El teléfono de la oficina sonó.
—¿Sí?
—Anahí, ¿puedes venir un momento a mi despacho? —me preguntó Alfonso.
—Si, ahora mismo.
Colgué. Cogí una libreta y un bolígrafo y entré en el despacho de Alfonso.
—Dime para qué soy buena —dije, sentándome en una de las sillas.
—Para tantas y tantas cosas —contestó con voz sexy. Sonreí—. Quiero
que me organices y que agendes estas reuniones para la semana que viene.
—Dime.
Durante un rato estuvo dictándome nombres y empresas y a qué hora
quería más o menos que tuviera lugar cada reunión.
—Con Rod Ranstrom que sea por la mañana. Ese hombre es muy pesado y
prefiero quitármelo cuanto antes de encima. Si lo dejo para última hora puedo
cometer un asesinato —dijo.
Me reí.
—Lo pondré a primera hora. —Escribí una nota de advertencia en la
libreta.
—Esta semana por fin firmamos el contrato con AWS Enterprise.
Prepáralo y mándaselo por email a su gerente para que lo eche un vistazo
antes de venir.
—Vale.
—Y también envíanoslo a Jerry y a mí, por si hay algún cambio en el
último momento.
—Vale. —Lo apunté en la libreta y levanté la vista hacia él—. ¿Alguna
cosa más?
Se me quedó mirando con una sonrisilla en la boca.
—¿Estoy muy mandón? —me preguntó.
Sonreí.
—Es mi trabajo —contesté.
—Últimamente estamos trabajando mucho; sobre todo con la oferta para
la licitación pública de las Torres Keio. ¿Qué te parece si nos vamos un fin de semana fuera para desconectar?
Se me iluminó el rostro.
—Me encantaría —dije como una niña pequeña.
Alfonso esbozó una sonrisa al ver mi reacción.
—¿Qué te parece ir a la montaña?
Hice una mueca con la boca.
—No sé esquiar.
—¿Quién dice que vamos a esquiar? —Alzó las cejas un par de veces en
un gesto elocuente—. Beberemos vino, dormiremos acurrucados para paliar
el frío y nos manosearemos en cualquier rincón que nos apetezca.
Dibujé una sonrisa de oreja a oreja con los ojos brillantes de ilusión.
—Eres un bicho —bromeé.
Alfonso se carcajeó.
—Reservaré un apartamento en Hunter Mountain Resort. Está a dos horas
y media de aquí en coche —repuso.
—Genial.
Me parecía perfecto. La montaña implicaba frío y el frío llevar mucha
ropa. Entre playa y montaña, siempre me quedaría con la montaña, sin
dudarlo.
—Bien, prepara la maleta, porque el viernes nos vamos.
Di una palmadita.
—Me encanta la idea.
El viernes, al salir del trabajo, Alfonso me acompañó al apartamento a por la
maleta que había dejado ya preparada, y a cambiarme de ropa, y de allí
pusimos rumbo a nuestro fin de semana por la Interestatal 87 dirección norte.
El apartamento que reservó era una cucada con alma de cabaña, con una
habitación, cocina americana y, lo que más me gustó, una chimenea en el
salón. Todo iba muy a tono con el entorno en el que estábamos y con el frío
que hacía.
—¿Qué te parece? —me preguntó Alfonso al entrar.
—Me gusta mucho —contesté, dando pequeños saltitos en el salón cuando
vi la chimenea.
Llegamos entrada la noche, así que cenamos algo de comida que habíamos
llevado y que calentamos en el microondas, pues calculamos que los restaurantes ya estarían cerrados, y nos sentamos con una copa de vino tinto
frente a la chimenea que Alfonso se había encargado de encender con los
troncos de leña que había en un cesto.
Alfonso se me quedó mirando.
—Me sienta bien —dijo.
Giré el rostro hacia él. Sus pupilas estaban dilatadas y las llamas
fluctuaban por su rostro dando profundidad a sus rasgos.
—¿El qué? —le pregunté.
—Tú. Toda tú, Anahí. No sabes cuánto bien me haces.
