La casa junto al río

By WalkerMike

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Lester Coleman decide tomarse unas vacaciones junto a su mujer, Carol, en una pequeña casa a las afueras, des... More

2. Carrera matutina
3. Tras la arboleda

1. Contrarreloj

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By WalkerMike

El despertador sonó a las cinco y media exactamente, tal y como él lo había programado. Se levantó apresurado, lo que provocó que se chocara contra el marco de la puerta de la habitación. Todavía medio adormecido, consiguió apagar el intenso pitido que provenía de su móvil. Solía dejarlo en la cómoda que había junto a la puerta de su cuarto, porque si lo dejaba en su mesita, lo apagaba sin darse cuenta y seguía durmiendo hasta que su cuerpo le decía basta. Cuando el ruido cesó, se estiró un poco, en un vano intento de despejarse, pero sabía que no lo conseguiría hasta que no se lavase un poco la cara. Se dirigió al baño que había al final del pasillo, para no hacer ruido en el de la habitación y apretó los ojos con fuerza al encender la luz. Abrió el grifo un poco a tientas y se echó agua fría en la cara frotando con insistencia, para despejarse lo máximo posible. Cerró el grifo y se quedó mirando su cara en el espejo, mientras que unas cuantas gotas de agua se deslizaban por su cara y su corta barba. Se miró fijamente a sí mismo, acto que ya había tomado como rutina sin razón alguna cada vez que se lavaba la cara. No había un sentimiento concreto que tuviese al hacerlo, a veces sentía orgullo, a veces asco, otras veces sentía desesperación... Siempre variaba según el momento.

Se secó con la toalla de color rojo que había junto al lavabo, dejándola de nuevo en su sitio al acabar. A esas horas no solía tener ganas de orinar, pero se sentó igualmente por si acaso luego le entraban y le daba pereza volver al baño. Su mujer le había acostumbrado a hacerlo sentado, para no salpicar la taza y a él no le importó, es más, le pareció más higiénico. Se limpió y salió del baño tras tirar de la cadena. Se asomó a la habitación, comprobando que su mujer seguía dormida. Sonrió un poco y cerró para no despertarla en caso de que hiciese algo de ruido. Bajó las escaleras hasta el comedor y encendió una luz tenue al llegar. Fue a la concina a prepararse un café y, mientras tanto, se apoyó en la encimera de la cocina, alumbrado por la suave luz que daba la campana extractora. Miró pasmado la cafetera mientras que el agua empezaba a hervir. Se quedó ahí, pensativo, mientras que la cafetera comenzaba a hacer su característico sonido. Se había dado como máximo de tiempo de descanso lo que tardara el café en acabarse, pero cuando lo apartó del fuego y se lo sirvió solo en una taza, le pareció poco. Salió al porche, mirando las luces de la ciudad que aún no había comenzado a despertar. Dio varios sorbos a su café mientras que observaba su vecindario que aún disfrutaba de un plácido sueño. Pensó en que nada le impedía volver a la cama, junto a su mujer, y dormir hasta las ocho, o incluso las nueve, si le apetecía. Pero sabía que no debía hacerlo, y que estaba alargando lo inevitable de manera inútil. Volvió a entrar en casa, dejó el café en la mesa del comedor, sacó su portátil y lo dejó junto a la humeante taza. Lo encendió y esperó de pie a que cargase. Era el momento que más quería que durara y que menos tardaba. De vez en cuando fantaseaba con que se le estropeara justo en ese momento y no se volviese a encender, o que se chocaba sin querer contra su taza y se le derramaba el café sobre el portátil y comenzaba a salir humo de este mientras que la pantalla parpadeaba hasta apagarse y él lo observaba todo con una sonrisa de medio lado mientras que pensaba en cómo se lo diría a su mujer y en cómo perderían el resto del día yendo a comprar uno nuevo, alargando así aún más el momento de ponerse a escribir.

Nada de todo lo que él tenía pensado sucedió aquella mañana. El portátil se inició con normalidad en tan solo unos minutos y a él le había llegado el momento de ponerse a trabajar.

