Según estudios lo más que puede durar un ser humano sin dormir son setenta y dos horas; a partir de allí, todo el cuerpo empieza a fallar. Estaba segura de no haber podido dormir mucho más tiempo que eso. Con la visita del comisionado, mi problema de insomnio se incrementó, convirtiéndose en mi peor enemigo; cada puesta de sol anunciaba una nueva batalla contra mis demonios y preocupaciones.
Sabía que, en algún punto de la noche mi cuerpo sucumbía al cansancio y eventualmente dormía, pero era allí donde las pesadillas se encargaban de reemplazar mi vigilia.
Esas ocasiones en las que no perdía las horas viendo al techo desgastado, mis sueños me llevaban a divagar por la hacienda, y, si tenía muy mala suerte, terminaba en las calles del Junquito; donde mis preocupaciones, tomaban formas monstruosas y me perseguían en la oscuridad, en medio de la típica niebla que solía engullir el pueblo al salir la luna.
Cada mañana mi cuerpo dolía; tanto por la falta de descanso, como por las luchas que libraba noche tras noche al conciliar el sueño. No me sorprendió la aparición de moretones y algunos rasguños, decorando mi pálida piel; fueron varias las ocasiones que desperté, sujetándome a mí misma con fuerza.
Oficialmente, había llegado al punto donde no sabía qué era peor: dormir o no hacerlo.
—Buen día, Camilita.
La voz de Antonia me tomó por sorpresa esa mañana, inevitablemente mi cuerpo de por sí ya sobre estimulado, dio un brinco al escucharla. Me había levantado temprano y quise escaparme por un rato de su alegría matutina; así que, en vez de ir a la cocina como normalmente haría, salí al porche envuelta de una gruesa cobija, con la esperanza serenarme un poco antes de enfrentarme a ella; sin embargo, allí estaba la mujer: rozagante, muy despierta y, alimentando a mi abuelo con una sonrisa.
—¿Dormiste bien, mija? Anoche escuché mucho ajetreo en el estudio, ¿tenías pesadillas?
Me cubrí un poco más con la cobija, ocultando mis brazos desnudos y maltratados, evidencias de mis noches turbulentas.
—Buenos días, Antonia, abuelo —saludé en un susurró—. Sí, algo así. Tengo problemas para dormir.
Me acerqué a mi abuelo y le di un beso en la frente, pero como de costumbre no se inmutó; toda su atención estaba en el plato de avena que Antonia tenía en las manos.
—¿Quién no los tendría? Con el estrés que tienes encima, me sorprende que siquiera puedas hacerlo.
Un silencio incómodo nos engulló, silencio que solo era interrumpido por los pequeños insectos entre los pastizales y el impacto de la cuchara contra el plato de avena cada vez que Antonia iba a darle otro bocado a mi abuelo.
—¿Y los demás? —pregunté.
—Bajaron al pueblo hace unas horas. Fueron a hacer unas compras y a ver si encontraban los repuestos para la luz de la segunda planta. ¿Necesita que le traigan algo?
Antonia había terminado su tarea y ahora en sus manos tenía el celular. Con naturalidad, bajó de su cabeza los lentes viejos que siempre cargaba como si fueran algún accesorio para el cabello; y, pensándolo bien, muchas más eran las veces que la vi usándolos como diadema, que como lentes.
—No, nada por los momentos, gracias.
Antonia me examinó detenidamente por encima del celular, un largo rato.
—Tal vez, la próxima podría acompañarlos —mencionó al cabo de unos minutos—. Creo que le haría bien ir al pueblo. Encerrarse en cuatro paredes no es bueno, necesita conocer gente, distraerse.
—Si me gustaría.
Me apoyé contra la valla, escondiéndome bajo la manta y jugueteando con mis manos, hasta que la voz de mi abuelo nos llamó la atención; se aclaró la garganta y dijo:
—Josefina no tiene nada que estar haciendo en el pueblo. ¡Ella pertenece aquí!
