La Mansión Mansfield

By Sara7227

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« Sé lo que has hecho. » Tras un accidente fatal que deja a su marido en pésimas condiciones, Elise Harcourt... More

𝐒𝐈𝐍𝐎𝐏𝐒𝐈𝐒
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Capítulo XX
Capítulo XXI
Capítulo XXII
Capítulo XXIII
Capítulo XXIV
Capítulo XXV
Capítulo XXVI
Capítulo XXVII
Capítulo XXVIII
Capítulo XXIX

Capítulo IX

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By Sara7227

Cuando Gideon llegó, a las tres de la tarde, relevó a August como habían hablado. Aunque ahora empezaba a pensar que a Elise no le disgustaría la idea de tenerlo cerca.

Mientras se preparaba para el trabajo que le había conseguido su contacto no-demasiado-legal, le dio vueltas a lo que había dicho Elise sobre el hombre que estuvo en su dormitorio.

Si tenía la puerta cerrada con llave, y la ventana igual de bien cerrada, ¿cómo pensaba que había entrado? Algo no iba bien en su mente, seguramente Gideon pensaría eso.

También había hablado de su psiquiatra, y de que hacía tiempo que le ocurría. Debería preguntarle a Amy sobre su medicación, y por qué empezó a ir a terapia. Si no podían fiarse de la lucidez de Elise, no tenía por dónde empezar.

Puso música en el coche para dejar de pensar tanto. Bajó la ventanilla para que le diera el aire en la cara.

Cuando aparcó, se puso la balaclava y los guantes antes de bajar. Un hombre bastante corpulento lo miró fijamente mientras bajaba las escaleras hacia el club.

La noche estaba cargada en el Josie's. Una lata de cerveza voló sobre algunas personas, y le dio al camarero detrás de la barra.

—¿Pero qué haces gilipollas?

—¿Ha dicho que le gustan las pollas? —Otro borracho se rió—.

Le reventaron un botellín de vidrio en la sonrisa. Unos como él, vestidos de negro, se metieron en el torbellino de gente que generó la pelea y sacaron al hombre al callejón de atrás.

A August, esa noche, le tocaba vigilar el caos controlado alrededor del ring.

Después de hablar con el jefe, y asegurarse de que al finalizar la noche le pagaría, se colocó cerca de una salida de emergencia, ya que sus compañeros estaban a los cuatro lados de la jaula.

—¡Y ahora, el turno de una bestia! —Gritó el presentador a través del micrófono—.

El de la fregona esparció la sangre del ring en vez de limpiarla, y escobó los dientes sueltos.

—¡En la esquina derecha, tenemos a Edith Bright con noventa kilos y cinco victorias consecutivas! —Todos gritaron, abalanzándose hacia ella si no hubiese sido por el pasillo que formaban los de seguridad—. ¡La Bestia de Edimburgo!

La mujer llegó con la cabeza alta, vitoreando su nombre junto con los demás. Tenía una estructura cuadrada, los hombros anchos y un tatuaje en el bíceps.

Subió de un salto a las cuerdas para gritarle al público, que le devolvió la misma energía.

—¡Y en la esquina izquierda, con sesenta kilos y mucho optimismo, Opium! —Señaló la otra entrada—. ¡La Viuda Negra!

Menos gente gritó y más abucheó, mientras una chica cruzaba el pasillo, con una bata negra y roja hasta que subió al ring y se deshizo de ella, levantando la cabeza.

Dos trenzas tensas a ambos lados de la cabeza, unos ojos vacíos y una delgadez nerviosa al lado de la otra.

Se la iban a comer.

Y la víctima iba a ser Elise.

Elise era la Viuda Negra.

August sintió un escalofrío al verla ahí de pie. Se le aceleró el corazón en el pecho, pero nadie y mucho menos él lo notó.

—Voy a partirte las piernas, puta. —La otra mujer le escupió—.

Elise ni parpadeó. Parecía ausente.

Antes de que August pudiera procesarlo, el gong sonó y la pelea comenzó.

