Jonathan entró en la oficina de Nathaniel esa mañana con un aire despreocupado, aunque su tono al hablar revelaba una preocupación oculta. Nathaniel lo observó mientras se acomodaba en el borde de su escritorio, jugueteando con unos papeles como si estuviera a punto de soltar algo que sabía que no iba a ser bien recibido.
—Sabes, Nat, he estado pensando —dijo Jonathan, cruzando los brazos—. El caso del chico en el bosque... creo que puedo manejarlo yo solo. Tú necesitas un respiro.
Nathaniel lo miró en silencio, un músculo en su mandíbula tensándose. Lo último que quería era escuchar que lo estaban apartando, como si fuera un anciano inútil. Pero Jonathan siguió hablando antes de que él pudiera replicar.
—No me malinterpretes, sé que eres capaz de lidiar con esto. Pero... te he estado observando. No duermes bien, apenas comes, y... —hizo una pausa, como eligiendo con cuidado sus palabras—. Creo que deberías tomarte el día, hacer papeleo o algo en la estación. O mejor aún, ¿qué tal si ves a un psicólogo?
El comentario cayó como una bomba en la pequeña oficina. Nathaniel lo miró fijamente, con una mezcla de incredulidad y rabia contenida.
—¿Psicólogo? —repitió, casi escupiendo la palabra—. No estoy loco, Jonathan.
Jonathan levantó una mano en señal de paz.
—No estoy diciendo que estés loco. Pero, mira, todo lo que está pasando... no es algo que puedas simplemente ignorar. Lo que viste con ese chico, más todo lo que hemos estado investigando. Está haciendo mella en ti. Tal vez hablar con alguien te haría bien. Sólo digo.
Nathaniel apretó los labios. El nudo en su estómago crecía con cada palabra de Jonathan. Sabía que su compañero tenía razón, en parte. Pero la idea de sentarse frente a un extraño y desmenuzar sus pensamientos más oscuros le parecía absurda. Él no era de los que compartían. Menos con alguien que lo analizaría como si fuera un rompecabezas.
—Haré el papeleo —dijo secamente, cerrando la conversación.
Jonathan lo observó por un momento, luego asintió, resignado.
—Haz lo que creas mejor. Pero... si cambias de opinión, ya sabes dónde encontrarme.
Jonathan lo observó por un instante, sus ojos oscuros buscando alguna señal en el rostro de Nathaniel. El rubio se mantenía rígido, su expresión endurecida por la mezcla de fatiga y rabia contenida. Jonathan supo que había tocado un nervio. No podía bromear para aliviar el ambiente esta vez; la situación lo ameritaba.
—Mira, Nat —dijo Jonathan, su voz bajando un tono, más suave de lo habitual—. No tienes que hacerlo si no quieres. Yo solo... me preocupo. He visto cómo este caso nos está afectando a ambos, pero tú estás llevando la peor parte. Lo que pasó en el bosque... no es algo que puedas simplemente olvidar.
Nathaniel mantuvo la mirada fija en la pared, como si ignorarlo pudiera hacer desaparecer la conversación. Pero el nudo en su estómago solo se apretaba más. El recuerdo del cuerpo del muchacho, el parecido con su propio hijo, volvía a su mente en un torrente incontrolable.
—Si no quieres ir a un psicólogo, está bien. No te voy a forzar —continuó Jonathan, ahora de pie frente a Nathaniel—. Pero... si en algún momento necesitas hablar... conmigo. Solo eso, nada formal. Podemos ir por una cerveza o un café. Sabes que siempre estoy aquí.
Nathaniel entrecerró los ojos, observando a Jonathan por el rabillo del ojo. Su compañero le ofrecía una salida, una opción que no implicaba desnudarse emocionalmente frente a un extraño. Era una oferta sincera, sin la habitual ligereza con la que Jonathan abordaba todo.
El silencio que siguió fue pesado, pero no incómodo. Jonathan suspiró al no obtener respuesta. Dio unos pasos hacia la puerta, pero antes de salir, se detuvo y miró de nuevo a Nathaniel.
—Solo piénsalo, ¿vale? —dijo con una pequeña sonrisa que no alcanzó sus ojos—. Y si alguna vez necesitas a alguien que te saque de este maldito agujero en el que estás... ya sabes cómo encontrarme.
Nathaniel asintió una vez, de manera casi imperceptible, su mandíbula aún tensa, pero no dijo nada. Jonathan salió de la oficina, dejando a Nathaniel solo, con el eco de sus palabras resonando en su mente.
Nathaniel se dejó caer en su silla, lanzando un suspiro pesado que llenó el silencio de la oficina. El eco de las palabras de Jonathan seguía resonando en su cabeza como un zumbido molesto. Psicólogo... No estoy loco. Murmuró entre dientes, apretando los puños sobre la mesa. Despejó los papeles que estaban desordenados frente a él, tratando de encontrar algo en qué concentrarse. Cualquier cosa que lo apartara de esa conversación.
El sonido del reloj en la pared era insoportable. Tic, tac. Tic, tac. Cada segundo parecía arrastrarse con una lentitud que lo exasperaba más. Podía sentir cómo su irritación crecía con cada tic, como si fuera una constante burla a su falta de control.
