaghan y empezó con la misa sin más demora. Erik se hundió en el banco, con los brazos cruzados y haciendo sus mayores esfuerzos por no hacer ninguna mueca de disgusto. Con el tiempo hasta Dios había dejado de tener importancia, si no era Andy quien le hablaba de él. El cura sustituto, el padre Collins, le contó que Andy había pillado algún tipo de virus. Nada grave, una gripe común, pero que aquella misma noche le había subido la fiebre y había decidido quedarse en casa para descansar. Faltaría a las próximas tres misas, pero a Erik de todas formas solo le importaba la del domingo. No fue a confesarse aquella mañana.
—¿Qué haces aquí?
La voz de Andy sonó resentida y ronca. Le abrió la puerta envuelto en una manta, con el pelo más alborotado que Erik le había visto nunca, ojeras profundas debajo de sus ojos y cara pálida.
—Me han dicho que estabas con la gripe y he venido a cuidar de ti.
Andy le sonrió. Como sonreía siempre él, con sinceridad y sin enseñar los dientes. No se apartó de la puerta.
—No sé si eso es buena idea... No te lo quiero pegar.
—Anda, déjate de tonterías—al final le dejó pasar, porque era muy difícil decirle que no a Erik. Se apartó a un lado y se envolvió mejor con la manta, hasta el cuello, apartando la cara un momento para toser—. Estás en la mierda, ¿no?
—No pasa nada, es que siempre me pongo malo en noviembre—Erik conocía el piso de Andy, pero aun así le guio hasta el salón y apartó los cojines para hacerle sitio en el sofá—. ¿Ha estado bien la misa con el padre Collins? —Erik no quería ofenderle, así que le dijo que sí—. Me alegro. Es un muy buen predicador, a mí siempre me ha gustado—pareció que se pensaba algo antes de hablar. Fue sutil, un momento en el que cogió aire y un microsegundo en el que lo aguantó antes de abrir la boca—. ¿Te has confesado?
Erik, mucho menos temeroso de ofenderle esta vez, negó con la cabeza.
—No, la verdad es que no.
—¿Ningún pecado que confesar esta semana? —intentó bromear, y por un momento Erik se rio para seguirle el juego, pero tardó poco en volver a ponerse serio.
—No, no... Es que no le veo el sentido a confesarme con otra persona, la verdad. Si no eres tú...—se encogió de hombros. Dejó la frase en el aire—. ¿Puedo preguntarte algo?
Andy le miró desde su esquinita del sofá, ataviado hasta arriba con los cojines, con las ojeras aún visibles incluso a la distancia.
—Puedes.
—¿Qué coño estamos haciendo?
La pregunta pareció que le pillaba desprevenido, o quizá fue el tono de Erik, más seco de lo normal. Quizá, lo más desprevenido de todo, fue que Erik mencionara el elefante en la habitación con tanta facilidad. Al principio no se movió.
—¿Qué quieres decir? Solo te estás confesando. No está pasando nada.
No parecía del todo a la defensiva, pero se adivinaba en su timbre algo de inquietud. A Erik le supo mal. Lo último, ultimísimo que quería, era hacer daño de cualquier manera a Andy.
—¿No está pasando nada? Venga, ¿y qué me dices de todo eso de los detalles? ¿Por qué los detalles, Andy?
Esta vez el cura sí que se movió. Giró un poco la cabeza, como si estuviera inevitablemente buscando una salida, y ahora sí que muy evidentemente aguantó la respiración unos segundos antes de contestar.
—Para que la confesión funcione tienes que explicar tus pecados de forma precisa y clara. Hay que decirlos tal cual.
—Venga, Andy, no me jodas... Creo que decir que he tenido pensamientos impuros es ya bastante claro. Venga, dime, ¿a qué estamos jugando?
—¡A nada! —esta vez Andy sí se puso a la defensiva. Entró en pánico, se incorporó sobre el sofá con un tambaleo aún febril—. Yo no estoy jugando a nada, de verdad.
Erik también aguantó la respiración antes de seguir hablando. Le sujetó la mirada, atento, cauteloso. Suspiró muy suave.
—Bueno, pues yo no sé si puedo seguir con esto haciendo como si no pasara nada—se volvieron a mirar en silencio un momento más. Erik relajó considerablemente su tono—. Eso lo puedes entender, ¿no? Puedes entender que no es normal seguir ignorándolo. Sea lo que sea, decidamos lo que decidamos, hay que poner las cartas sobre la mesa—pero Andy no dijo nada. Ni en los siguientes cinco minutos, ni los próximos diez. Erik acabó por concluir que quizá no era el momento—. Mira, de verdad, yo he venido a ver si estabas bien y ya está—se levantó para ir a su lado—. ¿Necesitas algo? ¿Tienes comida? Puedo prepararte una sopa si quieres—Andy asintió con la cabeza—. ¿Sí? Vale, pues te hago una sopa. Y luego te vas a dormir y yo me ocupo de limpiar un poco. Ya verás que cuando te despiertes te encontrarás mucho mejor.
El moreno hizo un ademán de marcharse hacia la cocina, pero Andy le detuvo en el último momento. Le sujetó de la muñeca y tiró suave hacia atrás, devolviéndole a su lado. Erik no vio nada, porque Andy bajó del todo la cabeza y escondió la cara entre los pliegues de la manta aterciopelada. Pero le oyó. Sollozos suaves, pequeños. Suspiros de pesar y contradicción. El peso de un enorme conflicto interno. No insistió más.
Andy lo entendía. Claro que lo entendía. Entendía y estaba de acuerdo en que, si las cosas seguían así, la situación acabaría por volverse insostenible. Y a pesar de que lo entendía, a pesar del toque de atención que Erik le había dado aquella mañana, no fue capaz de hablar. Las cosas siguieron tan estáticas como al principio, como los muros de una catedral gótica se resentían por el peso de los siglos, amenazando con desmoronarse si nadie se atrevía a restaurarla. Y Andy, especialmente Andy, no se atrevía a intervenir. Si Erik no correspondía a sus sentimientos de la misma manera sería un golpe duro, pero si sí lo hacía —si ambos pensaban lo mismo y estaban en la misma página, inmóviles e incapaces de dar ningún paso más— sería aún peor.
Erik había seguido confesándose.