Hacía menos de un año que había publicado su primer libro, y este se había hecho un superventas en pocas semanas. Su editor dijo que era el mayor éxito que había visto en mucho tiempo, y le auguró un futuro prometedor si seguía por ese camino. Él estaba convencido de que sería así, y firmó un contrato con la editorial por tres libros más para los próximos tres años. Debía escribir un libro anual, lo que no debería de ser un problema, ya que el anterior lo había escrito en mes y medio. Tenía que trabajar durante un mes y medio, hacer luego las giras correspondientes y las firmas, y el resto del año a disfrutar y descansar. Pero, su fecha límite para el siguiente libro ya había expirado y él seguía con la primera página en blanco. Le tuvo que pedir una pequeña prórroga a su editor, quien no estaba seguro al principio de poder concedérsela. Le dijo que seguro que todo estaba bien lo tuviese como lo tuviese, que ya arreglarían después lo que fuese necesario, pero él insistió en que necesitaba esa prórroga y que, si se la concedía, tendría entre sus manos un éxito aún mayor que el anterior. De modo que, después de reír de euforia tras estas últimas palabras, su editor aceptó y le colgó el teléfono más feliz que nadie, sin saber que su escritor estrella tenía un bloqueo como nunca antes visto.

Abrió el archivo aún sin nombre, decidido a ponerse a escribir la mejor novela de terror que se hubiera visto, y en tiempo récord. Estiró los dedos, los puso sobre el teclado de su portátil y... Ahí se quedó. Estuvo así durante quince minutos enteros, escribiendo y borrando cada vez que tecleaba más de cinco palabras seguidas. Nada le gustaba, nada le parecía lo suficientemente bueno. Todo era, según él, "una puta mierda".

Intentó recordar cómo había logrado comenzar su primera novela, pero nada. El modo en que ocurrió, fue totalmente fortuito. Y, cómo se sucedieron los actos posteriores a ello, casi imposible. Era un hombre muy lector, y gran fan de las novelas de misterio, suspense y terror puro, pero nunca se había lanzado a escribir nada. Hasta que un día, como por arte de magia (o por inspiración divina) se le ocurrió la que sería una buena frase para empezar un libro, cogió el portátil de su mujer (porque él ni siquiera tenía uno propio) y se puso a escribir por primera vez como si llevara toda la vida haciéndolo. Y, un mes y medio después, ya la tenía acabada y enviada a varias editoriales. Poco tiempo después, su cara ya aparecía en todas las librerías del país, e internet se llenaba de las próximas ciudades donde iría a firmar.

Se apartó de la mesa, frustrado, desesperado, pero en silencio, porque no quería despertar a su esposa. Se frotó la cabeza, estresado y aumentando la velocidad hasta que terminó por rascarse con violencia.

La primera vez había sido muy fácil, una idea muy simple pero que funciona siempre. ¿A quién no le gusta leer una novela en la que una familia se va a vivir a una casa a las afueras que, misteriosamente, está embrujada y acaban peleando y expulsando de la casa a fantasmas de otro siglo? Había estado relativamente tirado, teniendo en cuenta que nunca había escrito nada. Pero, como ya he dicho antes, era muy buen lector. Había llegado a leer quince libros en un solo mes. ¿O fueron veinte? Ya ni lo recordaba. Solo volvía a distraer su mente una y otra vez de lo que verdaderamente importaba.

Se fue al estudio que había en la planta baja, donde tenía tres estanterías colocadas a lo largo de una pared, y todas llenas al completo de libros. Se fue a la sección que tenía del rey y maestro del terror, a ver varias frases con las que él había empezado sus libros. Pero nada, era imposible escribir como él. Cogió entonces otro de un autor un poco menos conocido pero cuyo libro le había enganchado de principio a fin. Leyó así varios inicios de varios libros, intentando coger alguna idea o esperando que volviese aquella inspiración divina. Nada de eso dio resultado. En cambio, cogió su libro, el cual tenía en medio de la estantería central, rodeado de velas perfumadas y sobre un diminuto atril para levantarlo, como si le hubiese hecho un pequeño altar, abrió la primera página después de los agradecimientos y la dedicatoria a su mujer y leyó la primera frase. Una vez más, "una puta mierda". No entendía como un libro tan simple y soso había causado tanto interés en la gente. No había una estructura clara, había frases que podrían estar mejor escritas, el nudo era poco consistente y el final muy precipitado y predecible. Sin duda alguna, él no hubiese leído un libro así de no ser porque lo había escrito él mismo. Pero a la gente le gustó, y mucho, aunque la razón era muy simple: morbo, morbo y más morbo. Había sido capaz de describir situaciones muy turbias y escalofriantes, situaciones que la gente tildaría de locura, de no ser porque a la gente, muy en el fondo, le encanta. Pero él, en sus adentros, se sentía como un impostor. Era entonces cuando se miraba al espejo y sentía asco, porque sentía que no merecía el éxito y la fama que un libro ("una puta mierda") le había proporcionado. Pero quería enmendar eso, quería escribir un libro que le hiciese sentir un escritor de vedad, uno bueno que mereciese todo lo que el primer libro le había dado.