Tomó una carpeta del montón de pendientes, forzándose a leer los informes de los últimos días. Asesinatos, robos, desapariciones... un desfile interminable de miseria humana. Pero ninguna de esas páginas lograba arrancar su mente de la idea de que, quizás, Jonathan tenía razón. Su propio reflejo en la pantalla de la computadora le devolvía la mirada, más envejecido, más cansado.
Sacudió la cabeza con fastidio. No necesito a nadie que me diga qué hacer, y mucho menos un psicólogo... pensó, mientras firmaba una hoja sin prestar atención al contenido. Sin embargo, las imágenes del bosque seguían viniendo a su mente, incontrolables. El cuerpo del muchacho, el rostro desfigurado, la violencia de la escena. Y sobre todo, el parecido con Eric... su hijo.
De repente, el ruido del reloj se hizo más fuerte. Tic. Tac. Tic. Tac. Como si las agujas estuvieran taladrando su cerebro. Se frotó los ojos, intentando ignorarlo, pero su respiración se aceleraba. Sabía lo que estaba pasando: el mismo patrón que había experimentado los últimos días, ese maldito nudo en el pecho que lo atrapaba. Pero se negó a ceder. Cerró la carpeta de golpe, el sonido reverberando por la habitación.
—¡Maldita sea! —gruñó, su voz cortando el aire.
Se levantó bruscamente de la silla, caminando hacia la ventana para despejar su mente. Afuera, el estacionamiento estaba casi vacío, con algunos autos mal estacionados y unas pocas personas caminando con prisa bajo el cielo gris. Mirar la vida normal desde su oficina era como observar un mundo del que ya no formaba parte.
El tic-tac del reloj seguía detrás de él, incesante.
De repente, su teléfono vibró sobre el escritorio. El nombre de Claudia aparecía en la pantalla, justo el último nombre que quería ver en ese momento. Dudó por un segundo, pero al final respondió, apretando el teléfono contra su oído.
—¿Qué pasa? —dijo, su voz más brusca de lo que había planeado.
Del otro lado, Claudia parecía sorprendida por el tono, pero no comentó nada.
—Nada... Solo quería saber cómo estabas. Los niños están bien, por si te lo preguntas.
Nathaniel cerró los ojos, conteniendo la mezcla de alivio y frustración que lo embargaba.
—Están bien —repitió en un murmullo, mientras una parte de él se sentía débil por haberse asustado de nuevo.
Claudia suspiró.
—Sabes que puedes venir a verlos cuando quieras. No tienes que llamarme solo para saber cómo están. Ellos te extrañan, Nate.
Nathaniel sintió el peso de esas palabras. Le dolía porque era cierto. Había pasado tanto tiempo sumergido en el trabajo y en su propia tormenta interna, que se había alejado de ellos. Colgó sin decir mucho más, sus dedos tamborileando contra el escritorio. El tic-tac seguía martilleando en su cabeza.
Se dejó caer en la silla otra vez, sabiendo que el papeleo frente a él no iba a solucionarle nada. Pero también sabía que, por ahora, era lo único que podía hacer para no pensar demasiado en todo lo demás.
Nathaniel dejó caer el teléfono sobre el escritorio y pasó las manos por su rostro, frotándose los ojos hasta sentir el leve ardor bajo los párpados. Sabía que el cansancio estaba empezando a hacer estragos, pero su cuerpo simplemente no respondía a la idea de descansar. Ni siquiera cuando su mente lo pedía a gritos. Miró el papeleo frente a él, las hojas amontonadas en su escritorio, sin verlas realmente. Su mente estaba en otra parte, atrapada en un ciclo de pensamientos que no podía detener.
Lo primero que vino a su cabeza fue su familia. Ellos te extrañan, Nate. La voz de Claudia todavía resonaba en su cabeza, junto con la imagen de sus hijos. Hacía cuánto tiempo que no los veía de verdad, no solo en momentos fugaces o llamadas rápidas. Elena y Eric, con sus risas despreocupadas, su energía inagotable... Dios, los había dejado atrás, como si fueran una parte más de su vida que podía pausar mientras el trabajo consumía todo lo demás.
Y luego estaba el caso. Siempre el maldito caso. La imagen del chico en el bosque seguía apareciendo cada vez que cerraba los ojos, y peor aún, la constante sombra del asesino que parecía tenerlo en la mira. ¿Por qué yo? se preguntó una vez más, sintiendo cómo el nudo en su estómago se apretaba. Sabía que estaba más allá de lo personal. Las notas, las insinuaciones... el asesino lo quería cerca, como si estuviera jugando un macabro juego con él como pieza central. Y cada vez que avanzaban un poco, el juego cambiaba, el terreno se volvía más resbaladizo.
¿Y Jonathan? No podía sacárselo de la cabeza. El idiota había tenido la osadía de sugerir que viera a un psicólogo, como si eso fuera a arreglar algo. No estoy loco, se repitió Nathaniel por enésima vez. Y sin embargo, cuanto más lo pensaba, más se daba cuenta de que tal vez no se trataba de locura, sino de otra cosa. Algo que no podía definir, pero que estaba allí, acechando en la oscuridad. Sentía que lo observaban. Todo el tiempo.
Soltó un suspiro largo y se levantó de la silla, caminando por la oficina como un león enjaulado. Sus ojos viajaron instintivamente hacia la ventana, un reflejo de esa paranoia constante que lo seguía como una sombra. Sabía que nadie lo estaba mirando desde fuera, pero no podía evitar revisar cada rincón. Se acercó al cristal y miró hacia la calle, sus ojos recorriendo los pocos autos estacionados, las personas que pasaban, el gris del día que se desplegaba ante él. ¿Había alguien ahí? ¿El asesino? ¿Un observador invisible? Cada ruido, cada sombra, lo ponía en alerta.