Se inclinó sobre mí y me dio un beso en la boca. No era un beso exigente
ni tenía la vehemencia que otros. Era un beso tranquilo, como si quisiera
aprenderse la forma de mis labios con los suyos. Cerré los ojos y lo saboreé.
Sí, saboreé a Alfonso. El regusto del vino se mezclaba con el anhelo, el deseo y
otras muchas cosas.
—Esta semana no hemos podido estar mucho juntos —susurró pegado a
mi boca.
—Hemos tenido mucho trabajo —comenté.
—Estaba impaciente por quedarnos solos. Por tenerte para mí —dijo,
quitándome la copa de vino de la mano y dejándola en el suelo.
La anticipación empezó a bailar por mi cuerpo.
—Alfonso... —musité con voz casi agónica.
—Oh, Anahí...
Mi nombre cayendo de sus labios era una de las cosas más eróticas que
podía escuchar. Rozó mis labios con los suyos suavemente, pero no me besó,
simplemente me respiraba y yo le respiraba a él.
—Me corres por las venas... —susurró.
Levanté los brazos y metí los dedos por los mechones negros de su pelo,
disfrutando de su suavidad. Sin aguantarme más las ganas, me lancé a su
boca y lo besé. Me iba a volver loca si no lo hacía. Mis labios lo besaron con
exigencia, con apremio. Era cuando estaba entre sus brazos cuando lo sentía
mío, completamente. Era cuando se metía en mí cuando encontraba un
refugio en el que agazaparme y del que no quería salir. El mundo exterior me
daba demasiado miedo y hacía aflorar mis inseguridades, sobre todo cuando
sobrevolaba la sombra de Katrin sobre mi cabeza.
Las manos de Alfonso treparon hasta mi pelo y me quitó la cinta que lo
sujetaba, deshaciendo la coleta que me había hecho antes de salir de casa. Me había puesto un jersey de cuello alto, así que no había problema con las
cicatrices.
—Tu pelo huele tan bien... —dijo mientras mi melena caía en cascada
alrededor de los hombros.
Se enterró en mi cuello y lo olió.
—Hueles a coco y a vainilla...
Sonreí y ladeé la cabeza cuando su boca empezó a repartir besos en mi
cuello. Luego me besó fugazmente las pecas de la nariz, las mejillas, y la
línea de la mandíbula.
Me sacó el jersey por la cabeza y me quitó los pantalones. Después fue el
turno de la ropa interior. Yo le ayudé a deshacerse de su jersey también de
cuello alto y de sus vaqueros, que le quedaban tan bien que hasta me dio
pena.
Durante un buen rato, tumbada sobre la mullida alfombra, a un par de
metros de la chimenea, Alfonso me llenó el cuerpo de besos. Siempre que sus
labios pasaban por las zonas de mi piel dañadas me tensaba, era automático,
ni siquiera lo pensaba, pero él enseguida me decía alguna palabra para
relajarme. Dudaba de que un día fuera capaz de tomármelo con naturalidad,
la verdad. De hecho, él se lo tomaba con más naturalidad que yo.
—Quieta —susurró, una de las veces que empecé a moverme incómoda
porque me estaba besando la parte de la cadera que tenía quemada.
Fue subiendo los labios por la tripa, el costado... Volví a moverme.
—Quieta —repitió—. O voy a terminar atándote.
Sofoqué una risilla. La idea no me disgustaba.
Siguió subiendo por la clavícula, el hombro y el cuello, hasta llegar a la
boca. Me besó y me besó hasta que jadeé su nombre con la respiración
entrecortada.
—Abre las piernas —me pidió, mirándome a los ojos, tras ponerse el
condón.
Hice lo que me pidió. Separé los muslos y esperé anhelante la primera
embestida. Alfonso dejó escapar algo parecido a un gruñido cuando estuvo
totalmente dentro de mí.
—Qué puta maravilla... —dijo.
Sus ojos verdes se oscurecieron por el deseo. Se mordió el labio inferior y
me penetró lentamente, bajo el embrujo del fuego.