—Ay, don Evaristo, si ella es una muchacha joven, necesita respirar otros aires de vez en cuando —intervino Antonia con una sonrisa, sin desviar su atención del celular.
—¡Nada de eso! —bramó mi abuelo.
—¿Y se puede saber por qué no puedo salir? —pregunté—. ¿Qué sería lo peor que puede pasar?
Mi abuelo se removió en la silla, refunfuñando cosas incompresibles en medio de su frustración. Antonia me hizo una seña para que le restara importancia, debía estar acostumbrada a ese tipo de episodios. Aquella intervención, me hizo recordar algo que había dejado pasar y que tenía pendiente hablar con ella.
—Antonia, no quiero ser indiscreta, pero ¿puedo hacerte una pregunta?
Toñita —como le decía mi abuelo—, asintió e hizo un movimiento con la mano, invitándome a continuar.
—Hace unos días vi a Francisco salir en la camioneta muy tarde por la noche. ¿A dónde fue?
Antonia apartó la mirada del celular y meditó un poco antes de responder.
—¿Cuándo fue eso, mija? Pancho nunca sale de noche.
—El día que vino el comisionado —aclaré—. Era casi media noche y no podía dormir, así que salí al jardín interior para caminar un poco y lo vi salir por la puerta trasera. Rodeó la casa y se fue en la camioneta.
La señora arrugó el ceño, sus ojos confusos divagaban por el suelo del porche. Al cabo de un rato, dijo:
—Qué raro, tengo el sueño liviano y siento hasta cuándo va al baño por las noches. Que yo recuerde no salió. Pero, le preguntaré, tal vez dejó la camioneta mal estacionada o algo, no lo sé.
Su actitud indiferente me extrañó un poco, aunque decidí dejar el tema allí. Si a su esposa no le preocupaban las andanzas de su marido, ¿por qué a mí sí?
Antonia retomó la atención en el celular y de nuevo, el silencio hizo acto de presencia, no obstante, en esta ocasión no era incómodo. Disfrutamos de la calma de la naturaleza y el frescor de la mañana, mientras admiraba la tranquilidad de la señora; me pareció increíble que al igual que un niño pequeño, Toñita se concentrara tanto en aquel aparato.
Lamentablemente, dicha paz me duró poco, ya que de un momento a otro la mujer explotó mi burbuja con uno de sus comunes alaridos.
—¡Ay, mi madre! —exclamó—. ¡Pero es que esto no tiene perdón de dios! ¡¿A dónde vamos a parar, dios mío?!
—Pero ¿qué sucede, Antonia? —inquirí, de verdad sorprendida por su declaración.
—Mire, mija, ¡mire!
Me entregó el teléfono y en la pantalla había un artículo de un periódico online del municipio, el más amarillista que se podría encontrar.
—Un asesinato, ¿y?
Le resté importancia devolviéndole el celular, los asesinatos no eran noticia nueva en ninguna parte del país. Todos los días podían verse reportajes sobre cómo abatieron a alguien a disparos, cuchilladas, entre otros; la mayoría del tiempo ocurría por robos. En Venezuela incluso un par de zapatos podría ser motivo para matar.
—¡Ay, mija, pero lea! —insistió Antonia, santiguándose tres veces—. ¡Yo sé que todos los días matan a uno, pero nunca he visto nada tan cruel!
Me obligué a complacerla y, me arrepentí casi al mismo tiempo. Efectivamente, no era un homicidio común y corriente lo que había ocurrido; tuve que pasar mis ojos por las líneas una y otra vez para confirmar que lo que allí decía no era un invento de mi agotamiento.
El frío que habitaba en mi pecho se expandió por cada una de mis terminaciones, a medida que repetía párrafo por párrafo, letra por letra.
—D-De verdad, la gente cada día está más loca... —susurré.