Eso, sin lugar a duda, había sido lo peor de todo. Volverle a tener a tan poca distancia, y poder oler su perfume a bergamota y a cuero. La voz de sus susurros, enclaustrada dentro de aquellas cuatro paredes de madera. Tan finas, y a la vez tan imponentes, capaces de aislarles a los dos de todo lo que acontecía fuera, de la realidad de su situación, el peligro de su intoxicada dinámica y los deseos que, Andy estaba seguro de esto, en algún punto iban a acabar derramándose por todas sus grietas. Se sentó sobre el banquillo y carraspeó un poco, juntando las manos. Veía el perfil oscurecido de Erik a través de la reja, su nuez de Adán subiendo y bajando cada vez que tragaba saliva, sus pestañas rizándose en el aire siguiendo a la perfección la proporción aurea. Era tan guapo que le daba rabia, tan guapo que por momentos solo quería ser él el que estuviera en su posición, coger valor y confesarlo todo. No habían vuelto a hablar del tema, pero muy a su pesar Andy no solo entendía a Erik, además sabía que tenía razón. Así que tomó una decisión y dio un paso atrás, prudente. Iba a hacer las cosas bien, no arrastraría a Erik hacia su degeneración.
—En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo—oyó los susurros aspirados de Erik.
Andy cerró un instante los ojos y escuchó el intenso y claro latido de su corazón. Se mordió el labio antes de atreverse a seguir hablando, debatiéndose entre seguir con aquello que se había acordado, mantenerse al margen y no empeorar las cosas. O si, por el contrario, podía dejarse llevar por sus deseos una última vez. Solo una más. Escuchar los pecados de Erik, grabar en sus recuerdos, como el negativo de una película, todos los detalles. Y sellarlo todo en silencio, solo para él.
—El Señor esté en tu corazón para que te puedas arrepentir y confesar humildemente tus pecados—volvió a observar el perfil de Erik a través de la rejilla, su nariz respingona y el pico de su arco de cupido.
—Hace dos semanas desde que me confesé por última vez—la voz le sonó un poco más débil que antes, como si fuera una especie de presa aguantando inestable toda la corriente de un río bravo—. He sido... egoísta—levantó la cabeza para mirar hacia arriba, la nuez en su garganta aún más prominente—. He bebido en exceso, también he fumado en exceso. Y he sucumbido a la soberbia, una vez.
Andy tardó un instante en contestar, su cabeza gacha en contraposición a la de Erik. Sus ojos iban de un lado a otro, escaneando sus pensamientos en busca de piezas que encajaran.
—¿Qué?...
Erik no había confesado ninguno de los pecados que Andy había estado anhelando escuchar. Ningún relato que hiciera mención a lo que ocurría bajo sus sábanas, o durante sus duchas de medianoche. Ni una mención a su irrefrenable deseo, a sus pensamientos impuros, a su instinto o a su hambre. Ninguna mención a él.
—Era soberbia, ¿no? Aquello de que te crees mejor que los demás. Que fui un puto egocéntrico, quiero decir.
El padre Callaghan frunció el ceño.
—Sí... Es soberbia.
—Pues eso, soberbia. Soberbia y excesos.
—¿Eso es todo?
El confesionario se quedó en silencio, como si de pronto no pudiera entrar el aire, y las ondas del sonido no pudieran viajar entre ambos.
—Sí, eso es todo.
La presa en la voz de Erik se había recuperado, firme y compacta. Toneladas y toneladas de hormigón capaces de parar en seco un tsunami.
—De acuerdo...—Andy se sujetó a las paredes del confesionario, las manos temblándole solo un poco, el oxígeno que le rodeaba desapareciendo por momentos—. Creo... que dos padrenuestros serán suficientes—Erik asintió y se puso de pie, dispuesto a salir del confesionario—. No—Andy le detuvo a tiempo, congelando los movimientos de Erik en el aire. Tragó saliva—. Aquí.
Erik siguió sin mirarle. Con la vista fija al frente, su pecho subiendo lento y profundo con su respiración. Sus dedos alrededor de la manilla de la puerta, sus nudillos blancos de apretar con fuerza. Dio media vuelta y volvió al asiento de madera, colocándose ahora frente a la rejilla. Se arrodilló allí, con la cabeza gacha y las manos entrelazadas.
—Padre Nuestro, que estás en el cielo—comenzó—, santificado sea tu nombre; venga a nosotros tu reino; hágase tu voluntad, en la tierra como en el cielo—Andy apoyó las manos en la rejilla, sus dedos apenas centímetros lejos de su cabello oscuro y rizado. Si pudiera, si tuviera el valor, podría colarlos entre los huecos y llegar a acariciarle. ¿Y qué pasaría entonces? —. Danos hoy nuestro pan de cada día; perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden; no nos dejes caer en la tentación—por primera vez en todo lo que había durado la confesión, después de que Andy lo hubiese deseado tanto que el simple hecho de pensarlo le hacía ruborizarse, Erik levantó la cabeza y le miró a los ojos. Directo, firme como el tiro de una ballesta—, y líbranos del mal. Amén.
Andy empezó a mover las manos. Muy lentamente, haciendo su mayor esfuerzo para que no se le notara el temblor. Coló solo dos dedos por uno de los huecos de la reja y llegó a rozar, con las yemas, un par de mechones de su flequillo. Le mantuvo la mirada el tiempo suficiente para que unas cosquillas le subieran por toda la columna vertebral hasta lo alto de su nuca.
—Otra vez—susurró.
Erik volvió a agachar la cabeza y con ello rompió el contacto visual, pero se inclinó hacia delante y apoyó la frente en la rejilla, mechones despeinados colándose por los huecos donde anteriormente habían estado los dedos de Andy, cruzando la línea que los separaba y derramándose sobre el espacio del otro. Rezó el segundo padrenuestro con las manos de Andy enredándose en su cabello tanto como le permitía la rejilla, suspirando por poder abarcar más. Cuando acabó esperó paciente a que el cura le diera la orden de ponerse en pie, y este no lo hizo hasta que hubo satisfecho su deseo, hasta que no sintió que había tocado todos los mechones que podía alcanzar.
—Jesús, Hijo de Dios, apiádate de mí que soy un pecador—aún mantuvo la mirada gacha. No la había vuelto a levantar desde aquella vez en el primer padrenuestro. Andy, por el contrario, seguía mirándole. Como una gacela mira a un león en la distancia, en los primeros instantes tras darse cuenta de la amenaza, en los que el miedo aún no la deja moverse, pero sabe que si no sale corriendo pronto será devorada.
—Yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo—recogiendo todas sus fuerzas, se apartó de la rejilla—. Puedes ir en paz. Amén.
