El coche para Brighton estaba programado para partir a las diez y media. Amelie se quedó en la sala de espera, sin cuidarse de las: miradas de los hombres. Su expresión era tan prohibitiva que la dejaron sola. Aceptó una taza de té de la esposa del posadero y se trasladó a una pequeña mesa en la esquina del comedor.
Le llevó sólo media hora tomar conciencia de todas las consecuencias de su locura.
— Oh, Dios, ¿he perdido la cabeza?
Una mujer mayor, con su valija apretada contra el pecho, le dirigió la palabra:
— Eh, tú, querida, ¿tienes algún problema?
Amelie sacudió la cabeza automáticamente. Había sido una estúpida, una imprudente... Tomó su valija y se apuró a salir de la posada. El patio estaba bien iluminado pero no pudo ver coches en las cercanías. Salió corriendo del patio hacia la esquina. Y allí se encontró con el asqueroso Arnold.
Jared frunció el entrecejo ante su plato casi sin tocar. No tenía hambre. Quería ver a Amelie. Se preguntaba si estaba enferma de verdad o sólo trataba de evitarlo. Maldijo a las habichuelas.
— ¿Señor?
— Nada, Duckett.
— Señor, la señora Allgood me informó que Betty le contó a su vez que la señora Padalecki se estuvo comportando de un modo extraño. Es obvio que su dolor de cabeza influyó y...
Jared corrió su plato a un costado e hizo una seña para que Duckett se callara.
— No importa. La señora Padalecki puede hacer lo que se le antoja. En lo que respecta a mi falta de apetito, dile a Cuthbert que estoy ayunando o algo por el estilo —retiró la servilleta de su regazo y se puso de pie—. Estaré en la biblioteca.
Maldito Duckett y su impertinencia, Jared pensaba mientras caminaba por el mármol blanco del vestíbulo. Escuchó lo que parecía un crujido y levantó la vista para ver a Betty que se aferraba al pasamanos de la escalera y se afanaba en bajar, con el gorro sobre la cara.
— ¿Qué diablos pasa?
— ¡Mi señor! ¡Dios mío, Dios mío! —trató de mantener la paciencia.
— ¿Qué sucede, Betty?
— Es Laura Beth, mi señor. ¡Está muy mal!
— ¿Por qué?
— ¡La señora Padalecki, mi señor! ¡Se fue!
Jared se quedó helado.
— ¿Adónde? —escuchó que preguntaba y se maravilló de lo calmado que parecía.
— ¡No lo sé! —Betty gritó con todos sus pulmones— ¡Se fue!
— Muy bien —dijo—. Iré a ver a la niña.
No tenía sentido, se dijo una y otra vez. Betty estaba equivocada. Probablemente Amelie estaba arropando a Sam y Dean. O les estaba leyendo una historia. Ella estaba... no, estaba enferma. Se apresuró por el pasillo hacia el cuarto y empujó la puerta.
Un candelabro estaba encendido. Laura Beth estaba sentada en el medio de la cama, con Catherine contra su pecho su pelo trenzado caía sobre sus hombros, su pequeño rostro estaba enrojecido por el llanto.
— ¡Primo Jared! —atinó a decir entre sollozos mientras se ponía de rodillas en la cama.
— ¿Qué es lo que sucede, chiquitina?
Czarina Catherine cayó sobre el cubrecamas de inmediato Laura Beth levantó sus delgados bracitos y Jared, sin pensarlo, abrazó a la niña contra su pecho. Laura Beth le rodeó el cuello con los brazos y la cintura con sus piernas y él sintió que presionaba su mejilla mojada contra la de él.
— Todo va a estar bien, chiquitina. Te juro que todo va a estar bien. No llores más; me hace temblar las rodillas.
La niña echó a reír y terminó en un hipo. Jared la llevó a silla que estaba delante del fuego que se quemaba perezosamente en la chimenea. Se sentó, abrazándola con fuerza y meciéndola, sin darse mucha cuenta de qué estaba haciendo, actuando por instinto.