Volvió al comedor y se dirigió al portátil con decisión. Logró escribir quinientas palabras en una especie de prólogo cutre y atropellado que no llevaba a ninguna parte y que volvía a generarle la misma sensación de siempre. Pero, al menos, fue capaz de escribir más de cinco palabras antes de borrarlo todo de nuevo.

Necesitaba una idea, algo fresco pero a la vez sencillo y ligero. Algo fácil de escribir y de leer, pero sin caer de nuevo en el mismo tema que el anterior. ¿Demonios? No, si no lo hacías bien podrías liarte fácilmente. ¿Extraterrestres? Muy complicado hacerlos entretenidos. ¿Payasos asesinos? Muy visto. Necesitaba algo, y urgente. Pero la presión no ayudaba para nada.

Tamborileó los dedos sobre la carcasa del portátil mientras que miraba al frente, esperando todavía la inspiración. Pasó unas cuantas horas más, escribiendo, leyendo y borrando una y otra vez. Nada era bueno, nada era suficiente. Su mujer salió del cuarto y bajó al comedor, vestida nada más que con la parte inferior de su ropa interior, se acercó por detrás rodeándole el cuello con los brazos con suavidad y le dio un beso en la mejilla.

—¿Todavía nada? —preguntó, casi susurrándolo.

—Todavía nada —repitió él.

—No te preocupes, ya se te ocurrirá algo —dijo ella, yendo a la cocina para servirse un poco del café que su marido había dejado preparado.

—Esa frase me servía hace diez meses —respondió él, levantándose de la silla y acercándose a ella—, cuando había acabado la gira y tenía tiempo de sobra para escribir otro libro. Incluso otros dos y así me quedaba tranquilo durante los próximos dos años. Pero ahora, por puro milagro, he conseguido dos semanas para terminar un libro que aún ni he empezado. Es que es matemáticamente imposible, Carol.

—¿Y por qué no le dices la verdad al señor Higgs? ¿Que no tienes nada y que necesitas más que dos semanas? —preguntó, abriendo la nevera para sacar un brick de leche.

—Porque ya le he dicho que lo tengo casi acabado y que solo necesitaba un poco más de tiempo para terminar de rematarlo y que así sería la mejor novela que él habría leído jamás.

—¿Y por qué le dices eso? —preguntó Carol entre risas.

—Porque soy idiota —sentenció.

Carol cogió su taza y se la llevó junto al portátil de su marido. Se sentó seguida de este, quien volvió a ocupar su trono de la tortura frente al ordenador. Llevaban tan solo dos años casados y durante el primer año de matrimonio, pasaron momentos algo duros, dado que ella solo trabajaba media jornada y él, a pesar de tener un trabajo estable, tampoco es que cobrara demasiado. Entre eso y que el alquiler de su anterior piso era exageradamente elevado, sus primeros doce meses como marido y mujer fueron poco menos que duros. Pero, desde la publicación del libro, su nivel de vida se vio positivamente afectado. Les dio para comprar una casa al contado y de condiciones muy superiores al piso en el que vivían, en un barrio de bien, rodeados de cirujanos, catedráticos y demás altas esferas. Pero, en ese barrio, él era la estrella. Cada vez que salía a la calle a dar un paseo, o a comprar la comida, o lo que fuera, siempre le paraba algún vecino para preguntarle por su nueva nóvela, a lo que él solía responder que su editor no le dejaba compartir un solo secreto de esta, porque iba a ser mucho mejor que la anterior. Él solo alimentaba el mito de que su nueva novela iba a romper el mercado, con la vana esperanza de que, tal vez, si lo deseaba con la suficiente fuerza, ocurría de verdad por arte de magia. Lo bueno fue que, a pesar de todos los lujos que habían adquirido después de eso, aún les sobró dinero para vivir cómodamente mientras que él escribía (o, al menos, intentaba escribir) su segunda novela. Aunque ya había llegado un momento en el que se volvió a ver reponiendo las estanterías de aquel supermercado mientras que su mujer cuidaba de ancianos en la residencia durante cuatro horas diarias. Eran trabajos de lo más honrados, y no había nada de malo en ellos, pero esa no era la vida que él le prometió cuando pronunciaron sus votos frente al altar de St. Joseph's Church.

De nuevo frente a la pantalla, mientras observaba cómo el cursor parpadeaba una y otra vez sin descanso y movía alguna que otra vez el ratón para que la pantalla no entrase en suspensión, su ansiedad y sus nervios crecían a la par, como dos corredores a punto de llegar a la meta, peleando por ver quién cruza la línea antes.