El chico asintió y salió del confesionario de una zancada, determinado y sin mirar atrás. Andy le siguió un par de segundos después. La iglesia se había vaciado considerablemente desde la misa, pero aún quedaban algunas personas rezagadas encendiendo velas y rezando en los bancos, así que Andy sujetó a Erik del brazo y tiró de él hacia la sacristía. La iglesia del padre Callaghan era una iglesia pequeña, discutiblemente moderna —había sido construida en 1942— y, teniendo en cuenta que se trataba de una iglesia católica, bastante modesta. Estaba construida de bóvedas de piedra y gruesas columnas, con un retablo de madera decorado y vidrieras tintadas, pero contaba con solo dos cuadros de dudosa calidad y ningún fresco. Los bancos eran de segunda mano, trasladados de otra iglesia, la piedra de la fuente bautismal estaba picada por algún accidente de antes incluso de que ellos nacieran. El manto del altar tenía manchas de vino que nadie había sido capaz de limpiar y las plantas eran de plástico. La sacristía, por consiguiente, era una salita pequeña y oscura, con un cristo de madera colgando de una pared y un armario antiguo en la pared contraria. Había un pequeño escritorio con una estantería llena de libros y polvo encima, un par de sillas, un espejo con motas de óxido y una alfombra de finales de los 70 con la que Andy solía entretenerse, siguiendo con la mirada las líneas orgánicas de distintos colores, antes de las misas. Entró después de Erik y cerró la puerta a sus espaldas, el ceño fruncido y los hombros tensos.
—¿Qué ha sido eso?
—¿Qué ha sido el qué? —contestó Erik.
Andy cogió aire en una bocanada profunda y se movió errático por la sala, sin saber muy bien qué estaba buscando. Abrió el armario, lo cerró y se dirigió a las sillas. Las puso en medio de la sala e invitó a Erik a sentarse, pero por el momento Erik se mantuvo de pie. Andy desapareció tras una puerta y volvió con dos chocolatinas, una bien sujeta en una mano y la otra entre sus dientes, ya a la mitad.
—Jesús, me muero de hambre—él sí que se sentó en una de las sillas, y por un buen rato se mantuvo callado, con el ceño fruncido, simplemente comiéndose las chocolatinas. Hizo una pelota con los envoltorios de plástico que se deshizo tan pronto dejó su mano y cayó sobre la mesa del escritorio. Miró a Erik a los ojos cuando aún masticaba el último bocado de la chocolatina—. Pensaba que hoy íbamos a hacer lo nuestro.
—¿Lo nuestro?
Andy alzó mucho las cejas.
—Sí, ya sabes.
—Por el amor de Dios, Andy—Erik se llevó las manos a la cara y tuvo que reprimirse para no gritar, como solía hacer sobre los cojines cuando estaba enfadado—. ¿No habíamos quedado en que era mejor parar? Pues he parado. Tú deberías parar también.
—Ya lo sé, pero es que...—dejó la frase a medias, las palabras suspendidas en el aire, y se levantó para buscar algo más que comer. Esta vez no salió de la sala, se agachó sobre su mochila y rebuscó hasta encontrar una bolsa de piquitos de pan—. Estoy muy confuso, no entiendo nada.
—¿Qué hay que no entiendas? —Erik alzó los brazos y los sacudió en el aire, desesperado—. ¡Esto es una tortura! Lo es para mí y aún más para ti.
—¡Ya lo sé! —se giró de golpe hacia él, con el rostro encendido—. ¡¿Te crees que no me doy cuenta?! ¡Lo sé!
Se mantuvieron la mirada un momento antes de que a Andy le empezaran a caer las lágrimas, entonces agachó la cabeza y cerró los ojos. Sollozó con la boca aún llena y la bolsa de piquitos pegada a su pecho. El flequillo lacio le caía en vertical como una cascada y se sacudía con el hipo. Erik se quedó callado. Respiró profundo y calmó, en la medida de lo posible, toda la frustración que llevaba cargando desde que discutieran aquella vez en su casa, cuando Andy había estado enfermo. Se acercó a él y posó una mano en su hombro.
—Dame eso—habló bajito y suave, con un tono calmado. Le cogió la bolsa de piquitos—. Estás comiendo por ansiedad y te va a doler la barriga. Mírame—le levantó el rostro sujetándole de la barbilla y le secó las lágrimas con los puños de su sudadera. Hasta le habría sonado los mocos con ella si Andy lo hubiese necesitado, le daba igual—. Lávate la cara y cálmate, anda. Luego hablamos.
Andy fue hacia el baño y volvió después de diez minutos, tras llorar todo lo que aún le quedaba por llorar y limpiarse bien la cara. Ahora tenía la nariz roja y los ojos hinchados, pero parecía mucho más tranquilo. También se había cambiado de ropa. Se había puesto una sudadera y quitado el cuello clerical. Ahora no estaba ejerciendo como padre Callaghan, ahora solo era Andy. Erik le esperaba cerca de la ventana, subido al escritorio y acabándose un cigarrillo. Daba una calada y se inclinaba, alargando todo lo que daba su cuello, para echar el humo fuera. Al ver a Andy le sonrió un poco y, sin decir nada, le ofreció el cigarrillo. Los curas podían fumar. No era recomendable, no era algo que debieran hacer mucho, pero no estaba rompiendo ninguna norma. Ambos lo sabían porque habían empezado a fumar juntos, cuando apenas cumplían los dieciséis años.
Andy se acercó a paso tranquilo hasta el escritorio y tomó el cigarrillo en sus dedos, con un movimiento delicado y un agarre suave. Se lo llevó a los labios y le dio una calada lenta. Entonces, sin romper el silencio aún, se lo devolvió a Erik. Este dio un par de caladas más mirando por la ventana antes de hablar.
—¿Cómo se sale al cementerio?
—Por esa puerta de allí—Andy se dio la vuelta y apoyó la espalda baja en el escritorio, cruzándose de brazos.
Erik dejó el cigarrillo en sus labios mientras pensaba.
—¿Quieres que vayamos a ver la tumba del padre Doyle?
La piedra de la lápida estaba tan nueva que prácticamente relucía con la luz del mediodía. En forma de cruz, tenía grabada una inscripción modesta, con el nombre, las fechas y una cita breve de la biblia. Andy se agachó y acarició el nombre con la punta de los dedos, repasándolo para notar el relieve. Erik se quedó de pie, con las manos en los bolsillos y un cigarro nuevo en los labios. El sol, en su punto más alto, les quemaba los hombros. El aire era cálido a pesar de estar entrando ya en diciembre, un día de calor inusual en los últimos retazos del otoño. La hojarasca se arremolinaba a sus pies e invitaba a Erik a cambiar constantemente el peso de una pierna a la otra, a seguir moviéndose a pasitos, para continuar escuchando el suave crujido de las hojas secas.