— Ahora, dime, ¿qué es esto de que tu mamá no está aquí? —debía parecer calmo, no debía alarmar a la niña.
— Se fue —Laura Beth comenzó a sollozar y se apretó más contra el pecho de Jared.
— Yo la encontraré —dijo Jared con confianza, y tenía confianza. Amelie aparecería en el umbral de la puerta en cualquier momento. Ella se avergonzaría de que él estuviera aquí en su cuarto, abrazado a su hija, pero ella...
— Fue por esa espantosa mujer —agregó Laura Beth.
— ¿Qué? ¿Qué dijiste, chiquitina?
— Mamá nos llevó al parque a cabalgar esta mañana. Todo era lindo hasta que esa horrible mujer y un hombre en un enorme caballo blanco nos detuvieron. Yo quise arrojarla al Tesis. Ella fue muy ruda y maleducada y nos insultó y mamá se quedó muy mal.
— ¿Qué insultos? ¿Qué le dijo la mujer a tu mamá?
Su corazón latía agitado. Tenía miedo de escuchar lo que iba a salir de boca de la niña. Sabía, sabía lo que sería.
— Dijo que mamá era una prostituta y... que yo, Sam y Dean éramos unos bastardos y dijo que tú eras un buen hombre pero que la gente te mandaría al orsta... a la orquesta...
— ¿Al ostracismo?
Laura Beth asintió y su pulgar encontró el camino de regreso a su boca. Quería insultar hasta que la casa se viniera abajo, pero no podía, no con una niña de cuatro años en los brazos. Así que Amelie, en un gesto de martirio, había huido de la escena, una reverenda estupidez.
¡Maldita sea por ser tan sensible! ¿No se daba cuenta de que él podía cuidarse solo y podía cuidar a ella y a los niños también?
— Laura Beth, ahora vamos a ir a ver a Dean y a Sam. Apuesto a que tu mamá les dejó una carta.
— ¿Por qué a mí no?
— Porque no sabes leer, esa es la razón. Ven conmigo ahora. La pequeña era como un mono trepador, pero Jared no se daba cuenta. Le dijo que se mantuviera lo más callada posible y juntos entraron en puntas de pie a la habitación de Sam y Dean. En seguida descubrió un sobre contra la jarra de agua que estaba sobre la cómoda. Bajó con la niña a la biblioteca. La sostuvo en sus brazos aun mientras abría el sobre y leía la carta de Amelie a sus niños.
Era lo que había esperado. Lo conmovió y a la vez le hizo desear quebrarle el cuello. Mis muy queridos hijos:
''Su primo Jared es ahora su tutor legal. Ustedes lo quieren, lo sé, y él los quiere a ustedes. Traten de portarse bien y no lo hagan enfadar. Me voy por un tiempo hasta que los horribles rumores cesen. Por favor, traten de entenderme. No es justo que me quede cuando su primo es tratado de un modo tan terrible por todos sus amigos. Por favor, perdónenme y traten de comprenderme. Los amo y quiero que estén seguros y felices. Cuiden a Laura Beth. Les escribiré pronto. Con todo mi amor. Mamá.''
Jared hizo un bollo con la hoja. Laura Beth estaba dormida, desparramada sobre él como una manta. La besó ligeramente en la sien, luego subió las escaleras y la depositó en la cama. Sus movimientos eran decididos y calmos, aunque estaba aterrorizado de que algo terrible le hubiera ocurrido a Amelie. Era una mujer hermosa y estaba sola. En Londres. ¡Qué mujer tan estúpida! La quería golpear con todas sus fuerzas. Al menos los niños no tendrían que leer esa carta. Se preguntaba dónde habría dejado una carta para él. Sabía que le había escrito, sin duda las mismas tonterías pero en términos muy diferentes.
Estaba a punto de llamar a Duckett para enviar a los sirvientes a las distintas posadas de Londres. Se detuvo, sus dedos estaban a pocos centímetros de la campana. No, él sabía dónde estaba Amelie. Sin duda había huido a la única posada que conocía. Se dio cuenta de que estaba arriesgándose con esta suposición, pero tenía la suficiente certeza como para seguir su intuición. Jared se puso su capa y sus guantes.