Regresó a su escritorio, lanzando una mirada rápida al reloj. El sonido del tic-tac era cada vez más fuerte en su cabeza, como una bomba de tiempo. Me estoy volviendo loco. Se frotó el cuello, intentando quitarse la tensión, pero el malestar no lo abandonaba. ¿Qué pasaría si el asesino atacaba de nuevo? ¿Qué pasaría si Jonathan terminaba como el chico en el bosque? La sola idea le revolvió el estómago. Aunque le costara admitirlo, Jonathan se había convertido en algo más que un compañero de trabajo. Se había metido bajo su piel, de una manera que Nathaniel no terminaba de comprender, pero que estaba allí, incomodándolo.
Lo último que quería era que ese imbécil terminara como otra víctima. La idea le resultaba insoportable. Y sin embargo, no podía sacársela de la cabeza. Jonathan era impulsivo, imprudente, y en este maldito caso, eso lo convertía en una potencial víctima más. Tal vez debería pedir que lo sacaran del caso. Sí, tal vez eso sería lo mejor. Protegerlo antes de que algo le pasara. Pero al mismo tiempo, la idea de trabajar sin él... le resultaba extraña. Vacía.
Se dejó caer de nuevo en la silla, con un suspiro pesado, y cerró los ojos por un momento. Pero ni siquiera en la oscuridad detrás de sus párpados encontraba paz. Su cuerpo estaba agotado, pero la alerta no se iba. Cada músculo tenso, cada nervio encendido, como si en cualquier momento fuera a suceder algo. Y eso lo mantenía despierto, lo había mantenido despierto durante días, semanas... Meses, pensó amargamente.
No había dormido bien en semanas. Cada vez que cerraba los ojos, las imágenes volvían: los cuerpos, el rostro del asesino en su mente, la sonrisa burlona, las notas crípticas. No había paz. Y cuando lograba dormir, los sueños eran pesadillas que lo despertaban en medio de la noche, sudoroso, con el corazón martillando en su pecho y la sensación de que alguien estaba en su apartamento, observándolo. Siempre esa maldita sensación.
Abrió los ojos de golpe, respirando con dificultad. Se levantó de nuevo, caminando por la oficina con pasos nerviosos. Se acercó a la puerta, la abrió ligeramente, solo para asegurarse de que no había nadie del otro lado. Volvió a cerrarla con un clic que resonó en el silencio. Luego, fue hacia el escritorio y revisó su teléfono, esperando algún mensaje de Jonathan, o del equipo forense. Nada. El vacío lo envolvía.
Tenía que comer algo, lo sabía. Pero su apetito había desaparecido junto con el sueño. Últimamente, la comida le sabía a nada, una simple obligación que apenas podía cumplir. Había perdido peso, y lo notaba en la forma en que su ropa le quedaba más holgada, pero tampoco le importaba. Todo lo que importaba era el caso, el asesino, detenerlo antes de que atacara de nuevo. Pero, ¿a qué precio?
Se pasó una mano por el cabello, despeinándolo aún más. El tic-tac del reloj seguía ahí, implacable. El papeleo seguía apilado frente a él, pero Nathaniel no podía concentrarse en nada. Todo se mezclaba en su mente: el caso, su familia, Jonathan, la paranoia. La sensación de estar siendo observado volvía a instalarse en su pecho, apretando más fuerte con cada minuto que pasaba.
¿Qué haría si el asesino atacaba de nuevo? ¿Si esta vez era Jonathan? La sola idea lo hizo detenerse. Necesitaba hacer algo. Necesitaba tomar el control, pero no sabía cómo.
Nathaniel tamborileaba los dedos sobre el escritorio, el sonido de sus uñas chocando con la madera siendo lo único que competía con el tic-tac del reloj en la oficina. Había pasado demasiado tiempo en su cabeza, atascado en pensamientos que no cesaban. La conversación con Jonathan seguía rondando en su mente, cada palabra resonando más de lo que le gustaría admitir.
Deberías ver a un psicólogo... La frase lo carcomía. La sola idea le causaba rechazo. ¿Qué iba a hacer frente a un psicólogo? ¿Sentarse en una silla, abrirse sobre sus pensamientos más oscuros, sus miedos, sus paranoias? No, no soy de los que hablan, pensó, como si repetirlo una y otra vez le ayudara a convencerse de que era lo correcto.
El rechazo a la idea no solo venía de su carácter reservado. Había algo más. Una desconfianza que se había sembrado en él desde hace tiempo. ¿Y si iba a un psicólogo y todo lo que contaba llegaba a oídos del asesino? ¿Y si alguien usaba sus confesiones en su contra? No, no podía arriesgarse. La información personal era poder, y si algo había aprendido en sus años como detective, es que dar demasiado acceso a tu mente a otro podía convertirse en una debilidad. Cualquiera podía filtrar algo. Incluso aquellos que se suponía estaban allí para ayudarte.
