Kathleen Delacroix.
Un nudo frío me atenazaba el estómago. Era el día, el día que había estado planeando durante meses, el día que determinaría el destino de tantas vidas, incluyendo la mía. Ser la carnada del mafioso más peligroso del siglo no era precisamente la definición de un buen día en la oficina, pero si un buen día en mi carrera y en las vidas de muchos.
Recogí las llaves de mi auto del pequeño recibidor, su frialdad metálica contrastando con el sudor que empezaba a humedecer mis manos. Antes de cerrar la puerta, me permití una última mirada a mi apartamento, al desorden familiar, a la luz cálida filtrándose por las ventanas. Un suspiro se escapó de mis labios, una despedida silenciosa a la normalidad que quizás nunca volvería a tener.
La camioneta rugió al encenderse, el sonido familiar extrañamente reconfortante en ese momento. Conduje en automático, las calles de la ciudad pasando como una película borrosa.
La semana anterior.
Vincent deslizó una carpeta sobre la mesa, su rostro sombrío bajo la luz tenue de su oficina.
-Alessia Petrova, Giulia Lombardi, Katerina Mykháylova, Ann Dubois... la lista sigue-, dijo con un suspiro cansado. -Rusa, italiana, rusa y francesa... todas con historias que te helarían la sangre por lo repentina que fue su desaparición.-
Un escalofrío recorrió mi espalda. Había visto las fotos, leído los informes que Vincent me había enviado, pero escucharlo hablar con tanta familiaridad de aquellas mujeres, reducidas a nombres y nacionalidades, me llenaba de una tristeza profunda.
-De acuerdo con todos esos informes,- dijo con voz tranquila pero visiblemente enojada, -en el tráfico humano mientras más difícil de secuestrar y más atractiva la persona capturada, mayor es su precio-.
-Es... repugnante-. Dije.
Vincent asintió, su mirada fija en un punto indefinido en la pared. -Y por eso es que detendremos todo esto, Kathleen-, dijo con una determinación feroz en los ojos. -Quizá no podamos hacerlo desaparecer del mundo, pero al menos podemos ayudar en esta parte. Podemos ser la pesadilla de estos hijos de puta-.
De regreso al futuro.
Parqueé la camioneta en una esquina sombría, la oscuridad del callejón ante mí pareciendo tragarse la poca luz que se atrevía a entrar. El motor, al apagarse, sonó ensordecedor en el silencio repentino. Mi corazón latía a un ritmo frenético contra mis costillas, un tambor de guerra anunciando el peligro que se avecinaba. No había vuelta atrás.
Con cada paso que me adentraba en el callejón, la oscuridad parecía hacerse más espesa, el aire más denso. La boca se me secó, pero la determinación me impulsaba hacia adelante. Sabía que me observaban, que cada uno de mis movimientos era escudriñado desde las sombras. Y entonces, lo sentí: un escalofrío recorrió mi espalda, la certeza instintiva de que no estaba sola. El plan estaba en marcha.
Un sonido sordo, el ronroneo apenas perceptible de un motor, me puso en alerta máxima. Una camioneta. Se acercaba lentamente, acechándome como un depredador a su presa. La adrenalina inundó mis venas, helada y electrizante. En ese instante, mis piernas parecieron cobrar vida propia, impulsándome a correr a ciegas por el laberinto de contenedores de basura y paredes desconchadas.
Pero la huida fue corta ya que un brazo fuerte me rodeó la cintura, aprisionándome con una fuerza implacable. Un grito quedó atrapado en mi garganta cuando una mano enguantada me cubrió la nariz y la boca con un pañuelo impregnado en un olor químico dulzón. El cloroformo. La oscuridad me envolvió por completo.
Parte A del plan, completada. Pero a qué costo.
(***)
Desperté en la penumbra, con el frío calándome hasta los huesos y un dolor punzante recorriendo cada centímetro de mi cuerpo. La escasa luz que se filtraba por algún rincón del sótano subterráneo me permitió distinguir a mi alrededor figuras difusas moviéndose inquietantemente. No estaba sola.
Un sollozo cercano rompió el silencio opresivo, seguido de susurros y murmullos entre las sombras. Me puse en pie torpemente en aquel espacio reducido y descubrí la presencia de al menos una decena de chicas más allí conmigo.
-¡Hey tú! -una voz desconocida me llamó desde atrás, sacándome momentáneamente de mi aturdimiento- ¡Sí, tú! ¿Eres nueva?
-Ehhh... Sí -respondí, algo titubeante ante aquella repentina interacción.
La joven que había hablado dio unos pasos hacia adelante revelando parte de su rostro iluminado débilmente por alguna fuente lumínica desconocida.