—¿Nunca te has preguntado si llegó a hacerlo? —sacudió las cenizas con la cabeza gacha, procurando que no le cayeran a Andy—. Vamos, piénsalo. Tenía ochenta y siete años. Llevaba sesenta y cinco siendo cura. Es mucho tiempo para aguantar, ¿no crees?
—¿Qué estás intentando insinuar, Erik?
—Que todos tenemos nuestros secretos.
—No ante Dios—sin levantarse aún del suelo se giró para mirarle—. Si sucumbo a la tentación, Dios lo sabrá.
—¿Y qué pasará entonces?
—Pues que le habré fallado—contestó como si la respuesta fuese tan evidente, tan lógica, que solo tener que decirlo le dolía—. Que será mi mayor vergüenza. Que no habrá vuelta atrás. Y yo quiero esto, Erik. Respeto que tú no, pero yo sí lo quiero—volvió a acariciar la tumba del padre Doyle—. Quiero esto. Servir al Señor y que me entierren aquí cuando me llegue la hora.
Erik se agachó también a su lado.
—Si tanto lo quieres, ¿por qué te ha molestado que hoy no te haya seguido el jueguecito? —Andy frunció el ceño y apartó la cara—. Si tanto lo quieres, ¿por qué eres incapaz de decirme que no? —esperó unos segundos a que Andy se defendiera, pero no dijo nada—. Lo que me estás haciendo es cruel. No puedes dejarme siempre con la miel en los labios, Andy...—apoyó la cabeza en su hombro—. Quizá tú puedes aguantar, pero yo voy a acabar petando.
Erik fingía que había pasado página. Habían pasado cerca de tres meses desde su conversación en el cementerio y Andy no le había vuelto a ver, más allá de alguna vez ocasional, causa de la fortuna o el destino. En un funeral de un familiar lejano y en la misa de Navidad —que, por tradición, los O'Brennan nunca podían perderse—. El invierno se había asentado sobre Dublín. Las calles despejadas por la quitanieves y la sal, los tejados blancos. La parroquia adquiría un aura mágica durante las nevadas, como si las cristaleras y los muros gruesos y las grandes y pesadas puertas de madera te invitaran a entrar, como si te asegurasen que allí dentro ibas a encontrar cobijo y calor. Para Andy la iglesia había sido siempre eso. Un lugar sagrado, su pequeño rinconcito seguro en el mundo. El único espacio en el que podía conectar directamente con Dios. En ningún sitio se sentía tan a gusto, tan cómodo, como en su iglesia. Con los bancos barnizados, los haces de luz cortando el aire y derramándose en la piedra, las motitas de polvo brillando sobre el agua bendita. Las velas y el incienso, los susurros y los rezos. La cruz sobre el retablo, el suelo pulido de la nave central y el busto del arcángel Miguel al lado de la Vía Crucis. El terciopelo levantado de la sede y el bronce pulido del sagrario. Lo último que quería, lo que más temía en esos momentos, es que su pequeño rinconcito seguro se estuviera convirtiendo, poco a poco, en su jaula. Que los puños de sus ropas se hicieran acero y se transformaran en grilletes, y el cuello clerical pasara a ser su collar de castigo.
Erik no podía competir con la iglesia, así que se había apartado. Había dejado de confesarse, por descontado. Había dejado de aparecer de forma espontánea, sin ser invitado, para darle una sorpresa a Andy. Había dejado de esperarle en la entrada —escondiendo el cigarrillo tras su espalda cada vez que se cruzaba con alguna de las monjas— para acompañarle a casa una vez hubiera acabado su servicio, y tampoco había asistido a las misas de los domingos. Y ahora, en su último esfuerzo por sellar del todo la herida que ambos se habían infligido, había empezado a salir con un chico.
Se llamaba Peter. Un estudiante de filosofía que compartía piso con otros tres amigos en el distrito 1, frente al río, y que había conocido de casualidad cuando había intentado evitar una pelea en un pub. Con ojos avispados y una melena ondulada que llevaba siempre en un semi recogido. La piel nívea y su pelo claro delataban una herencia nórdica, pero por sus venas corrían litros de sangre mediterránea. Daba palmas cuando algo le emocionaba y hablaba rápido y alto. Tenía un punto de esnobismo, Erik debía admitir, pero lo compensaba con una facilidad pasmosa por hacer que todo el mundo se sintiera a gusto a su lado. Le gustaban los niños y la gente mayor y, si se despistaba lo justo, empezaba a hablarte de corrientes de pensamiento en el siglo XVIII, de tardo capitalismo, de vestigios de nuestro pasado presentes en el cuerpo humano, de Hume y de Freud y de Schopenhauer. Lo primero que a Erik le había gustado de él es que besaba muy bien. Lo segundo, que cuando se ponía a hablar y se perdía en sus pensamientos Erik no tenía que esforzarse por mantener una conversación.
Y lo tercero, que era ateo.
No, no ateo. Anticristiano. Aborrecía la iglesia y, lo que él decía, la red sectaria sistémica de occidente. Blasfemaba y pecaba todo lo que podía y más. Se llenaba la boca del nombre de Dios, lo saboreaba con gozo y lo escupía en vano. Una y otra vez. Sobre los labios de Erik y sobre su oído y toda su piel, bajo las sábanas, en el silencio y la penumbra. Hablaba de irse al infierno, del pecado original y de La muerte de Dios de Nietzsche. Erik no se lo había presentado a Andy.
De todas formas, no lo quería considerar como algo más de lo que era; un lío. Se habían gustado en su momento y habían encajado bien como pareja sexual. Puede que, en algún futuro próximo, lo pudiera considerar también su amigo. Pero por mucho que Erik intentaba engañarse, por mucho que procuraba hacer, punto por punto, todo lo que le podían haber aconsejado para olvidarse de alguien. Por mucho que se esforzaba —y de veras se esforzaba— en quedarse con los pies en la tierra, su corazón volvía a Andy. Volvía a la voz suave de sus sermones y sus manos firmes sujetando la biblia, a las absoluciones de sus pecados y los vistazos furtivos durante la eucaristía. A aquellas oraciones con su cuerpo tan cerca, y su aliento pesado, y la tensión.
Quizá porque ambos sabían que aquella relación estaba condenada a no llegar nunca a ninguna parte —tampoco es que ninguno de los dos lo quisiera—, Erik se sentía cómodo contándole a Peter todo lo que se le pasaba por la cabeza.