Había visto demasiados casos donde los psicólogos terminaban exponiendo más de lo que debían, accidentalmente o no. ¿Qué garantía tenía de que lo que dijera en una sesión quedaría entre esas cuatro paredes? Además, hablar de su paranoia, de cómo se sentía observado constantemente, solo le daría más motivos al asesino para burlarse de él. Porque Nathaniel estaba seguro de que quien sea que estuviera detrás de todo esto, lo estaba observando, estudiando sus reacciones, empujándolo hacia el límite. Lo había sentido desde aquel día en que encontró la primera nota, y desde entonces, no podía deshacerse de esa sensación de ojos invisibles siguiéndolo a todas partes.
Miró de nuevo hacia la ventana de su oficina. Su reflejo le devolvió la mirada, pero no pudo evitar que una pequeña parte de su mente le dijera que, del otro lado, podría haber alguien, oculto en las sombras, esperando. Los cristales empañados, el flujo constante de personas afuera. Cualquiera podía estar observándolo sin que él lo supiera. No solo en su casa, sino incluso en la estación. Eso lo enfermaba. La idea de que, incluso en los lugares donde debería sentirse seguro, nunca estaba realmente solo.
Se levantó de nuevo, caminando hacia la puerta de su oficina, asegurándose de que estaba bien cerrada. Luego revisó las persianas. Todo estaba en su lugar, pero no podía quitarse de encima esa sensación de vulnerabilidad. Volvió al escritorio, pero la calma no llegaba. Abrió su computadora, más por impulso que por necesidad, y revisó un par de documentos sin prestarles mucha atención. Todo era un esfuerzo inútil por distraerse.
Jonathan no tiene idea de lo que está pidiendo,pensó con frustración. No es que tenga algo contra los psicólogos... simplemente no puedo confiar en ellos. No después de todo lo que había pasado. El asesino ya había estado un paso por delante demasiadas veces. Había manipulado a personas, había jugado con ellos, con él, dejándole mensajes como si se tratara de una especie de predicador, hablando directamente a su mente. Si ni siquiera podía protegerse en su propio apartamento, ¿qué seguridad tendría en una oficina donde debía desnudarse emocionalmente?
No podía mostrarse débil. No ahora. El asesino estaba jugando con su cabeza, y si lo notaba, si se daba cuenta de que lo estaba afectando, lo atacaría. Sería una señal de victoria para él. Además, Nathaniel había sido criado para lidiar con sus problemas por su cuenta. No era de los que se sentaban a desahogarse, y menos a hablar de cómo los asesinatos lo afectaban. Se suponía que debía ser fuerte, el que llevaba la carga sin quebrarse.
Apretó los puños con fuerza, sintiendo cómo la frustración crecía. El maldito tic-tac del reloj parecía más fuerte ahora, casi insoportable. Y todo lo que le pasaba por la cabeza —su familia, el caso, Jonathan— solo lo mantenía en ese estado de alerta constante, como si cada pensamiento fuera una pieza más de un rompecabezas imposible de resolver.
Caminó hacia la cafetera, vertiendo café en un vaso de papel que estaba sobre el escritorio. Bebió un sorbo, pero el líquido amargo no le ofrecía ninguna tregua. Lo único que hacía era recordarle que, aunque su cuerpo pedía descanso, su mente no lo dejaría detenerse.
Jonathan, pensó. El imbécil con el que me he encariñado. La ironía no se le escapaba. El mismo Jonathan que lo molestaba, que lo sacaba de quicio con su actitud despreocupada, era también la única persona con la que podía contar para resolver este caso. Y ahora quería sacarlo del juego, protegerlo como si fuera un niño. Lo más sensato sería alejarlo del caso antes de que terminara como las otras víctimas. No se podía permitir perderlo.
El problema era que no confiaba en nadie más. Nadie lo entendía como Jonathan, ni trabajaba con la misma intensidad. Si lo alejaba, ¿a quién tendría como respaldo? Nadie conocía los detalles como él. Pero la posibilidad de que algo le ocurriera... Lo peor era que Jonathan no se daba cuenta del peligro. Era impulsivo, tomaba riesgos que Nathaniel nunca aprobaría, y eso lo ponía directamente en la línea de fuego.
Miró el teléfono, el impulso de llamarlo crecía. Decirle que se alejara del caso, que tomara unas vacaciones, que hiciera cualquier cosa menos seguir jugando al detective con este asesino que parecía obsesionado con ambos. Pero no lo haría. Jonathan lo odiaría por eso, y además, ¿qué excusa podía darle? No podía simplemente admitir que se estaba encariñando, que tenía miedo de perderlo.
Soltó el vaso de café, sintiendo el temblor en sus manos. El nudo en su estómago no desaparecía, solo se hacía más grande. Nathaniel cerró los ojos un momento, tratando de tomar una respiración profunda. Pero la paranoia seguía allí, como un cuchillo que lo pinchaba constantemente.
No iba a ir a un psicólogo. Y no porque pensara que no lo necesitaba, sino porque no confiaba en nadie con sus secretos.
Nathaniel no podía deshacerse de la sensación que lo consumía. Los pensamientos intrusivos lo envolvían como una sombra densa, sofocante. Su mente, normalmente tan disciplinada, tan metódica, ahora se había convertido en un campo de batalla descontrolado. Cada vez que trataba de enfocarse en los documentos frente a él, imágenes horribles llenaban su cabeza: sus hijos, indefensos, atrapados en las garras del asesino. Los veía siendo acechados, manipulados, usados como peones en este retorcido juego.