Extendiendo amablemente una mano hacia mi y dijo:
-Ya lo sabía; solo quería asegurarme si decías la verdad, vi cuando llegaron contigo en brazos y te tiraron como un saco de papas. Soy Juliette.
El gesto cordial y el retorcido humor contrastaba drásticamente con el entorno lúgubre e inclemente donde se encontraban cautivas todas ellas.
Confundida pero intrigada por esa muestra tan poco común dadas las circunstancias adversas compartidas, no pude evitar preguntar directamente:
-¿Cuánto tiempo llevas aquí? -inquirí sin rodeos buscando respuestas clarificadoras dentro del caótico laberinto emocional que comenzaba a desplegarse frente a mi.
Juliette dejó escapar un suspiro cargado antes responder:
-Ya he perdido cuenta... El último número al cual llegué fue quince; creo haber estado aproximadamente un año bajo tierra... sinceramente ya no sé decir exactamente cuánto...
Antes incluso poder formular otra pregunta para intentar comprender mejor cómo alguien podía mantenerse sereno o aparentarlo después tanto tiempo sumergidos en ese infierno terrenal ocultados tras muros infranqueables construidos sobre traumas imposibles lanzé finalmente el cuestionamiento crucial:
-Cómo puedes estar tan tranquila?-
-Tranquila?- Juliette soltó una pequeña risa seca, sin humor. -Cariño, si supieras...-. Se interrumpió, mordiéndose el labio inferior por un segundo antes de continuar. -Digamos que aprendes a sobrevivir como puedes. Aquí abajo, el miedo y la desesperación no te llevan a ningún lado. Solo te consumen más rápido-.
Sus palabras, dichas con una calma escalofriante, enviaron un nuevo escalofrío por mi columna vertebral, Juliette no estaba fingiendo. No era una máscara. Había algo más, algo profundo y perturbador en su mirada que hablaba de una resignación terrible, de una aceptación de lo inaceptable.
Sentí un nudo en la garganta. ¿Acaso un año en este lugar podría convertirte en eso? ¿En una sombra vacía, resignada a su destino? No quería imaginarlo, no quería convertirse en una más de esas sombras silenciosas que la rodeaban.
-Con el tiempo te acostumbras- respondió Juliette encogiéndose de hombros, como si hablar de un año de cautiverio fuera tan trivial como comentar el clima.
Me mordí el labio, conteniendo el impulso de decirle que era imposible acostumbrarse a algo así.
-Ya... Em... ¿De dónde eres?- preguntó Kathleen, intentando desviar la conversación hacia un terreno menos incómodo.
Juliette la miró fijamente durante unos segundos, con una expresión juzgona en sus ojos grises.
-¿Eres muy preguntona, no?- dijo finalmente, arqueando una ceja.
-Lo sien...- balbuceé, sintiéndome como una niña pequeña reprendida.
Juliette soltó una pequeña carcajada, un sonido sorprendentemente melodioso en aquel lugar lúgubre.
-Era broma- dijo con una sonrisa. -Soy de Czechia, ¿y tú?
-Soy Francesa- respondí, sintiendo cómo una punzada de culpa por mentirle me oprimía el pecho.
-¿Cómo terminaste aquí?- me atreví a preguntar, aunque en el fondo temía la respuesta.
Antes de que Juliette pudiera contestar la puerta de aquel lugar abrió con un estruendoso sonido.
-Agáchate, ya!- dijo Juliette con urgencia.
El corazón me latía con fuerza contra mis costillas mientras me agachaba junto a Juliette. La poca luz que se filtraba por la puerta recién abierta apenas iluminaba su rostro, pero pude apreciar sus facciones con más detalle. Su cabello era de un rubio casi blanco, un contraste impactante con sus ojos grises enmarcados por largas pestañas. Su piel, de una blancura excepcional y pecas regadas por sus mejillas, parecía brillar tenuemente en la penumbra.
Sin dudas era hermosa.
-NOVATA VEN AQUÍ- La voz áspera de un hombre desconocido me sacó de mi análisis.
Antes de que pudiera reaccionar, una mano me agarró del brazo con fuerza, obligándome a levantarme. Me arrastró a través del sótano hasta quedar frente a un grupo de personas. El hombre, corpulento y de mirada amenazante, me observaba con desprecio.
-VEN A ESTA MUJER? ELLA NO ES COMO USTEDES, NO SE TOCA NO SE MIRA, NO SE RESPIRA AL LADO DE ELLA, QUEDÓ CLARO? UN RASGUÑO QUE LE HAGAN A ESTE PRODUCTO Y MUEREN. ENTENDIDO?