Leí una última vez el artículo y para ese punto, el celular ya temblaba en mis manos; no me había equivocado, tampoco mi mente jugaba conmigo. Un collage de imágenes con los esqueletos que mi abuelo guardaba en el desván apareció frente mis ojos; a medida que mi ansiedad amenazaba con hacerme perder la cordura.
El reportaje actual, se entremezcló con los recortes de periódicos del pasado en el instante en el que me di cuenta de que el modus operandi del asesino era casi el mismo que el del Ánima: el asesino sofocó a la víctima hasta la muerte y cortó su hombría; el periodista aseguraba que había más, pero que, según su fuente, los detalles todavía estaban en investigación.
No me hubiera alarmado tanto si el perfil del occiso no se ajustara perfectamente al que Ánima seguía: hombre caucásico, ojos claros y extranjero. Quise creer con gran ahínco, que este suceso tenía que ser solo una coincidencia, debía serlo, es decir, ¡el supuesto Ánima estaba al lado mío en silla de ruedas!
Las autoridades habían tildado el asesinato como un encuentro amoroso que salió mal o un robo, ya que sus pertenencias habían desaparecido.
No obstante, frente a mis ojos yo tenía un panorama completamente distinto, ya no me encontraba en el porche y Antonia había desaparecido; estaba sola, con mi abuelo en todas sus facultades, sosteniendo los orbes de la víctima en su mano izquierda y su virilidad en la derecha.
Ahogué un grito y volví al mundo real, mi abuelo cayó en su silla y su ser, volvió a perderse en su interior.
Le devolví el celular a Antonia —o más bien, casi se lo arrojé—, la señora no paraba de persignarse y expresar cuánto miedo le daba que un asesino de esa calaña estuviera suelto.
Y debo admitir que irremediablemente imité su gesto, mientras veía de reojo a mi abuelo. «Solo es una coincidencia, eso es» recé en mi interior para que lo fuera.
Esa misma noche ya no me sorprendía no poder conciliar el sueño, ya estaba acostumbrada a ello; agotada de mirar al techo, abandoné la incómoda colchoneta del estudio y salí al porche. Simón, tenía mucha razón al decir que la puerta principal hacía mucho ruido a esas horas.
Mi estado de ánimo era tal, que poco me importó si desperté a alguien; me senté en los escalones de piedra y apoyé mi espalda en la helada viga de madera más cercana. Para esas horas, el frescor se convertía en frío y calaba los huesos, pero, aun así, permanecí allí; esperaba que a lo mejor el frío pudiera espabilar la oscuridad que consumía mi alma, tal vez, despejaría mi mente y me daría alguna idea sobre qué debía hacer para no terminar viviendo bajo un puente junto a mi abuelo; quizás, con muchísima suerte también podría hacerme olvidar que había un asesino suelto, que casualmente imitaba al Ánima del Junquito.
Pero, por supuesto, todo mi ser sabía que el frío no podía ser tan benevolente ni, mucho menos, milagroso.
Era consciente de que para salir del agujero dónde había caído debía concentrarme en ocuparme, más que en preocuparme, pero ¿qué hacer cuando ya has tomado toda acción posible y las preocupaciones no dejan de atosigarte?
Desde que el comisionado apareció, me enfoqué en hacer llamadas. Mi prioridad fue el posible comprador, quien al contactarlo prometió ir a la hacienda lo más pronto que pudiera. Luego me concentré en hablar con todos los abogados que conocía; todos me habían dicho lo mismo, la única manera de evitar la expropiación era mediante la corrupción.
El comisionado me había intentado ofrecer un arreglo, ya fuera monetario o, sexual, arreglo era arreglo; y Simón, lo había arruinado antes de que siquiera el hombre hubiera podido explicarse.
Aunque pensándolo bien, no podía molestarme con él.
La verdad era que hubiera sido incapaz de acostarme con ese asqueroso hombre solo para mantener la hacienda y, ¿pagarle? Dinero era lo que más necesitaba en ese momento, no tenía manera de llegar a un acuerdo sin un bolívar o dólar en mi cartera.
