Claudia se ha marchado hoy, aunque ha
prometido volver pronto y me ha invitado a
pasar unos días en su casa. Le he dicho
que me encantaría y le he preguntado
cuánto tiempo podría quedarme. Ha
contestado que el que quisiera. Como no
deseaba que se marchase preocupada, le
he contado que reñí con mi mejor amiga
por un chico y que, movida por un impulso
de rabia, salí de la fiesta como una loca.
Por suerte, me hizo el tipo de preguntas
tontas de mujer, si estoy enamorada de
ese chico y si se trata de una amistad
importante, y no me vi obligada a entrar en
detalles. No me ha gustado nada mentirle,
pero no me quedaba más remedio. Mi
madre me habría acorralado hasta
sonsacarme toda la verdad, y así me habría
salvado de mí misma, y de Giovanni.
La fiebre ha bajado, pero todavía me
siento débil. Guardo cama toda la mañana.
Por la tarde despierto con el timbre del
telefonillo. Contesta la abuela y luego oigo
sus pasos en el pasillo. La sangre se me
hiela. Pienso que podría tratarse de Sonia,
o de Giovanni —¿qué habrá venido a hacer?
—, pero cuando la abuela se asoma a la
puerta dice:
—Es Gabriele, tu amigo, le he dicho
que suba.
Me quedo paralizada, muda, como una
estatua. Me siento dividida entre la
felicidad que experimento y una sensación
bastante parecida a la culpa. Mi abuela va
a recibirlo. Oigo sus pasos y a continuación
unos toques ligeros en la puerta. Apenas lo
veo en el umbral, mirándome, comprendo
un sinfín de cosas y me doy cuenta de lo
estúpida que he sido. Lo recibo con una
sonrisa torpe, pero espero que aun así note
que me alegro de verlo.
—Hola —me saluda un poco cohibido,
mirando alrededor.
—Hola —murmuro, tratando de
recuperarme de la sorpresa—. Siéntate. —
Le señalo la silla del escritorio.
Niega con la cabeza y se queda de pie
en el centro de la habitación.
—Me marcho enseguida. Sólo he
pasado un momento a saludarte.
—Voy a la cocina, Alessandra —me
dice la abuela, justo detrás de él—.
Llamadme si necesitáis algo. —Y nos deja
solos. —Siéntate —repito señalándole la silla.
—Te mandé dos mensajes —dice yendo
al grano—. No me has contestado. —
Aunque habla con calma, trasluce cierta
irritación.
—No... quiero decir, no los he visto, he
estado enferma. Hace al menos dos días
que no miro el móvil —le explico, confiando
en que me crea pero sabiendo que, con
toda probabilidad, ésa será la única verdad
que podré contarle. Y añado—: Me alegro
mucho de verte.
Me mira como tratando de averiguar si
soy o no sincera.
—No has vuelto a llamarme —dice
hundiendo las manos en los bolsillos de la
chaqueta, que aún no se ha quitado—.
Supuse que habrías salido con uno de tus
amiguitos. —Esta vez aflora su sarcasmo y
me mira a los ojos.
—Tú tampoco, así que estamos
empatados —le respondo poco convencida,
pensando que si al menos uno de los dos
hubiese dado señales de vida, ahora yo no
estaría así. —Me mira como si intuyese que
le oculto algo. Se me acelera el corazón y
por un instante sopeso contarle la verdad,
pero si lo hiciese se marcharía y no volvería
a verlo—. No salí con mis amiguitos —le
digo intentando eludir su mirada—.
Además, creía que no te importaba —
añado en voz baja, como si acabase de
confesarle lo que siento por él y me
avergonzase.
La habitación se sume en un extraño
silencio. Por primera vez, está sucediendo
algo importante entre nosotros y lamento
no ser capaz de vivirlo plenamente. La
sombra del miedo es venenosa. Me mira
como dudando entre responderme o no. Si
me lo merezco, si se puede fiar de mí. Por
un instante sólo se oyen ruidos
procedentes de la cocina.
—¿Qué hiciste en Nochevieja? —le
pregunto para romper el silencio.
—La pasé en casa de Petrit, nada del
otro mundo. —Se encoge de hombros—. Te
mandé un mensaje por si querías venir. No
sabía que tenías otros compromisos —
refunfuña.
—Me quedé en casa, no fui a ninguna
parte, lo siento si no me crees.
Me mira a los ojos y comprendo que no
se ha tragado una sola palabra de la
historia del móvil.
—Si hubiera estado bien habría ido, me
habría encantado, en serio —le digo para
arreglar las cosas.
Gabriele desvía la vista y luego vuelve a
escrutarme.
—De acuerdo —se limita a decir, y
respira hondo—, en ese caso nos veremos
en el instituto.
—No sé si volveré. Quizá sea como tú
dices y no sirva para nada. —La voz me ha
temblado, ojalá no se haya dado cuenta.
—El problema es que nadie te aceptará
como albañil —comenta serio.
Se nota que se le ha escapado, que no
está para bromas.
Me encojo de hombros y tampoco logro
reír. Tengo ganas de salir de la cama, de
abrazarlo y decirle lo estúpida e ingenua
que soy.
—¿Cuánto tiempo debes quedarte en
casa? —Dos o tres días, aún no lo sé seguro.
—Bien, nos vemos en clase. ¿De
acuerdo? —Me mira con aire grave para
darme a entender que me esperará allí.
—Vale —asiento, y trato de sonreírle,
pero las lágrimas se me escapan.
Se acerca a la cama y se inclina para
besarme. Entonces le rodeo el cuello con
los brazos y lo atraigo con fuerza hacia mí,
hundo la cara en su chaqueta y, justo así,
tan cerca, empiezo de nuevo a temblar.
—¿Qué te pasa? —me susurra,
abrazándome con fuerza.
—Tengo frío... Es la fiebre.
Cuando se marcha, antes de meterme
de nuevo entre las sábanas, cojo el móvil
del bolso. Hay tres mensajes, los dos de
Gabriele y uno de Giovanni. Leo los de
Gabriele: en el primero me invita a casa de
Petrit para pasar la Nochevieja, en el
segundo me felicita el año. Luego me armo
de valor y leo el de Giovanni: «Feliz año,
gatita.» Vuelvo a ver su cara, a oír su voz,
las palabras de aquella noche, llenas de
obscenidades y rabia, y me echo de nuevo
en la cama. Después hundo la cara en la
almohada para ahogar los sollozos que me
asaltan de repente y no logro contener.