Apuró su café bajo la atenta mirada de su mujer, quien no estaba para nada preocupada, porque confiaba ciegamente en su marido. Sabía que él era capaz de cualquier cosa, con su ayuda, claro está. Habían conseguido salir adelante frente a la adversidad, aún cuando todos les decían que estaban locos por casarse tan jóvenes. Carol aún podía escuchar en su cabeza las palabras que su padre le dijo antes de bajar del coche para llevarla ante el altar: "Si bajamos ahora mismo de este coche, cuando te arrepientas de esta decisión, porque créeme que te arrepentirás, encontrarás la puerta de tu casa cerrada". Ni por un solo momento ella se arrepintió de haber bajado de aquel coche, aún cuando su padre le negó la palabra después de salir de aquella iglesia. Obviamente, volvió con el rabo entre las piernas cuando se enteró de que su marido se había hecho famoso e iba a ganar una fortuna. Fue él quien entonces se encontró la puerta cerrada. Carol aún se hablaba con su madre, quien la apoyó en todo momento, pero para ella, su padre había muerto.

Cogió el libro de su marido, que reposaba sobre la mesa junto al portátil y leyó la portada.

—"La casa junto al río, de Lester Coleman". Es un gran libro, y estoy segura de que eres capaz de escribir otro aún mejor.

—Es basura, y soy incapaz de escribir nada mejor que eso y en menos tiempo.

—Es un Best Seller y eres tan capaz de escribir otro mejor aún al igual que fuiste capaz de escribir este.

—Aquello fue suerte, Carol.

—No, fuiste tú. Yo confié en ti, y confío ahora.

Lester miró a su mujer, como si fuese la primera vez que la veía, igual de enamorado que cuando sus ojos se cruzaron en aquella cola del cine.

—Dame tu teléfono —dijo ella, extendiendo la mano—. Voy a llamar al señor Higgs.

—¿Para qué vas a llamarlo ahora? —preguntó Lester con preocupación, mientras que le daba el teléfono a su mujer.

—Tú calla y dámelo —dijo, cogiéndolo con violencia. Marcó el número del editor de su marido y esperó a que se lo cogiera—. Buenos días, señor Higgs. Soy Carol Coleman, la mujer de su estrella... No, no, el placer es mío... Sí, él se encuentra bien, solo quería comentarle una idea que he tenido... Estupendo, verá, acabo de leer el final de su nueva novela y, seré franca, es lo mejor que he leído en mucho tiempo. Así que se me acaba de ocurrir una idea. Yo ahora mismo tengo vacaciones en mi trabajo y me gustaría irme con Lester a cualquier sitio a desconectar. Entonces había pensado que lo mejor sería que él dejase reposar la novela un tiempo y después la volviese a leer para que compruebe que es buena de verdad. Así como en un mes y poco más. Entonces se la enviaremos, y con lo buen editor que es usted sé que lo tendrá listo para publicar justo antes del aniversario de su primera novela. ¡Incluso podría hacer coincidir las fechas!

Lester se frotó las manos con impaciencia mientras que su mujer hablaba con su editor. Pequeñas gotas de sudor cayeron por su frente, mientras que su mujer escuchaba lo que Higgs le iba diciendo. No era un mal plan, y no tenía nada que perder, pero tampoco quería decepcionar a nadie y sabía que Higgs no era tonto y que habría tratado con mil escritores como él antes, y sabría oler de lejos cuando alguien le está dando largas porque no tiene nada, pero su mujer tenía un poder de convicción innato.

—Vamos, no me diga que no sería emocionante leer una novela a tan poco tiempo de tener que publicarla. Podría ser hasta todo un reto. Usted pasaría a la historia como uno de los mejores editores. Además de que sería un capítulo increíble para una posible... ¿Autobiografía?

Se hizo el silencio durante unos segundos y Lester creyó que le daría un ataque al corazón.

—¡Fantástico, señor Higgs! Le aseguro que la espera merecerá la pena. No se arrepentirá... Sí, por supuesto... Gracias, señor Higgs. Nos mantendremos en contacto.

Carol colgó y le extendió de nuevo el teléfono a su marido, quien la miró atónito.

—Listo, ya tienes un mes y medio de tiempo más. Lo que tardaste en escribir tu "basura".

—Eres la mejor... —susurró Lester.

Se levantó de la silla, besó a su mujer, la cogió en brazos y se la llevó a la cama, donde se pasaron juntos el resto de la mañana. 

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