La Bestia se abalanzó hacia Elise, y casi sintió pena por lo que iba a pasar. Sin embargo, solo tuvo que dar dos pasos para que Edith pasara de largo, toreándola.

El público gritó.

Gruñendo, volvió a intentarlo. Sus brazos fácilmente serían los muslos de Elise.

Ella, más delgada, algo más baja de estatura, aprovechaba su ventaja moviéndose y cubriéndose para cansarla, pero esa estrategia no le duró mucho. La brutalidad de Edith era palpable, y pronto dominó el combate, en el momento que consiguió darle un puñetazo.

Entonces empezó a conectar golpes que la hicieron tambalear, de derecha y de izquierda.

La sangre no tardó en mancharle la cara, regando su mentón y los guantes de su contrincante.

Pareció una muñeca de trapo en manos de un gigante.

—¡Vamos, vamos! —Gritaba la gente, entre la sangre y el sudor—.

—¡Pártele la mandíbula!

—¡No he pagado para ver esta mariconada!

Finalmente, abriéndole un corte en la ceja, derribó a Elise. Cayó de espaldas como cuando se desmayaba, escupiendo sangre por la boca y la nariz.

Se quedó tendida en el suelo, y August se sintió mejor al ver que no intentaba levantarse. La multitud estalló en vítores y aplausos.

—¡Señores, tenemos una vencedora! —El presentador subió al ring—. ¡En...!

Edith le robó el micrófono, empujándolo lejos con una mano.

—¡¿Cuántos queréis que le arranque las trenzas a esta guarra!?

Los hombres se levantaron a gritos de que lo hiciera, empujando a los de seguridad hasta ganar unos pasos más de terreno. Pero, mientras Edith se regodeaba entre la gente que gritaba su nombre, la que creía derrotada fue por su espalda y le dio una patada en la rodilla, haciéndola gritar para cogerla del pelo y derribarla cuando no estaba atenta.

—¡Hija de puta!

Le puso el pie en la boca, hundiéndole la nariz a patadas. Después, cuando ya no la vio entre la sangre, volvió a pisarle la rodilla, una y otra vez, tirando al suelo el mechón que le había arrancado. Se escuchó el hueso partirse.

—Voy a arrancarte los ojos con mis manos, puta.

Al decir eso, Elise, sin perder el tiempo que había conseguido, se puso encima de ella. Le dio un puñetazo en la garganta, y rápidamente hundió los pulgares en sus ojos, para que no tuviera tiempo de reaccionar.

Desde fuera del ring, todos saltaron y gritaron como animales. Edith pataleaba ella, quería arañarle la cara, pero Elise quería arrancarle la cabeza. Como hacían las Viudas Negras con los machos después de aparearse.

Un chillido agudo tocó el techo abovedado cuando los pulgares se hundieron hasta el primer nudillo. Un chorro de sangre cayó por sus sienes.

—¿Quién le ha roto las piernas a quién? ¿Eh? —Acercó los labios a su oído—. No te escucho.

Empezó a golpear su cabeza como un balón de básquet, contra el suelo del ring.

—No te escucho. ¡NO TE ESCUCHO!

El caos estalló. La multitud se arremolinaba, algunos tratando de separarlas, otros incitándolas a continuar o a hacer algo peor. El público se lanzó entre sí, peleándose, mezclándose los de seguridad en un torbellino de violencia.

El combate había acabado.

En medio de todo, August fue hacia el ring al ver que otro vestido de negro llegó antes.

Empujó a Elise para levantarla, retorciéndole tanto los brazos hacia atrás que la hizo gritar. Al ver que August llegaba, se giró hacia él.

—Ve a por-.

Le rompió el brazo con el que la sostenía, haciendo que el codo sobresaliera por el otro lado. Lo empujó, y antes de que ella se escapara la cogió, pegando la espalda de Elise a su pecho para que se estuviera quieta.

—Déjala ya. —Miró a la otra, que tenía espasmos de dolor en el suelo—. Joder, un poco más y harás que no respire.

—Qué te follen, poli de mierda. —Se retorció, tirando con más fuerza de la que aparentaba—. Seguro que te la pone dura ver a dos mujeres peleándose. ¿A qué sí? Qué asco me dáis los hombres, sois todos unos maricones.