— La señora Padalecki es una idiota —dijo a Duckett—. Voy a buscarla. No le digas nada a nadie.
— Por supuesto que no, señor.
— ¡Arnold! ¿Qué está haciendo aquí? —Amelie no tenía miedo, pero estaba asombrada de verlo. — Hola, Amelie.
— Buenas noches, Arnold. Le repito, ¿qué está haciendo aquí? ¿Se está preparando para volver a casa? —dio la vuelta para regresar a la posada y, al hacerlo, se alejó de él con un aire casual y estiró su capa.
— Te ves hermosa —soltó abruptamente. Amelie se quedó inmóvil.
— ¿Cómo está Gertrude, Arnold? —preguntó con calma, tratando de mantener la serenidad. Arnold no respondió, sólo la miró, como un beduino hambriento a una oveja solitaria— ¿No le ha escrito a Gertrude? ¿Cuánto hace que salió de Yorkshire?
— Te seguí, Amelie. Te deseo. Por favor, te daré todo lo que quieras, pero debes venir conmigo. Iremos a Francia, a Italia, adonde quieras, sólo...
— Basta, Arnold. Cállese.
— Tenía que pensar. Dios, qué situación ridícula.
— Te deshiciste de los niños, gracias a Dios. Lo hiciste por nosotros, ¿no es cierto, Amelie? Hiciste que el vizconde se convirtiera en su tutor legal así podríamos estar solos.
— Arnold —dijo, furiosa— no tiene ni idea de lo que está diciendo. El vizconde se convirtió en el tutor de los niños por dos razones. La primera, era su obligación; la segunda, vio que de ese modo usted no podía coaccionarnos... coaccionarme para que volviera a Yorkshire a soportar el desprecio de Gertrude y sus acechos.
— Amelie, ¡no! No te acecharé, de verdad que no lo haré. ¡Te amo!
Amelie vio su palidez, las pupilas dilatadas, escuchó el temblor de su voz. Ay, Dios, ¿qué había sucedido con el asqueroso Arnold?
— Escúcheme —dijo cerrándose la capa con sus dedos—. Entremos en la posada y bebamos una taza de té. ¿Eso le gustaría, Arnold? No se ve muy bien.
No estaba bien... parecía un hombre con una misión fanática. ¿Era ella su misión? Amelie sintió un escalofrío. No pudo evitarlo.
— ¿Quieres que te toque, no es cierto, Amelie? Vi que estás temblando de deseo. Quieres que mis dedos y mi boca te toquen. Oh, Dios, Amelie, vayámonos ahora mismo. Podemos estar en Dover mañana por la mañana y...
— ¡No! ¡Es suficiente! —Amelie dio un salto para alejarse de él giró para correr hacia la posada.
En el minuto siguiente, Arnold la tomó del brazo y la hizo retroceder, acercándola a su pecho. La muchacha sintió su aliento caliente sobre la mejilla. Sintió que la mano le tapaba la boca, sintió que su otro brazo le rodeaba la cintura.
¡Era una locura! ¿Dónde estaba todo el mundo? Estaba oscuro, las nubes ocultaban la luna creciente. Podía escuchar hombres y mujeres riendo, hablando en la posada, a no más de diez metros de distancia. Se decía que no fuera absurda. Era Arnold. Sólo el horrible Arnold. Podía manejarlo, estaba segura.
¿Del mismo modo que había manejado en Damson Farm? La estaba arrastrando lejos de la posada. Le dio un codazo en el estómago. Arnold gruñó pero la sujetó con más fuerza.
Comenzó a luchar con todas sus fuerzas y sabía que sus golpes estaban bien dirigidos y le causaban dolor. Sin embargo, no la soltaba, como un perro a su hueso. Trató de morderle la mano, pero los dientes sólo pudieron rozar la palma. ¡Era ridículo! La arrastró detrás de los establos, hacia una callejuela oliente.