—Macho, tú tienes un fetiche con los curas.
—¡Qué va!
—Que me caiga un rayo ahora mismo si no es verdad—rodó por la cama para pegarse más a Erik—. Que no te culpo, oye. Dan un morbo que te cagas. Pero, a ver cómo te lo digo... Te estás metiendo en un berenjenal. Es imposible.
—Pensé que si le daba tiempo y se desesperaba lo suficiente...—chasqueó la lengua y se incorporó en la cama, buscando a tientas el paquete de cigarrillos sobre la mesita de noche—. Pero han pasado tres meses y nada.
—¿Pero tú te has dejado ver? —Erik le miró con una ceja alzada. El cigarro en sus labios sin encender—. Quiero decir, que si lo que quieres es desesperarle tendrás que darle algo con lo que desesperarse, ¿no? Está muy bien eso de darle espacio, y al final incluso os funciona y los dos conseguís pasar página—le devolvió la mirada, bajando la cara y levantando mucho las cejas. Aguantó unos segundos sin hablar—. Pero me da a mí que eso no es lo que tú quieres en realidad. Tú quieres follártelo.
—Pues claro que quiero follármelo—habló frustrado, frunciendo el ceño y apretando los dientes—. El que está desesperado soy yo. No sabes cómo es, Peter. No sabes cómo es tenerle ahí y... Dios santo, no lo sabes.
—No lo sé, no lo sé—levantó las manos—. Mira, haz lo que quieras—volvió a echarse en la cama y se tapó la cara con la almohada—. Con que me avises si vas a empezar algo serio con él me vale, porque no me quiero meter en movidas de pareja. Luego todo el mundo empieza con los dramas, que si los cuernos que si no se qué, y no me apetece. Y menos con un puto cura, Dios me libre.
Erik no le contestó. Encendió el cigarrillo y se quedó mirando al frente mientras fumaba, siguiendo con la mirada todos los libros de la estantería de Peter. Tenían el lomo intacto y eso solo podía querer decir dos cosas; o que Peter era extremadamente cuidadoso con sus pertenencias —no lo era— o que no se había leído ninguno.
—¿Qué querías decir con eso de dejarme ver?
Peter le contestó sin quitarse la almohada de la cabeza.
—Que le pongas tan cachondo que reviente.
Erik siempre había pensado que si se acercaba demasiado a Andy, si tentaba demasiado con el borde de lo que estaba permitido, el que iba a reventar era él. Que Andy tenía una fuerza de voluntad tan firme, una fe tan sólida, que Erik estaba destinado a caer el primero. Que iba a llevarle constantemente al límite para luego siempre echarse atrás. Pero quizá Peter tenía razón, y Andy estaba más cerca de caer de lo que aparentaba.
Después de tres meses, una semana y seis días, Erik se volvió a presentar en la iglesia.
La entrada se había quedado taponada por la nieve y tuvo que hacer fuerza para abrir la puerta. Dentro, la temperatura era agradable. En parte por los muros gruesos que la mantenían aislada, en parte porque a finales de los 90 a algún genio se le había ocurrido instalar la calefacción eléctrica. A pesar de eso, como de costumbre, la iglesia estaba prácticamente vacía. Había una mujer sentada en la primera fila de bancos, otra encendiendo unas velas, y Andy tras el altar. Nadie más. Erik sacudió la nieve de su chaqueta y avanzó con las manos en los bolsillos, a pasos pequeños y prudentes como si fuera un gato caminando sobre el alféizar de la ventana.
Andy parecía brillar con luz propia cuando estaba ensimismado en sus pensamientos. Erik pensó en saludarlo y llamar su atención, pero prefirió quedarse un momento más observándole sin que el chico fuera consciente. Como si le hubiese abierto una minúscula ventanita por la que podía ver más allá. Llevaba una biblia en la mano e iba leyendo mientras se tambaleaba de izquierda a derecha. Su rostro inclinado dejaba ver unas pestañas largas y finas que parecían acariciar la luz. El borde dorado de la biblia brillaba con los reflejos de los rayos del sol que entraban por las cristaleras. Y Andy los acariciaba, suave, apenas rozando con la yema de sus dedos los bordes tintados de las páginas mientras leía concentrado. Cuando Erik finalmente llegó a su lado y le saludó —esta vez sí, turbando su momento de estudio y llamando su completa atención— apartó la biblia con tanta brusquedad que se cortó. Se quejó en un siseo y la biblia cayó al suelo.
—Mierda, ¿estás bien? —Erik se agachó para recoger la biblia mientras Andy se miraba el dedo, en busca de la herida.
—Sí, tranquilo. No es la primera vez que me pasa—no parecía ser un corte demasiado profundo, aunque empezó a sangrar cuando se aplicó presión. Se mordió la lengua y recuperó la biblia de las manos de Erik. Procuró no tocarle—. No te he oído entrar.
—Pues mira que he hecho ruido al abrir la puerta. ¿Sabes que tenéis la entrada petada de nieve? —señaló hacia la puerta con el pulgar—. Como os descuidéis no vais a poder salir—Andy se metió la punta del dedo en la boca para parar el sangrado—. ¿Qué estabas leyendo?
—Nada, en realidad—le dio la espalda un momento y habló sin mirarle a la cara—. Repasaba unos versículos de Corintios—hacía mucho tiempo que Erik no leía la biblia y no supo ni siquiera deducir de qué hablaban los Corintios, así que no dijo nada—. ¿Qué... qué tal? ¿Cómo estás? —volvió para encarar a su amigo—. Hace muchísimo que no te veía, estaba un poco preocupado.
—Perdona. Sé que debería haberte dicho algo. La cosa se quedó un poco rara y... Bueno, mira, no voy a buscar excusas. Los dos sabemos lo que pasó y por qué tuve que apartarme—Andy abrió mucho los ojos y le señaló con la mirada a las dos mujeres que aún estaban en la iglesia, implorándole que fuera discreto. Erik las miró de reojo y volvió a centrarse en el padre Callaghan. Habló más bajito—. Solo quería decirte que lo siento. Eres mi amigo, y nada va a cambiar eso. Debería haber buscado otra solución en vez de simplemente apartarme.
—Hiciste bien apartándote—el chico contestó sin pensárselo mucho y avanzó hacia el sagrario. Erik le siguió de cerca—. O sea, no estuvo bien—se mordió el interior de la boca y habló, si era posible, más bajito aún—, me dolió un poquito. Pero era lo que tenías que hacer y fue lo que se hizo—esbozó una sonrisa con tanta facilidad, tan natural y tan espontánea, que Erik empezó a sospechar que las tenía ensayadas—. De todas formas, me alegro mucho de verte. De verdad. Y no solo como amigo—de nuevo habló sin mirarle a los ojos, centrado en limpiar los recovecos de la pieza con un paño de algodón—. Estoy preparando la misa para el domingo y creo que te gustaría. A mí me haría muy feliz que vinieras. Así que, ¿qué me dices? ¿Cuento contigo?