August la zarandeó para que parase de moverse, y se la llevó a empujones porque sino no lo seguía, mientras lanzaba insultos a quienquiera que la estuviera deteniendo.

—Camina.

—Como vayas a enseñarme la polla voy a machacártela, cabrón. —Dijo entre dientes—.

August se rio. Se le escapó. Y eso la asustó, pudo notarlo.

Salieron al callejón donde tiraban la basura, desierto a esas horas bajo la luz de las farolas.

—¡Deja-!

La pegó a la pared, quitándole el aire, para que se quedase quieta ya. Con la otra mano se quitó la balaclava, revelando su rostro.

No pudo describir cómo cambió la expresión de Elise. De nuevo la vio pálida, enfermiza, temblando. Toda esa ira se apagó en un instante, en una mirada.

—Hola, Elise.

La vio entreabrir los labios, cubiertos de sangre, pero no le dijo mucho.

—¿Qué hacías ahí dentro?

—No... —Volvió a sonar débil, con una voz más femenina—.

—¿Qué hacías ahí?

Ella apartó la cara, descansando la coronilla en la pared de piedras rojas.

—Bueno, voy a responderte si quiero, ¿no?

Volvió a mirarlo, y con ese tono que utilizó a él se le escapó una sonrisa que no tardó en desaparecer.

—¿Pero qué pastillas te has tomado?

—Llévame a casa. —Se limpió la sangre de los labios con el antebrazo—.

—¿No vas a...?

—Mi coche se lo ha llevado la grúa.

Sosteniéndose el costado, el pulmón izquierdo, se fue hacia la carretera. Y August tuvo que ir detrás de ella.

—¿No decías que no podías conducir? —Se mofó—.

—Cállate lo que queda de noche, ¿vale? —Hizo un ademán débil—.

Al llegar a la hilera de coches aparcados, Elise reconoció el Ford Bronco gris.

—Espérate. —Le dijo, abriendo el maletero, bastante amplio, y Elise no tardó en sentarse en él—. No puedo ir con un copiloto lleno de sangre. Si nos detienen harían preguntas que tú no me quieres responder.

—¿Copiloto? —Se rió Elise, dejando de hacerlo en cuanto notó una rampa de dolor en las costillas—.

Un ladrido la asustó, haciéndola levantarse de un salto, pero al girarse el pastor belga movió la cola.

—¿Tienes un perro?

—¿Te pone que te peguen? —Contestó—.

Le acercó un trapo limpio y una botella de agua, y ella lo miró mal antes de tener que aceptarlo.

—Era una broma.

—Pues ahórratelas. O iré a la policía para decirles que un hombre del grupo que se rapa la cabeza y se tatúa esvásticas me quería secuestrar.

Dio un trago largo a la botella, y volvió a sentarse, al lado de Heimdall.

—En tu plan te olvidas de que también soy policía, y no tengo la cabeza rapada.

—¿Tienes que enseñarme otro tatuaje que no sé? —Lo miró a los ojos, tirando la botella dentro del maletero—.

De su boca apareció un vaho blanco, y ya no podía ocultar más que estaba tiritando de frío. August se inclinó hacia su mochila, y le tiró una sudadera negra.

Ella aceptó su ofrecimiento mudo sin decir nada, pero antes de ponérsela se limpió la sangre lo mejor que pudo. De la cara, el pecho y las manos.

Después se levantó, y se apoyó en el coche cuando él cerró el maletero. Por un momento se recordó a sí misma a Gideon.

—Entra.

Elise negó.

—Es verdad, te he mentido. Puedo conducir. Pero no puedo ir en un coche si no conduzco yo.

—Vi...

—Lo mejor que podría pasar es que tenga un ataque de pánico y me tire del coche en marcha. Y no es coña. Lo he intentado y es lo que pasa.

—Iba a decirte que vigiles con el embrague, a veces se engancha. —Le tiró las llaves—. Te iría mejor si me dejases terminar de hablar.