¿Y si el asesino los encuentra? ¿Y si usa a mis hijos para castigarme por estar detrás de él?
La ansiedad lo asfixiaba. Se removió en la silla, sintiendo cómo su respiración se aceleraba. No, se dijo a sí mismo, intentando calmar la ola creciente de pánico. No voy a dejar que eso pase. Pero la idea de que ese monstruo estuviera observando cada uno de sus movimientos, que supiera de sus hijos, lo carcomía. Era un riesgo demasiado grande. No podía permitirse pensar en ello, pero al mismo tiempo, no podía evitarlo.
El sonido del reloj en la pared —ese constante tic-tac— parecía sincronizarse con el martilleo de sus pensamientos. Era un recordatorio constante de que el tiempo se estaba acabando, de que debía actuar, proteger a su familia, terminar con el caso antes de que fuera demasiado tarde. Pero cada segundo que pasaba lo acercaba más al borde del abismo, y la ansiedad se aferraba a su pecho como un par de manos invisibles, apretando más fuerte con cada nuevo pensamiento.
Tic-tac. Tic-tac.
Las manecillas del reloj se movían como una amenaza latente. Nathaniel trató de ignorarlo, enfocándose en los documentos, en las fotos de las víctimas, en cualquier cosa que lo distrajera del miedo que lo consumía. Pero no podía. ¿Qué pasa si los toma a ellos? ¿Qué pasa si se atreve a ir por mis hijos?
La idea era insoportable.
Tic-tac. Tic-tac.
De repente, todo lo demás quedó en silencio. Solo podía escuchar ese maldito sonido. Era como si el reloj estuviera burlándose de él, recordándole que estaba fallando, que cada segundo que pasaba era uno más en el que no podía proteger a los que amaba. Su corazón martillaba en su pecho, los pensamientos giraban fuera de control. Sabía que no podía seguir así, pero no podía detenerse.
Sin pensarlo dos veces, en un impulso de rabia y desesperación, se levantó de golpe, arrancando el reloj de la pared. El ruido del vidrio al romperse cuando lo estampó contra la pared llenó la oficina. El destrozo fue instantáneo, el eco del golpe vibrando en sus oídos mientras los pedazos caían al suelo, desperdigándose por el suelo como fragmentos de su propio autocontrol.
En ese mismo momento, la puerta de la oficina se abrió de golpe. Jonathan se sobresaltó al entrar justo cuando el reloj se hacía pedazos a su lado. La expresión de sorpresa rápidamente se convirtió en una mezcla de frustración y enojo.
—¡Nathaniel, por el amor de Dios! —exclamó, levantando las manos como si no pudiera creer lo que acababa de ver—. ¿Qué mierda te pasa?
Nathaniel, todavía respirando con fuerza, miró los restos del reloj, como si no pudiera comprender lo que había hecho. Pero Jonathan no le dio tiempo para reaccionar.
—Necesitas un puto maldito descanso —dijo, la voz cargada de irritación y preocupación al mismo tiempo—. Si vas a empezar con la etapa de romper cosas, te juro que voy a esposarte y hacerte tener un maldito descanso obligatorio. ¡Y hasta que no te vea apto, no voy a dejar que pises esta estación!
Nathaniel abrió la boca para replicar, pero Jonathan lo cortó antes de que pudiera decir una palabra.
—¡Elige lo que vas a hacer, cabrón de mierda! —espetó Jonathan, señalándolo con el dedo—. Tienes tres putas opciones en este momento. O te tomas un descanso obligatorio de cinco meses, quedando fuera del caso por completo; o te llevo a un maldito psicólogo para que hables con un profesional, o hablas conmigo. ¡Pero algo tienes que hacer, porque así no puedes seguir!
Nathaniel se quedó en silencio, la adrenalina aún corriendo por sus venas. La furia y la desesperación luchaban por controlar su respuesta, pero las palabras de Jonathan lo golpearon con una verdad que no podía ignorar. Sabía que estaba al límite, que cada día se sentía más cerca de perder el control, pero no podía permitirse un descanso. El caso dependía de él. La vida de sus hijos dependía de él. Todo dependía de él.
—No necesito un descanso —masculló Nathaniel, pasando una mano por su rostro—. Estoy bien.
—¿"Bien"? —Jonathan lo miró, incrédulo—. ¡Acabas de romper un reloj contra la pared, Nathaniel! Eso no es estar bien. Eso es estar al borde de una jodida crisis.
Nathaniel apretó los puños, tratando de contener el torrente de emociones que lo inundaba. Sabía que Jonathan tenía razón, pero no podía admitirlo. No soy débil, se dijo a sí mismo. No necesito ayuda.
—Solo... solo necesito terminar este caso —murmuró, casi para sí mismo.
Jonathan lo miró, sus ojos llenos de una frustración que iba más allá de la simple preocupación. Se acercó y dejó una bolsa de comida en el escritorio de Nathaniel, su voz ahora más calmada, pero firme.
—Mira, Nat, sé que odias que te diga esto, pero no puedes seguir así. No eres indestructible. —Tomó aire, como si intentara calmar su propio enojo—. Si no te cuidas, si no te tomas un respiro, vas a acabar hecho pedazos. Y entonces, no vas a poder ayudar a nadie. Ni a ti, ni a tus hijos.
