- 20 minutos para el primer muerto -
IZAN
Usansolo, 18 de julio de 2022
Estoy por llamar a la policía ahora mismo. Es por ello que saco el teléfono y mis dedos temblorosos marcan el número de emergencias. Voy a ponerle punto y final a este asunto de una maldita vez, cuando Rosa me quita el móvil de un zarpazo.
—¿Estás tonto?
—No. Soy el único cuerda. ¿Acaso no eres consciente de lo que podría pasarle a Elena?
Intento recuperar el teléfono pero me lo impide.
—Izan, si te precipitas se irán todos a la mierda. Incluído tu novio —me recuerda.
—¡No podemos dejar a Elena sola!
—¡Lo sé! Por eso iremos en su busca —propone.
—Ah, no. Ni de coña. No voy a volver a entrar ahí.
—¿Prefieres que los malos la atrapen?
De esta cuestión, resalto lo importante:
—O sea, admites que hay malos.
—¡No sé qué es lo que pasa! —explota—. Pero si te pones en contacto con la pasma, ya no habrá vuelta atrás. Esta movida podría salpicarnos. Sobre todo a Elena, porque le guste o no, Lourdes es parte de su familia.
Lo medito, resoplo ofuscado y ella me devuelve el móvil.
—Haz lo que quieras. Bajo tu responsabilidad.
En la pantalla aún aparece el 112. Solo tendría que pulsar el botón verde, informar acerca de los cuadros robados, y el palacio se llenaría de agentes. Algo que no va a suceder, porque me decanto por la alternativa suicida.
—Venga, pues nada. —Lo bloqueo con resignación—. Rescatemos a nuestra finolis.
—Así se habla.
Rosa pretendía romper el cristal, algo a lo que me he negado rotundamente. Tan solo serviría para delatarnos. Es preferible rodear el edificio hasta dar con alguna otra entrada, como lo es la cristalera sin cerrar que descubrimos al girar ante la primera esquina.
La temperatura es tan buena que no es de extrañar que quieran airear parte de la casa. La única pega es que hay tantos insectos que tienen una mosquitera instalada y por más que lo intentemos, desde fuera no logramos desencajarla.
—Es de las buenas. ¿Qué hacemos?
Rosa se quita uno de sus pendientes de aro y con la afilada parte del pasador, rasga la tela en vertical.
—Chica de recursos —alardea.
Llegamos al interior, concretamente, a un lujoso salón. Las paredes están revestidas con mármol y el suelo por el que gateamos es de madera noble. Nos resguardamos tras un extenso sofá, bajo una alargada mesa del comedor y pronto conocemos otra perspectiva del pasillo en el que hemos estado minutos atrás.
—Elena debe de andar por aquí —calcula Rosa.
—O ha bajado al sótano.
Mi acompañante suspira, hace una seña afirmativa y se lanza en dirección al despacho con el baúl. Corre sigilosa, yo voy tras ella y cuando estamos a dos puertas de nuestro destino, la manilla de una cuarta gira y nos detiene en seco. Estamos muy lejos del salón, así que toca confiar en el azar para que la estancia que allanemos esté vacía.
—¡Aquí! —Rosa me empuja hacia la más próxima.
Nos metemos a la vez y nos encerramos en ella. Gracias a los móviles vemos que estamos en un dormitorio con paredes grises, grandes cortinas de terciopelo oscuro y una lámpara de cristales suspendida del techo, sobre una cama deshecha y sin nadie en ella. Lo que significa que esta persona regresará enseguida.
—Escondámonos —insto a Rosa.
Apagamos las luces de los teléfonos y nos arrastramos bajo el canapé, entre pelusas. Mis ojos son incapaces de ver nada aquí abajo, hasta que oigo cómo se acciona un interruptor...
Todo queda iluminado, a excepción de nuestro reducido espacio en las sombras, donde nos ocultamos de quien acaba de entrar.
Trato de mantener la calma, tengo el pulso tan revolucionado que me da la sensación de que las palpitaciones hacen vibrar al parqué, por el cual se desplazan unas viejas zapatillas de casa. También contemplo el final de una bata roja, tan larga que por poco no roza la madera.
Se me forma un nudo en la garganta, trago saliva y Rosa me da la mano. La aprieta con fuerza, tratando de tranquilizarme o de canalizar su propia histeria.
Sin embargo, el nerviosismo nos da una tregua al percatarnos de que el señor no se dispone a dormir, sino que se pierde tras una puerta frente a los pies de la cama. Es un baño.
—Ahora o nunca —me susurra Rosa.
Reptamos hacia el pasillo, nos ponemos en pie para salir corriendo y, cuando Rosa ya está fuera del cuarto, echo un último vistazo. Habría sido cosa de segundos de no haber descubierto las gafas marrones, junto a un retrato, en la mesilla que queda al otro lado de la cama.
—Izan, ni se te ocurra —me lee la mente.
Debería ceñirme al plan, escapar de aquí y dar con Elena. No complicar aún más las cosas. Pero sé que en esa foto están las respuestas a muchas de nuestras cuestiones. Como por ejemplo, si el tipo de la bata es Gabriel o un mero farsante.
—Es nuestra oportunidad, Ross.
—¡No! —chista cuando le doy la espalda—. ¡Izan! ¡Nos van a pillar!
No me molesto en dar explicaciones porque ya estoy donde quería.
Agarro el retrato, lo examino y no me lleva demasiado tiempo resolver la principal incógnita.
—Joder...
Tengo que robar la foto como prueba.
Cargo con ella, pongo rumbo a la salida y, en el instante en el que voy a cruzar por delante del baño, el hombre sale. Se para frente a mí, con los ojos abiertos como platos. El cuadro se me cae del susto y el cristal se hace pedazos.
No es lo único que parece romperse. El anciano se ha llevado una mano al pecho, coge unas cuantas bocanadas de aire y se desploma en el umbral del servicio, con medio cuerpo sobre la madera y la otra mitad sobre frías baldosas.
—Oh, no, no. —Intento auxiliarlo—. ¡Rosa, ayúdame!
Viene a mi lado y ambos somos testigos de cómo el hombre se muere.
—No me jodas. ¡Socorro! —grita mi amiga.
Demasiado tarde.
El anciano aleja su mano del pecho, y la echa a un lado.
Sus extremidades quedan inertes, al igual que su rostro.
No me lo puedo creer...
Lo he matado.
*****
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