Subió al copiloto, así que Elise tuvo que ocupar el sitio a su lado. Ajustó el asiento a su altura.

—¿Tienes un ibuprofeno, o algo?

Él abrió la guantera, y le tendió una tableta de pastillas.

—Gracias —Jadeó, ya que no podía respirar bien—.

Se tragó dos, junto con un regusto a sangre.

—¿Te casas con un poli y participas en peleas clandestinas?

—¿Eres un poli y vas a verlas?

Le tiró las pastillas, poniéndose el cinturón.

—Yo estaba trabajando. Tengo excusa.

Elise suspiró con los ojos cerrados. Le dolía físicamente hacerlo.

—Mi madre tenía problemas de ira. —Le contó—. Me enseñó que si das puñetazos a una pared puedes calmarte, y yo solo he cambiado la pared por una persona. Si buscas culpables, es ella por haberme apuntado a kick boxing.

August frunció los labios, y luego sonrió mirando hacia la carretera.

—Me ayuda con la ansiedad. No tengo miedo de algo que puedo defenderme, pero no puedo hacer nada si no sé dónde está mi contrincante, ¿sabes? Y este... —Apretó el volante—. Este hijo de puta me vigila. Sé que lo hace. Noto sus putos ojos en mi nuca.

—Cuando volví de Iraq, sentía lo mismo. Todos los días.

—Por favor, no se lo cuentes a Gideon. —Lo miró—. A nadie.

—¿Por qué debería hacerlo?

Se encogió de hombros. El perro metió la cabeza entre ellos, sacando la lengua, y August lo acarició.

—Si no me crees, no hay forma de que pueda contar esto sin tener que explicar qué hacía yo aquí.

—Tregua.

—Escucha, Elise, ayer Gideon me propuso que esté contigo si te sientes insegura. Porque él no podría hacer mucho, y lo sabe. Y a mí me gustaría poder hacerlo.

—¿Dice que necesito un guardaespaldas? —Frunció el ceño—. ¿Pero qué coño le pasa? Habla con cualquier persona menos conmigo.

—Solo se preocupa por ti.

—¿Crees que te necesito? —Lo miró a su lado—.

August ladeó la cabeza, con paciencia.

—¿Contra una mujer, cuando te da la espalda? No. Claro que no. ¿Pero contra un hombre que te ataca de frente? Ahí creo que un poco.

Elise giró la cara, molesta.

—Yo no... —Empezó, sin saber cómo empezar. Se miró el regazo, las manos heridas e hinchadas, le daba asco y miedo lo que la ira hacía dentro de ella—. Yo no soy siempre así, no soy esta Elise.

—No tienes que darme explicaciones.

—Me-Me has visto ahí arriba, pateando a una mujer cuando sabía que ya no se iba a levantar, por supuesto que te debo una explicación.

—Créeme, no la quiero.

Elise suspiró, deslizando las manos por el volante, y mirando las farolas de la calle.

—Gracias.

—Te está sangrando la nariz.

Se relamió los labios, notando el sabor, e intentó limpiarse con los dedos. Él le pasó una caja de pañuelos.

—Joder, qué buen coche. —Se apretó la nariz, agachando la cabeza—.

—También hay pienso, si tienes hambre. —Suspiró a malas, apoyando el codo en la ventana—. Joder, Elise, cuando te dije que confiaras en mi me refería exactamente a este tipo de cosas.

—Gideon me pediría el divorcio si me ve así. No sabía si podía confiar en ti.

—¿Y si no hubiese estado? ¿Y si tu acosador hubiese estado aquí, y aprovechado el momento de caos?

—Madre mía, ¿pero quién eres ahora? ¿Mi padre?

—Me has hecho perder doscientas cincuenta libras por estar aquí contigo.

—Te las pagaré. Tienes un perro que mantener.

August negó con la cabeza, mirando hacia la ventana.

—Te estás tiendo. —Le dijo, con la nariz taponada—.

—No me estoy riendo.

—Espero que me mate pronto, porque te estás convirtiendo en un grano en el culo.

—Ojalá lo hiciera conmigo primero, porque lo mismo digo.

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