—Depende.
—¿De qué?
—De cómo acabe la confesión de hoy.
Se levantó una de las dos mujeres —la que había estado rezando en primera fila—, recogió su bolso y su abrigo e hizo el recorrido hasta la entrada por entre los bancos, a pasos lentos e inseguros. Andaba con una sutil cojera, sin nada a lo que agarrarse, y Andy aprovechó la situación para salir huyendo de la conversación. Como si Erik acabara de echarle encima un lazo del que se tenía que deshacer, antes de que fuera demasiado tarde y se quedara atrapado. Ayudó a la mujer a llegar a la puerta y se quedó un rato mirándola avanzar por la acera. En parte asegurándose de que podía caminar sola, en parte para retrasar lo que quiera que estuviera intentando hacer Erik.
Al final no le sirvió de mucho quedarse en la entrada, porque Erik avanzó a zancadas y volvió a su lado.
—Andy
—Padre, por favor.
La voz le tembló un poco. Apretó con fuerza los labios y rezó para que Erik no lo hubiese notado. El chico aguantó la respiración un segundo y la echó en un suspiro corto, retomando la palabra.
—Padre—marcó bien las sílabas, y Andy descubrió aterrado que oír cómo le llamaba así era incluso peor—. He venido aquí porque necesito confesarme.
Andy negó con la cabeza. Cerró la puerta y regresó al otro extremo de la nave. Erik le siguió de cerca.
—No puedo.
—El confesionario está vacío.
—Ya, pero no puedo.
—Antes insistías mucho en que me confesara, ¿qué ha cambiado? —Andy cruzó la puerta de la sacristía y Erik le siguió dentro.
—Erik, no.
—Yo lo quiero, tú lo quieres, ¿por qué no?
Andy se giró rápido. Dio media vuelta en apenas un segundo y le puso una mano sobre los labios para callarle. El repentino silencio fue ensordecedor. No le había dado tiempo a encender la luz y ahora ninguno de los dos quería moverse. La claridad que entraba por la ventana era pobre, apagada por los nubarrones de la nevada y absorbida por los muebles oscuros, el papel de pared viejo y el suelo de piedra. Por unos segundos solo se pudo escuchar la respiración acelerada de Andy. El cura notaba su propio aliento acariciándole el dorso de la mano. Se mezclaba con el de Erik, mucho más lento y profundo, creando remolinos de aire sobre la superficie de su piel y erizándole el vello. Estaba tan cerca de su rostro que solo le bastaba inclinar un poco la cabeza para pegarse a él. Sentía la calidez de su carne, la suavidad de sus labios presionados a traición contra su palma. Por un instante estuvieron solos en el mundo.
A medida que pasaban los segundos la respiración de Erik se fue apagando. Pasó de inhalar y exhalar con fuerza a hacerlo tranquilo, siguiendo el ritmo natural de sus pulmones. Andy, por el contrario, era incapaz de calmar la suya. Frunció el ceño y pegó los labios a su mano. Cerró los ojos en un intento de controlar la situación, pero no mejoró nada. Erik podría haberle tocado. Podría haber levantado las manos y le podría haber acariciado los brazos. Habría seguido por sus hombros y su pecho, los costados de su torso y más allá. Pero mantuvo las manos quietas, firmemente pegadas a su tronco. No necesitaba hacer nada, Andy estaba perdiendo la cabeza por sí solo. Cuando volvió a abrir los ojos no había más que deseo. Un deseo que crepitaba en el borde de sus iris, que le dilataba las pupilas y le hacía imposible pensar con claridad.
Andy solo podía pensar en que quería besarle. En que bastaba con apartar la mano unos centímetros hacia abajo, y dejarse inclinar con la inercia de la gravedad. Casi no sería ni su culpa. Habría sido la física, la fuerza de la tierra que le arrastraba hacia él. Así que volvió a cerrar los ojos, porque no soportaba tener más evidencias de lo cerca que estaban. Arqueó las cejas y casi gimoteó. Todo el mundo se venía abajo. Los muros de la iglesia se derrumbaban, caían las columnas y los arcos. La tierra bajo sus pies se abría en brechas, la superficie entera se hacía añicos, el cielo caía sobre ellos. Y allí seguían, de pie, tan pegados el uno al otro que podían sentirse latir los corazones. Si Andy se concentraba lo suficiente, si se quedaba muy quieto y pegaba del todo sus labios al dorso de su mano, casi podía sentirla desaparecer. Los huesos y la carne se desvanecían y llegaba por fin a la boca de Erik.
El chirrido de la puerta cerrándose fue lo que hizo que finalmente se apartara. Cogió aire como si acabara de nacer y avanzó a trompicones hacia atrás hasta dar con la mesa, golpeándose en la cadera. Erik le miró desde la pared, con la espalda apoyada y el cuerpo completamente inmóvil. En todo el tiempo que había durado aquello —lo que en realidad habían sido solo unos pocos segundos— no le había quitado la mirada de encima. Seguía observándole como si pudiera perforarle el pecho, llegar allí donde ni siquiera Andy se atrevía a llegar.
Erik solo se movió para asomarse por la puerta y comprobar que aquel chirrido había sido la segunda mujer.
—Nos hemos quedado solos.
Andy bufó fuerte para calmarse. Le temblaban las manos y las piernas, y si se atrevía a abrir la boca sabía que también le iba a temblar la voz.
—Erik, tienes que irte—por supuesto que le tembló la voz.
—Andy...
—No—habló firme para no temblar tanto. Le señaló con el dedo—. No, ni se te ocurra. Aquí no. Digas lo que digas, pienses lo que pienses; aquí no.
Erik agachó la cabeza y se quedó un momento en silencio. No sabía qué decir. No habían hecho nada, y sin embargo se sentía como si se acabara de acostar con alguien inexperto, como si tuviera que desenredar poco a poco la vergüenza y la incomodidad para volver juntos a un punto en común, entender lo que había salido mal y no volver a repetirlo.
—Andy, escúchame, lo que ha pasado...
—No, no quiero escucharte—volvió a interrumpirle y se cruzó de brazos, como si se preparara para protegerse—. ¿Por qué no dejas de intentar sacar de mí lo que sea que estás intentando sacar y te quedas con ese chico?