— No mucho más lejos —le escuchó gemir cerca de su oído—. Tengo una habitación para nosotros cerca de aquí. Estaremos los, Amelie, por fin solos, y ya verás, me desearás.
Amelie cerró los ojos por un instante, luego supo que tenía que calmarse. Tenía que pensar, que superar a Arnold con su inteligencia. Sin duda esto no estaba más allá de su capacidad, sin duda ella no carecía de sentido. Escuchó la voz de otro hombre y le hundió el corazón.
— ¿La agarró, eh, señor Smith?
— Sí, Boggs. Ya no te necesito más, muchacho. Espera momento y te pagaré lo que te prometí.
— Dios, ¡qué linda pieza es! —Boggs se maravilló—. Mire cabello, suave como la piel de un gatito, y la cara blanca y suave señor, más linda que cuando la vi en el PanDeann Bazaar, y yo quiero...
Esas fueron las últimas palabras del señor Boggs. Amelie observó sin palabras cómo el hombre caía después de un salto silencioso a un metro de ellos.
¡Jared! Estaba de pie en las sombras, frotándose los nudillos enguantados de su mano derecha.
— Sugiero, señor Damson, que la libere de inmediato. Parecía divertido. ¿En verdad, pensó Amelie, no se daba cuenta que esto era un poco serio, al menos, que el asqueroso Arnold la estaba secuestrando?
— No —gritó Arnold—. ¡Ella es mía, maldición! Mía y la poseeré, ¿me entiende?
— Está gritando tanto que hará caer a toda la calle Bow sobre usted. Por supuesto que puedo escucharlo. Sin embargo, usted no la poseerá. Déjela ir.
Arnold la aferró más a medida que se apartaba de Jared. Amelie le dio otro codazo, esta vez más abajo, en el vientre. Gimió pero la sostuvo con firmeza como si fuera la única tabla en medio del océano.
— Me aburre, Arnold —dijo Jared— y sin duda está molestando a la señora.
En el siguiente instante Amelie estaba libre, y caía sobre sus manos y sus rodillas en el piso sucio. Con estupor, vio cómo Jared levantó a Arnold del cuello de su camisa. Lo sacudió como a una rata y le habló despacio para que le entendiera.
— Irá a su casa, Arnold, o le pondré una bala en el brazo. ¿Me entiende?
— ¡No! Quiero...
Jared lo aplastó contra la pared de un edificio.
— Escúcheme, miserable gusano. No quiero que la vuelva a molestar, nunca. Usted vuelve por aquí, me obliga a ver su horrible cara sólo una vez más y no le pondré una bala en el brazo, sino en su pequeño corazón. ¡Vuelva a su casa con su mujer!
Jared lo soltó a Arnold que se deslizó por la pared hasta el piso. No se movió. No era tan estúpido cuando le explicaban bien las cosas. Jared se dio vuelta.
— Amelie, ¿está usted bien?
Amelie estaba todavía apoyada en sus manos y sus rodillas, mirándolo a los ojos.
— ¿Cómo me encontró? —él se encogió de hombros.
— Usted no es muy creativa cuando se trata de escapar. Tuve la sensación de que regresaría a la posada donde se alojó cuando llegó a Londres. Y así fue. Permítame que la ayude —le ofreció una mano y ella la aceptó. Se tambaleó un poco al ponerse de pie, pero Jared no hizo nada para ayudarla. Cuando estuvo firme de nuevo, la tomó del brazo y la arrastró lejos de la callejuela—. Sólo quiero decirle lo que tengo que decirle sin temor a ser interrumpido por esos dos malvivientes.
Ella no pronunció palabra hasta que llegaron al coche que los esperaba al otro lado de la posada.
— Mi valija —dijo, Jared no se detuvo. La miró con frialdad.
— Olvídela.
Abrió la puerta y le dio una mano para ayudarla a subir. Dio un paso hacia atrás y dijo al conductor:
— Quiero que dé algunas vueltas. Yo le diré cuándo detenerse.
— Sí, su señoría —respondió el conductor y puso el coche en movimiento.