Sus palabras me golpearon como un mazazo. "¿¡PRODUCTO?!", pensé con indignación. "¿¡COMO USTEDES?". ¿A qué se refería? ¿Por qué me trataba como si fuera un objeto? La rabia me inundó, caliente y cegadora.
Sin pensarlo dos veces, giré sobre mis talones y le propiné un puñetazo directo a la nariz. Un sonido ahogado de dolor escapó de sus labios mientras se llevaba la mano al rostro. Un escalofrío me recorrió la espalda al darme cuenta de lo que había hecho, pero antes de que pudiera arrepentirme, me agarró del cuello con brutalidad.
-Un rasguño en mí y te mueres, idiota -escupí las palabras con rabia, desafiando al sujeto.
Sus ojos, dos rendijas oscuras en su rostro enrojecido, me miraron con una furia asesina. Por un segundo, creí que me golpearía, que me haría pagar por mi atrevimiento. Pero se contuvo, aunque la tensión en su mandíbula y el temblor de sus manos delataban su lucha interna.
-Eres una... -gruñó, buscando la palabra adecuada para expresar su desprecio, su odio visceral.
-Lo dijiste tú, no yo, i-dio-ta -repetí, acentuando cada sílaba, acercándome a su rostro hasta que nuestras narices casi se rozaron.
El hedor a sudor y furia me golpeó como una bofetada. Lo vi parpadear, sorprendido por mi osadía, por mi negativa a doblegarme ante su intimidación. Por un instante, creí detectar un destello de duda en sus ojos, como si de pronto no supiera qué hacer conmigo.
Finalmente, con un movimiento brusco, me soltó. Me tambaleé hacia atrás, frotándome el cuello dolorido donde sus dedos se habían clavado en mi piel. Él, sin dejar de mirarme, se llevó una mano a la nariz y la retiró manchada de sangre.
Un murmullo recorrió al grupo de personas que habían presenciado la escena. Algunos me miraban con miedo, otros con curiosidad, pero ninguno se atrevió a intervenir.
El hombre, con la nariz aún sangrando, me dedicó una última mirada llena de odio antes de darse la vuelta y desaparecer por el techo de aquel sótano. El silencio se cernió sobre el lugar, pesado e incómodo.
Yo me quedé allí, de pie, con el corazón latiéndome a ritmo frenético, tratando de comprender qué demonios acababa de suceder. ¿Quién era ese hombre? ¿Por qué me había llamado "producto"? ¿Y qué significaba eso de que no era como los demás? Y si sí, si influía el plan de alguna manera o si había arruinado todo.
Busqué con la mirada un rostro familiar en la habitación y encontré a Juliette. Sus ojos, abiertos de par en par, reflejaban una mezcla de asombro y algo más... ¿Esperanza?
Me abrí paso entre las curiosas miradas hasta llegar a ella. La luz que se colaba por la puerta ahora iluminaba su rostro con más claridad, permitiéndome apreciar la calidez de sus facciones.
-Guapa y cojonuda -soltó con una sonrisa que no pude evitar replicar-. Tú y yo definitivamente vamos a ser mejores amigas.
Sus palabras, dichas con tanta seguridad, me llenaron de una extraña sensación de alivio. Por primera vez desde que había llegado a ese lugar alguien me veía como algo más que una extraña o un objeto, si no como alguien capaz de defenderse.
-Nunca vi a ninguna tratar a Trevor de esa forma -continuó, su voz bajando a un susurro conspirativo-. Todas le temen porque si no se le obedece, golpea o incluso mata a la que se atreva.
Un escalofrío me recorrió la espalda. Así que ese era su nombre: Trevor. Y por lo que Juliette contaba, no era alguien con quien se pudiera jugar.
-¿Pero yo no soy "todas", o sí? -pregunté, arqueando una ceja.
Juliette me miró con una sonrisa cómplice.
-Acabo de confirmar que no -respondió, sus ojos brillando con una mezcla de admiración y rebeldía.
En ese instante, rodeada de incertidumbre y peligro, supe que había encontrado algo valioso en medio de aquel caos: una aliada.
El buen humor que compartía con Juliette se evaporó como el agua en un desierto al observar con detenimiento nuestro entorno. Lo que al principio parecía simplemente un lugar descuidado, se revelaba ahora como una prisión meticulosamente diseñada.
Treinta chicas, algunas con la mirada perdida en la distancia, otras murmurando entre sí con un miedo palpable, todas atrapadas en este espacio claustrofóbico.