—¿Camila?
Simón apareció entre la oscuridad y la maleza, en sus manos cargaba una cerveza y un cigarrillo recién encendido. Sus ojos me estudiaron por un segundo, como si tratara enfocar bien mi rostro o si no me reconociera. Me pareció un poco curioso, pero antes de que pudiera decirle algo, agregó:
—¿Qué haces a estas horas aquí afuera? Debes estar congelándote. —Sin esperar a que respondiera, tomó una cobija de mi abuelo que habíamos dejado en la valla del porche y me la colocó sobre los hombros.
—Gracias, no podía dormir, ¿y tú?
Salí del letargo en que me encontraba y me di cuenta del detalle que había pasado por alto: Simón no dormía dentro de la casa. Siempre lo veía entrar con los primeros rayos de sol por la puerta trasera y por las tardes, llegaba un momento en que simplemente desaparecía.
—Tampoco podía dormir, salí a dar una vuelta.
Se sentó a mi lado y me ofreció la cerveza. Al no aceptar la bebida, debió percatarse de la pregunta en mis ojos porque enseguida añadió:
—Duermo en el granero, mi viejo y yo construimos una segunda planta. Es pequeña, pero excelente para una acogedora habitación, lo único que no tiene es baño.
—Ya. —Tomé la cerveza y le di un largo sorbo.
—¿Estás bien?
—Lo estaré.
—Lo siento, empeoré la situación con el comisionado —dijo avergonzado—. Suelo ser un poco impulsivo a veces, no debí...
—Ya, no importa. Así no le hubieras partido el labio, no había nada que pudiéramos hacer.
Volvió a ofrecerme la cerveza y de nuevo bebí. Él se concentró en su cigarro, manteniendo la vista en la oscuridad frente a nosotros; a pesar de que ya habían pasado dos días de aquello, y que estaba segura de que no le guardaba rencor a Simón por sus actos, de alguna manera necesitaba que habláramos de ello y por lo que veía, él también.
Si bien antes del comisionado hablábamos poco, después de él, nuestra relación se había vuelto mucho más fría y distante.
—¿Qué harán cuando tengamos que dejar la hacienda? —pregunté, ese era otro tema que me carcomía por las noches.
—Tengo unos cuantos dólares ahorrados, esperaba que con la venta de la hacienda pudieras pagarles algo de lo que les debes a mis viejos, pero por cómo van las cosas, creo que tendremos que conformarnos con lo que tenemos.
—Ay, Simón, yo...
—¡No te preocupes, de verdad! —Me interrumpió—. Ni mis viejos ni yo tenemos intenciones de cobrarte nada, ellos son felices trabajando para don Evaristo y yo también estoy muy agradecido por la vida que nos dio. Lo que en realidad me preocupa es, ¿qué harán ustedes?
Miré al suelo fijamente, con una sonrisa lastimera en mi rostro y el vacío en mi pecho cada vez más grande.
—¿Sinceramente? No lo sé.
—¿Hay algo que pueda hacer para ayudarte? Lo que sea, siento que estoy en deuda contigo y con tu familia, Camila.
Lo pensé por un momento con aquellos profundos y lindos ojos café, acariciando cada milímetro de mi tez.
—¿Puedes desaparecer al odioso comisionado?
—Solo si tú me ayudas a esconder el cuerpo.
Le di un empujón con el hombro, por primera vez en mucho tiempo una sonrisa sincera despertó en mi rostro.
—Ya, hablo en serio, Camila —dijo en medio de otra calada al cigarro—. Los dólares que tengo guardados no son muchos, pero quizás pueda conseguir una casa pequeña o alguna en renta por un tiempo. Lo que pueda hacer por ti y tu abuelo, no dudes en decírmelo, ¿sí?