El simple hecho de que Jonathan mencionara a sus hijos hizo que Nathaniel sintiera un nudo más apretado en el estómago. Ese miedo que había estado reprimiendo, esa idea de que el asesino podría ir tras ellos, lo golpeó de lleno. Estaba tan preocupado por perder el control que no se había dado cuenta de cuánto estaba arriesgando al ignorar su propio bienestar. Pero... aún así, la idea de detenerse, de alejarse del caso, era insoportable.
Jonathan suspiró, viendo la lucha interna en el rostro de Nathaniel. Dio un paso hacia la puerta, pero antes de salir, lo miró de nuevo, más calmado.
—Hablemos después, ¿sí? Si no con un psicólogo, al menos conmigo. Pero no puedes seguir llevándolo todo tú solo.
Jonathan no iba a dejar que Nathaniel se escapara esta vez. Sabía cómo funcionaba, cómo intentaba barrerlo todo debajo de la alfombra, como si pudiera soportar el peso del mundo sin quebrarse. Pero Jonathan ya lo había visto llegar al borde del precipicio y no iba a quedarse de brazos cruzados mientras Nathaniel caía de cabeza.
—¡No puedes seguir poniendo esa cara de "todo está bien"! —exclamó, caminando de un lado al otro en la oficina, como un león enjaulado, frustrado hasta el límite. Su mirada pasó rápidamente por los pedazos del reloj roto, y señaló el desastre con una mano temblorosa por la rabia contenida—. ¿Y esto? ¿Vas a decirme que estás bien después de estampar ese maldito reloj contra la pared? ¿Por qué lo rompiste?
Nathaniel lo observaba desde su silla, su mandíbula apretada, sin decir una palabra. No había una respuesta clara en su mente. Ni siquiera sabía por qué había roto el reloj. Había sido un impulso, una reacción a la presión constante que lo estaba aplastando, pero no quería admitirlo. Se limitó a desviar la mirada, como si los fragmentos de vidrio y metal dispersos por el suelo fueran la solución a su problema.
—¡Responde, Nathaniel! —Jonathan lo cortó—. ¿Qué es lo que te pasa? ¿Por qué no puedes admitir que necesitas ayuda?
Nathaniel apretó los puños. Odiaba sentirse acorralado, odiaba que Jonathan lo empujara de esa manera, pero más que nada, odiaba la verdad que se escondía detrás de esas preguntas. Pero no podía mostrar debilidad. No podía ceder.
—No rompí el maldito reloj a propósito —respondió, su tono gélido. Pero la excusa sonaba vacía incluso para él.
Jonathan dejó escapar una risa corta, sarcástica, y negó con la cabeza, sin poder creer lo que estaba escuchando. Se detuvo frente a Nathaniel, mirándolo con una mezcla de frustración y enojo.
—No, claro que no —dijo, su voz teñida de irritación—. Seguro fue un accidente, ¿verdad? Seguro te tropezaste y el reloj salió volando. Vamos, Nathaniel, ¿cuánto tiempo más vas a seguir pretendiendo que eres una maldita máquina indestructible?
Nathaniel lo miró fijamente, su cuerpo tensándose más con cada palabra. No quería escuchar aquello, no quería que Jonathan siguiera metiéndose en su cabeza, hurgando en todo lo que estaba tratando de reprimir. Máquina indestructible. La frase golpeó algo profundo dentro de él. Era exactamente lo que sentía que tenía que ser, y exactamente lo que sabía que no podía ser.
—Jonathan... —empezó a decir, pero su voz sonaba demasiado débil, demasiado quebrada, incluso para él. Así que volvió a cerrarse, a morderse la lengua. No voy a ceder.
Pero Jonathan no iba a dejar que se callara. Dio otro paso adelante, esta vez inclinándose hacia él, sus ojos brillando con una mezcla de determinación y enfado.
—Escúchame, Nathaniel, porque parece que no lo entiendes —dijo, alzando un dedo como advertencia—. No eres invencible. No puedes seguir cargando con todo esto solo. Y, honestamente, ya me tienes harto con esa actitud de “yo puedo con todo.” Porque está claro que no puedes. —Hizo una pausa, apuntando nuevamente al reloj roto—. ¿Sabes lo que veo cuando miro esto? Veo a un tipo que está al borde de perderlo todo, que está tan obsesionado con ser fuerte que se está rompiendo a sí mismo en pedazos.
Jonathan comenzó a caminar de nuevo por la oficina, incapaz de quedarse quieto por la intensidad de sus emociones. Estaba cansado de ver cómo Nathaniel se destruía, cómo su compañero se hundía cada vez más en ese abismo de estrés, paranoia y autodestrucción.
—¿Cuánto tiempo llevas sin dormir bien? —preguntó, pero no esperó respuesta—. ¿Cuánto tiempo llevas sin comer? ¡Mírate, Nathaniel! Te estás matando a ti mismo con esto.
Nathaniel apretó los labios, sintiendo cómo la tensión crecía en su pecho. Jonathan tenía razón, pero admitirlo sería como desmoronarse por completo. Y no podía permitirse eso.
—Estoy bien —insistió, con la voz baja y rígida, como si pronunciarlas hiciera que fueran ciertas. Pero Jonathan lo fulminó con la mirada.
—¡No, no lo estás! —soltó, casi gritando ahora—. No lo estás. Y si sigues negándolo, si sigues actuando como si nada te afectara, vas a acabar muerto o en un hospital, ¿y quién va a cuidar de tus hijos entonces? ¿Quién va a detener al asesino si tú ya no puedes hacerlo?