Erik abrió mucho los ojos.
—¿Qué?
—Os vi en la calle—dio media vuelta y rodeó la mesa al ver que Erik hacía el ademán de acercarse, marcando bien la distancia entre los dos—. Pelo rubio, largo... Muy guapo, la verdad. ¿Es tu novio?
—No, Andy, es... No sé, es solo un lío.
—Muy bien. Entonces se trata de eso, ¿no? Vienes aquí, me confiesas tu lío, que es obviamente pecado porque está fuera del matrimonio, y ya de paso me pones celoso, ¿no? ¿Era eso? —Erik no dio ninguna respuesta. Apretó los puños y respiró lento—. Pues ya está—alzó las cejas y sonrió forzado, una expresión que rozaba el sarcasmo. Andy odiaba el sarcasmo—. Ya lo tienes, ya me has puesto celoso, ¿contento?
A menudo era Andy quien mantenía la calma. Era el ancla entre los dos, la persona que se encargaba de mantener el equilibrio mientras Erik implosionaba en una metralla de emociones, intensas y cambiantes. En aquellos momentos, sin embargo, fue Erik el que se vio obligado a mantener la calma. Andy parecía a punto de llorar.
—Es evidente que no. No es así como quería que saliera esto.
—Ah, pensé que sí que estarías contento. Al final lo has conseguido, casi me haces cruzar mi límite. Un límite que he puesto de forma muy explícita, Erik. Y tú sigues empujándome a él.
—Mira, Andy, no es mi culpa que te hayas puesto cachondo por taparme la boca.
—¡Yo no me he...!
Andy no se atrevió a acabar y Erik aprovechó para recuperar la palabra.
—¿Sabes lo peor de todo esto? Lo peor no es que no podamos hacer nada, o incluso que no quieras. Lo peor es que no lo aceptas. Todo sería mucho más fácil si te sacaras la cabeza del culo y aceptaras que, independientemente de que se pueda o no, tú quieres esto—cambió la voz a un tono duro y desafiante. No le quedaba calma para ser paciente—. Tú buscas esto. Y tú estás contento con esto.
Como hacía unos minutos, cuando habían estado separados solo por una mano, el tiempo se detuvo. La tierra dejó de girar y todo se quedó inmóvil. Andy tragó saliva y le dio la espalda.
—Te voy a pedir que te vayas. Esta es la casa del Señor y no es un sitio apropiado en el que discutir.
Erik no se molestó en contestarle. Asintió con la cabeza aunque no pudiera verle, y se abrochó la chaqueta para afrontar la nevada.
—Adiós, padre Callaghan.
Andy no se atrevió a volver a moverse hasta que el chirrido de la puerta le indicó que estaba, ahora sí, completamente solo.
Salió de la sacristía y avanzó por la nave hasta detenerse en el centro de la iglesia. El silencio absoluto hacía que su propia respiración llegara hasta las bóvedas y retumbara con eco. Estaba muy cabreado. Andy no solía enfadarse nunca, tenía un autocontrol fuerte como el acero, un temple sólido en el que se afirmaba todo su ser. Las veces que se enfadaba —si lo hacía— su disgusto se construía de pequeñas chispitas que saltaban débilmente en todas direcciones, que titilaban como motitas y se apagaban antes de que les diera tiempo a llegar al suelo. Sus enfados eran el oleaje que rompía contra las rocas cuando la marea estaba demasiado baja y las olas no alcanzaban la costa. Eran esporádicos y cortos, y a menudo se disponía a perdonar antes siquiera de que hubiese desaparecido la irritación.
Pero aquella tarde fue la primera vez que Andy se sintió tan enfadado. Las chispitas se habían convertido en llamaradas crepitantes que le envolvían, que centelleaban a su alrededor y sacudían su cuerpo. El oleaje era un mar revuelto en el punto más alto de la marea, las aguas se arremolinaban, se sacudían y estallaban sobre las rocas rompiendo el límite de la costa. Tenía muchas ganas de gritar. Porque sí, por supuesto que Erik había conseguido ponerle celoso. Porque ahora había alguien más que podía tenerle y él seguía en la casilla de salida. Erik se alejaba, tirada a tirada, movido por el azar y la suerte. Se alejaba de su alcance y avanzaba por el tablero esperando que Andy le siguiera detrás, sin recordar que Andy no tenía dados. Estaba cabreado porque no parecían poder ponerse de acuerdo. Porque trataba de empujar a Erik con todas sus fuerzas, y en el momento en el que bajaba un poquito la guardia volvía de nuevo a buscarle, volvía a colarse entre las grietas de su castigo en busca de una salida, volvía a apoyarse en el límite preguntándose qué tanto se podía inclinar antes de que cayera al vacío. Estaba enfadado y rabioso porque Erik tenía razón. Porque claro que lo quería. Más que a nada en el mundo. Lo quería tanto que apenas podía respirar. Tanto, tantísimo, que no podía ni moverse. Lo deseaba con tantas fuerzas que no podía pensar en nada más.
Pero sobre todo, estaba cabreado porque estaba cachondo. Porque nuevamente Erik había tenido razón, y el simple gesto de taparle la boca para que no hablara había mandado por todo su cuerpo un cañonazo. Una descarga eléctrica que le había despertado como si fuera el monstruo de Frankenstein, un chispazo que había encendido la parte adormecida de su cerebro. Y, como si se tratara de las puertas de una presa, había permitido que todo lo que había estado reprimiendo durante años se desbordara. El deseo caía como una cascada irrefrenable, la corriente arrasaba con todo.
Necesitaba calmarse. De veras necesitaba hacerlo, pensar en otra cosa y volver a cerrar las puertas de su presa. Respiró pesado y sacó la biblia de sus bolsillos. Las manos le temblaban tanto que a penas la podía sujetar. Concentración, necesitaba concentrarse. Bien, venga, ¿qué decía la biblia sobre las tentaciones?
«1 Corintios 10:13. Dios es fiel, y no permitirá que ustedes sean tentados más allá de lo que puedan aguantar. Más bien, cuando llegue la tentación, él les dará también una salida a fin de que puedan resistir.»
Frunció el ceño y hojeó rápido, buscando los versículos que ya conocía, que había leído cientos de veces y le mantenían con los pies firmes en la tierra.
«Mateo 26:41. Estén alerta y oren para que no caigan en tentación. El espíritu está dispuesto, pero el cuerpo es débil.»