El tocador blanco, con su espejo desgastado y sus bombillas rotas, se erguía como un símbolo cruel de la feminidad robada. Un recordatorio constante de las vidas que les habían arrebatado, de la libertad que anhelaban estas chicas.
El techo de madera, impenetrable e insonoro era prueba de lo lejos que realmente estaban del mundo real.
-Ah y hay cámaras vigilándonos- dijo Juliette, su voz apenas un susurro que penetró la densa atmósfera de angustia.
Había sentido la mirada invisible sobre nosotras, pero me aferraba a la esperanza de que fuera solo paranoia. Ahora la confirmación me llenaba de una gélida certeza.
-Cómo?- La incredulidad teñía mi voz. Si hubiera cámaras, lo hubiera notado antes,una luz roja o algo.
-Saben lo que estamos haciendo a todas horas, por eso no se apaga la luz-explicó Juliette, su mirada cargada de una sabiduría que contrastaba con su juventud.
En ese instante, una voz fría y metálica resonó desde lo que parecía ser un altavoz oculto en la estructura del techo.
-Atención a todas las rehenes, se les dará comida en los próximos instantes, las que hagan actividad no apropiada se quedarán sin comer-.
-Al parecer las noticias de tu escena llegaron hasta arriba- dijo Juliette con una cara pícara.
-Juliette y la nueva, que esperan para alinearse? - dijo la voz.
Miré a mi compañera que tenía un gesto de "te lo dije" al ver que sí habían cámaras en el lugar.
La visión del techo abriéndose por donde había entrado Trevor antes me dejó atónita. Un "¿Pero qué coño...?" escapó de mis labios mientras me unía al silencioso éxodo hacia la superficie. Las escaleras de cuerda se balanceaban con cada movimiento, una experiencia precaria que contrastaba con la solidez del tramo de escaleras de concreto que encontramos al otro lado.
-Mierda -jadeé, mirando a Juliette con incredulidad-. Esas sí que son muchas escaleras.
-Con el tiempo te acostumbras, como dije -respondió ella con su gesto ya característico, mientras ascendía por la espiral de concreto interminable con una facilidad que envidié.
Para cuando llegué a la cima, mis piernas temblaban y mis pulmones ardían. "Madre mía, acabo de llegar y no soporto ni las escaleras", pensé.
La mesa enorme que nos esperaba era un espectáculo de opulencia, un contraste grotesco con la miseria del lugar que acabábamos de dejar atrás. Trevor, que hasta entonces había pasado desapercibido, captó mi mirada fugaz aunque no le dio importancia hasta que el estridente sonido de su teléfono rompiera el silencio sepulcral.
-Kathleen Delacroix -respondió con voz firme, y la sola mención de mi nombre hizo que se me helara la sangre.
La mirada de Juliette, cargada de incertidumbre, reflejaba mi propia confusión. Antes de que pudiéramos intercambiar una sola palabra, la voz de el esbirro Trevor, cortó la tensión con un tono cortante y despectivo.
-Vamos, no tengo todo el día, niña -espetó,en tono cruel que desmentía cualquier atisbo de amabilidad en sus palabras.
Sin decir palabra, me levanté de la mesa y seguí a Trevor por un pasillo extravagante, un despliegue obsceno de riqueza que contrastaba con la miseria que habíamos dejado atrás.
La habitación donde me condujo era austera, casi anónima, un espacio vacío que parecía diseñado para infundir inquietud. Y entonces, Trevor pronunció las palabras que helaron la sangre en mis venas.
-Quédate ahí dentro, el señor Elffire llegará en cualquier segundo y como se te ocurra intentar escapar tengo permiso para dispararte -dijo, con una sonrisa gélida que revelaba el placer que le producía ejercer su poder.
La amenaza apenas velada de Trevor despertó una furia contenida en mi interior.
-Qué triste por ti, no podrás tocarme un pelo, imbécil -escupí las palabras con desprecio, desafiando su supuesta autoridad.
La sonrisa de Trevor se desvaneció al instante. Un destello de ira cruzó por sus ojos mientras cargaba la pistola y me apuntaba con mano temblorosa.
-Pero si puedo -gruñó, con una mueca que revelaba la satisfacción que le daría hacerme daño.
-¿Según quién, Trevor? -repliqué, alzando la barbilla en un gesto desafiante. No me rendiría ante nadie.
En ese instante, una voz profunda y gélida resonó en la habitación, una voz que emanaba poder y crueldad.
-¿Según quién, Trevor? -repitió la voz, esta vez desde algún punto detrás de mí.
Un escalofrío me recorrió la espalda. La amenaza en la voz del recién llegado era palpable, un presagio de algo oscuro y peligroso que se cernía sobre nosotros.