Ese último golpe fue el que realmente lo hizo tambalearse. El silencio que cayó sobre ellos después de esas palabras era pesado, casi tangible. La mención de sus hijos, de la posibilidad de fallarles, de dejarlos solos... eso fue lo que hizo que Nathaniel bajara la guardia, aunque solo por un momento.
—¿De verdad crees que no sé todo eso? —espetó Nathaniel finalmente, su voz baja pero llena de una rabia reprimida—. No me puedes decir algo que no haya pensado mil veces. Sé que estoy al límite. Pero no puedo detenerme, Jonathan. No puedo... —su voz se quebró, y tuvo que respirar profundamente antes de continuar—. No puedo permitir que ese asesino gane. No puedo permitir que mis hijos estén en peligro.
Jonathan lo miró por un momento, su rostro suavizándose un poco al ver la desesperación en los ojos de Nathaniel. Dio un paso más cerca, esta vez su tono fue más bajo, pero igual de firme.
—No estás solo en esto, Nat —dijo, su voz aún teñida de enojo, pero más cálida—. No tienes que llevarlo todo tú solo. Deja de ser tan terco. Si no quieres ver a un psicólogo, está bien. Pero habla conmigo, al menos. No sigas tragándote toda esa mierda solo, porque te va a matar. —Suspiró, pasándose una mano por el cabello—. Maldita sea, Nathaniel, me importas. No quiero verte destruirte.
El silencio volvió a llenar la habitación, solo roto por el crujido de los fragmentos de reloj bajo los pies de Jonathan cuando retrocedió. Ambos sabían que la batalla no estaba ganada aún, pero Jonathan había dejado su punto claro: Nathaniel no podía seguir así.
Jonathan dejó escapar un resoplido de pura frustración y, sin decir más, se giró bruscamente y tomó una de las sillas de la oficina, arrastrándola hasta quedar frente a Nathaniel. Se dejó caer en ella con un golpe seco, inclinándose hacia adelante, los codos apoyados en las rodillas, mirándolo fijamente con una expresión severa.
—Escucha bien, Nathaniel —dijo, su voz aún cargada de enojo, aunque más controlada—. No me importa qué excusas tengas, ni cuántas veces me digas que ya comiste. —Se señaló a sí mismo con el pulgar—. Porque sé que no es cierto. Así que te lo voy a dejar claro: no me muevo de aquí hasta que te metas algo de comida en el estómago.
Extendió una bolsa de papel marrón que había traído consigo, sin recordar exactamente qué era lo que había dentro. Su enojo había sido tal que ni siquiera le había prestado atención al contenido. Solo sabía que Nathaniel necesitaba comer.
—No sé qué mierda te traje, pero da igual. Te lo vas a comer, sea lo que sea. —Su tono no dejaba lugar a réplica.
Nathaniel lo miró con ojos cansados, la mandíbula apretada. El hambre no era algo que le importara en ese momento, pero sabía que discutir con Jonathan solo prolongaría el problema. No tenía fuerzas para una pelea más, así que tomó la bolsa con resignación y la abrió. Era un sándwich simple, nada especial, pero solo pensar en comer le revolvía el estómago.
—No tengo hambre —murmuró, casi de manera automática, con un tono apagado.
—No me importa. Come de todos modos —replicó Jonathan, cruzándose de brazos y observándolo fijamente.
Nathaniel suspiró pesadamente y le dio un mordisco al sándwich, masticando lentamente, sin ganas, como si fuera una tarea ardua. Cada bocado le costaba más que el anterior, pero bajo la mirada constante de Jonathan, no tenía otra opción más que seguir comiendo. La comida apenas le pasaba por la garganta, y sentía que cada mordisco lo desgastaba un poco más. Sabía que estaba a punto de romperse, pero no lo admitiría.
Mientras Nathaniel comía en silencio, Jonathan observaba cada movimiento, atento a cada señal de cansancio o resistencia. Al ver la lucha evidente en su compañero, su expresión de enojo se fue suavizando poco a poco, y aunque la frustración seguía ahí, la preocupación comenzó a ganar terreno. Jonathan se levantó un momento, tomó un bolígrafo del escritorio y, sin decir una palabra, comenzó a escribir algo en un papel suelto que encontró entre los informes y carpetas dispersos.
Cuando terminó de escribir, dobló el papel en dos y lo dejó sobre el escritorio frente a Nathaniel, golpeando ligeramente la mesa para captar su atención.
—Es el número y la dirección de una psicóloga —dijo, su tono un poco más bajo, pero aún firme—. La misma que ayudó a mi hermano cuando estaba metido en la mierda con las adicciones. Si decides ir, no tienes que hacerlo solo. Yo te acompaño, ¿entendido?
Nathaniel levantó la mirada del sándwich que apenas había tocado y observó el papel, la letra de Jonathan escrita de forma apresurada, pero clara. Su estómago se revolvió un poco más, esta vez no por la comida, sino por la simple idea de ir a un psicólogo. Pero no pudo evitar sentirse sorprendido por el gesto de Jonathan. Era como si, a pesar de toda la frustración y enojo que había mostrado, estuviera dándole una salida, una opción para no enfrentar todo esto solo.
Jonathan lo observaba en silencio, su expresión expectante, pero sin presionar más. Sabía que no podía forzar a Nathaniel a aceptar la ayuda, pero al menos ya había dejado las cartas sobre la mesa.