Tomó mi mentón, buscando mis ojos con los suyos; fue inevitable sonrojarme, tampoco fui capaz de controlar mi errática respiración, estábamos peligrosamente cerca.
Simón era bajo de estatura comparado con el promedio, un hombre de campo que en ocasiones solía ser tosco e impulsivo y, también, era acreedor de unos cuantos vellos faciales a los que se atrevía llamar barba, pero que, en realidad, solo causaban gracia. Sin embargo, su presencia y confianza iban más allá de todo eso.
Con solo una mirada, un movimiento de sus cejas pobladas o esa curiosa manera en que se relamía los labios, conseguía a despertar las mariposas que creía muertas en mi vientre.
Irremediablemente sucumbí ante la espesa atmosfera que Simón se encargó de crear y nuestros labios, se unieron como si hubieran nacido solo para ello. La suavidad y delicadeza con la que irrumpió su lengua en mi boca; aunada al característico sabor de la nicotina que se entremezclaba con su peculiar esencia, era un gusto tan adictivo que despertaba curiosos cosquilleos en todo mi cuerpo.
Cohibida ante la abrumadora sensación, solo pude imaginarme tomando su rostro tal cual él comenzaba a tomar el mío. Deseaba atraerlo más a mí, sentir su calor, empapar mi cuerpo y derretir el hielo que había construido en mi pecho, pero no, no podía permitírmelo.
—S-Simón, detente —jadeé—. N-No puedo.
No supe donde encontré la fuerza para decir aquella oración, cuando mi cuerpo gritaba exactamente lo contrario.
—Pero quieres...
Aparté mis labios de los suyos y con las dos manos, tomé su rostro.
—Si quiero, pero no puedo —murmuré—. Es muy pronto.
—Camila...
—No lo entiendes, tal vez sonará cliché, pero no eres tú, soy yo. No quiero estar con nadie hasta que no esté segura de que no lo hago por las razones incorrectas. Tengo muchos problemas, y, además, me divorcié recientemente. —Contuve la respiración, sorprendida por ser capaz de decirlo finalmente en voz alta.
—Lo sé.
Solté su rostro al escuchar su confesión.
—Tu madre le dijo a mi vieja unos días antes del accidente —agregó.
—¿También sabes la razón? —Por más que intenté que mi molestia no dominara mi tono de voz, fallé estrepitosamente.
—No me dijo los detalles, solo que volviste al país porque te habías divorciado. No es necesario que me digas si no quieres, es tu vida y lo respeto.
—Gracias, no es un tema del que me gustaría hablar, no aún.
—No te preocupes, entiendo —dijo con una sonrisa.
Con cariño, tomó mis frías manos y las calentó con las suyas; luego, depositó en ellas un delicado beso que debilitó un poco más mis defensas.
—Cuando quieras hablar de eso o de lo que sea que esté atormentándote, estaré aquí para escucharte —añadió—. Mientras, ¿te apetece otra cerveza?
Aquello fue el preludio de una gran noche. Hablamos por horas y bebimos todas las cervezas que Simón tenía de reserva; después de mucho tiempo me sentí yo misma, o al menos, en camino de volver a serlo.
En mi pecho, pude sentir el nacimiento de una flama, que, aunque fuera pequeña, sabía que poco a poco podría derretir todo el hielo que había creado en mi interior.
Esa madrugada, pude conciliar el sueño fácilmente. Sin embargo, mis pesadillas tomaron otro rumbo; los demonios que me perseguían ya no lo hacían, ahora era yo quien corría tras ellos y para mi sorpresa, esos animales monstruosos obtuvieron forma humana.
Y, al arrinconarlos en un callejón sin salida, todos ellos tenían el rostro de mi abuelo.
N/A: Aquí comienza lo bueno, ¡¡¡iniciamos con los asesinatos!!!
¿Cómo reaccionarías si estuvieras en el lugar de Camila?
¡Recuerda, tus votos y comentarios son mi gasolina!
Editado 26/07/2024