Débil se quedaba corto. Andy se sentía febril cada vez que Erik estaba a su lado. La piel le ardía, algo dentro le cosquilleaba, la cabeza se le llenaba de imágenes y palabras como una espesa neblina que no le dejaba pensar con claridad.
«Romanos 13:24. Más bien, revístanse ustedes del Señor Jesucristo, y no se preocupen por satisfacer los deseos de la naturaleza pecaminosa.»
Eso es, tenía que preocuparse de lo que verdaderamente importaba. El Señor importaba, su parroquia importaba. Ser un buen ejemplo para sus fieles y no perder nunca la fe importaba. No importaba Erik ni nada de lo que le hacía sentir. Ni tampoco importaba su voz, los susurros que acariciaban sus labios. Ni la piel de su cuello, ni sus manos, ni ninguna de las partes que tapaban su ropa y en las que Andy definitivamente no podía pensar. No importaba la forma en la que se ajustaba la cintura del pantalón cada vez que se ponía en pie, ni la manera en la que se alborotaba el pelo, y los mechones cortos le hacían cosquillas al caer sobre su nuca. Y sobre todo, por encima de todo lo demás, no importaba la mirada penetrante con la que le atravesaba cada vez que se arrodillaba frente a él para recibir la eucaristía. Ni tampoco el pecado que brillaba en sus ojos, ni los infiernos a los que ambos habían descendido en sus sesiones de confesionario.
Eso es, estaba centrado. Completamente centrado. Dio media vuelta y se dirigió al altar. Se fijó bien en todo lo que tenía a su vista, lo mucho que significaba para él, lo importante que era protegerlo. El precioso retablo de madera, la fuente bautismal, el busto del arcángel...
El busto del arcángel.
Se acercó a pasos pequeños para observarlo más de cerca. Le daba un aire a Erik, si lo miraba con detención. Tenía la nariz mucho más prominente y la mandíbula más marcada, pero los rizos eran los mismos. Tirabuzones de pelo que se arremolinaban sobre su frente, que le abrazaban las sienes y enmarcaban su precioso rostro. También se le parecía en los ojos, sinceros y redondos. Se parecía en sus rasgos delicados, en las mejillas suaves. Y en los labios, plenos y proporcionados. El padre Callaghan respiró profundo, levantó la mano y la posó sobre los labios del arcángel, de la misma manera que había hecho con Erik hacía solo unos minutos.
Por un momento se quedó quieto. Mantuvo la mano inmóvil y miró a la estatua a los ojos, manteniendo una respiración lenta y profunda. Después se acercó un paso, y luego otro, y otro más. Hasta que finalmente volvió a estar con los labios sobre el dorso de su mano y los ojos cerrados. Y entonces, hizo lo que antes no se había atrevido a hacer. Movió la mano hacia abajo apenas unos pocos centímetros, solo dejándola caer. Quedaron al descubierto los labios de la estatua. Andy solo tuvo que inclinarse un poco hacia delante.
El tacto con el mármol era frío y duro, también suave. Sus labios podían deslizarse sobre la piedra pulida como si fuera un pañuelo de seda. Al principio solo se atrevió a presionar sus labios sobre el busto y dejarlos quietos. Respiraba profundo y se separaba solo lo justo para luego volverse a pegar. Después, cuando aquello ya no fue suficiente, empezó a moverse. Se sujetó con ambas manos a la estatua, una en la nuca y la otra sobre su mejilla, y siguió besando al arcángel como si realmente Erik estuviera allí, como si pudiera de verdad poner remedio a su sed de tacto. El corazón le iba tan rápido, y golpeaba con tanta fuerza sobre sus costillas, que pensó que se le iba a parar en cualquier momento. A medida que pasaba el tiempo, y el contacto de sus labios y el aliento de sus jadeos calentaba la piedra, su mente cayó a un espiral de imágenes y deseos, de todas las cosas que se había atrevido a pensar aunque fuera solo una vez. Apoyó la frente y mantuvo una de las manos en la nuca, pero bajó la derecha.
Los labios de mármol se empañaban con sus jadeos, su mano temblorosa se sujetaba en la base del busto para no caer. Los muros de la iglesia parecían bombear con sus latidos, retumbaban y se sacudían a su alrededor. Un rayo de luz caía perfecto desde el cielo y aterrizaba sobre él, iluminándole como un foco de teatro, resaltando su completa inconsciencia. Las imágenes en su mente eran vivas y claras. Construcciones imaginarias, rigurosamente realistas, de todo lo que sus demonios anhelaban. La piel de Erik —la que bajaba por su cuello, y la de su pecho, su abdomen, su vientre. La de sus muslos y sus ingles—, su carne, su sangre. Su voz y su aliento. En sus sueños Andy ya no era humano. Se convertía en una bestia, con garras afiladas y grandes colmillos, que acechaba entre las sombras y olía la sangre. Se cercaba sobre Erik y salivaba de apetito. En sus sueños lo devoraba entero, sin dejar ni un solo pedazo de su cuerpo intacto. El anhelo ganaba a su fuerza de voluntad y se abandonaba al ansia. Se enterraba en él, le estrechaba entre sus brazos. Tan fuerte, tan profundo, tan cálido e intenso que conseguían volverse uno solo. Entonces se movían, agitados y estremecidos, el uno sobre el otro. La bestia contenta y excitada.
Cuando sus dedos tocaron piel se sacudió. Se sujetó firme con el pulso tembloroso y agachó la cabeza. En algún punto había dejado de jadear y comenzó a gemir, alaridos débiles como los de un animal malherido, que se multiplicaban en ecos con la acústica de la iglesia y llenaban el silencio. Su mano y sus caderas se movían solas, cada una por su cuenta, colisionando con un ritmo primitivo. Las cosquillas en su vientre tan intensas, tan punzantes, que de alguna manera necesitaba sacar. Andy creía entender muy bien lo que era un éxtasis. Lo había visto representado en las estatuas de Bernini y en los cuadros de Caravaggio. Le habían hablado de ello en el seminario. Aquella fuerza sobrecogedora, un estallido que nacía de dentro y te permitía alcanzar a Dios con tus propias manos. Un estado tan abrumador que por un instante estabas fuera de tu cuerpo, y todo era de golpe mucho más claro, los cielos se despejaban y veías la luz. Pero no fue hasta esa tarde —cuando la madera del retablo brillaba dorada por el atardecer, el agua bendita tan tranquila que la fuente parecía vacía y el cristo de los frescos oculto en la penumbra— que Andy consiguió tocar las cuerdas correctas de su anatomía y llegó de pronto al clímax, entendiendo solo entonces lo que era verdaderamente experimentar el éxtasis.