—Haz lo que quieras con esa información, Nat. Pero no sigas así, o te vas a destruir.
Nathaniel miró el papel sobre el escritorio, los números borrosos ante su mirada fija, mientras su mente intentaba procesar lo que acababa de escuchar. Jonathan había dicho esas palabras como si fueran una solución simple, pero para Nathaniel, la idea de acudir a un psicólogo seguía siendo inaceptable. No era solo por el orgullo, aunque eso jugaba un papel importante. Había algo más profundo, más arraigado en su desconfianza hacia esa clase de ayuda.
Por un momento, el silencio entre ambos se sintió tan pesado como el sonido de las manecillas del reloj que había roto. Jonathan seguía allí, con los ojos clavados en él, esperando. Era evidente que no se iría hasta que Nathaniel reaccionara, pero el rubio no estaba listo para ceder, no aún.
—No necesito ir —dijo finalmente Nathaniel, su voz áspera, con un tono mucho más apagado de lo que pretendía—. Estoy bien.
Jonathan dejó escapar una risa sin humor, recostándose en la silla con los brazos cruzados.
—Sí, claro. Porque romper relojes y apenas comer es la imagen perfecta de estar bien —replicó con sarcasmo, señalando el lugar donde las piezas del reloj seguían esparcidas por el suelo.
Nathaniel frunció el ceño, y aunque sentía la frustración acumulándose en su pecho, sabía que Jonathan tenía razón. Eso lo enfurecía más. Pero aún así, no podía permitirse mostrar debilidad. No con el asesino acechando, no con sus hijos en la ecuación. Sus pensamientos se oscurecieron al recordar a los gemelos, las imágenes de ellos siendo observados por esa misma sombra que lo había estado acosando durante semanas. El asesino ya había dejado claro su obsesión, y cada día que pasaba, Nathaniel sentía que la amenaza se acercaba más a su vida personal.
—Mira, Jonathan, no puedo dejarme caer ahora —respondió Nathaniel, apretando los puños sobre el escritorio—. ¿Y si le pasa algo a mis hijos? Ese maldito bastardo está jugando con nosotros, conmigo. No puedo distraerme, no puedo bajar la guardia, ¿entiendes? No puedo… —Su voz se quebró un poco al final, pero rápidamente carraspeó y recuperó su tono firme.
Jonathan se quedó en silencio un momento, la dureza en su expresión suavizándose al escuchar a Nathaniel mencionar a sus hijos.
—Nat... —Jonathan lo interrumpió, levantándose de su silla para acercarse al escritorio—. No puedes hacerlo todo solo. Nadie puede. Si sigues así, vas a derrumbarte, y entonces serás una presa fácil para ese psicópata. O peor, algo podría salir mal con el caso, y alguien más podría salir herido. No puedes proteger a todo el mundo si no te proteges a ti mismo primero.
Las palabras de Jonathan penetraron la coraza que Nathaniel había levantado. Sabía que su compañero tenía razón, pero admitirlo era lo más difícil. Era una lucha constante, una guerra interna entre el instinto de supervivencia y su propio orgullo. La imagen de sus hijos seguía ahí, siempre presente en el fondo de su mente, y la sola idea de que algo les ocurriera por su culpa lo aterrorizaba más que cualquier cosa.
Jonathan dio un paso más cerca, inclinándose sobre el escritorio y señalando el papel una vez más.
—Tienes opciones, Nat. No estoy diciéndote que vayas corriendo ahora mismo, pero... no puedes seguir ignorando esto. Si no confías en un psicólogo, está bien. Habla conmigo, maldita sea. Haz algo. Lo que sea. Pero no me vengas con excusas de que estás bien cuando claramente no lo estás.
Nathaniel cerró los ojos un momento, sintiendo el peso de la ansiedad presionando su pecho. Las palabras de Jonathan resonaban en su mente, mezclándose con los recuerdos de las noches en vela, el constante temor de que el asesino estuviera siempre un paso por delante, de que sus seres queridos fueran los próximos en la lista. Había intentado ser fuerte, mantenerse en control, pero su cuerpo estaba fallando, y su mente empezaba a mostrar grietas.
Finalmente, respiró hondo y abrió los ojos, mirando a Jonathan con una mezcla de cansancio y resignación.
—Está bien —dijo en voz baja, apenas un murmullo—. Comeré. Y... pensaré en lo demás.
Jonathan lo observó por un momento más, midiendo sus palabras. Luego asintió, relajando los hombros un poco. No era una victoria completa, pero era un paso.
—Eso es todo lo que te pido, Nat. —Se enderezó, apartándose del escritorio—. Y si necesitas que te arrastre hasta la psicóloga o a cualquier lugar, ya sabes que lo haré. No te vas a librar de mí tan fácilmente.
La sombra de una sonrisa casi imperceptible cruzó el rostro de Nathaniel, pero fue fugaz. Asintió, volviendo a centrar su atención en el sándwich que aún no había terminado.
—No me hagas esa oferta —murmuró, más para sí mismo.
Jonathan se giró hacia la puerta, pero antes de salir, se detuvo, dándole una última mirada al rubio.
—Voy a revisar el caso del chico del bosque. Tú... descansa un poco. Nos vemos luego.
Y con eso, salió de la oficina, dejando a Nathaniel solo una vez más. Pero esta vez, algo había cambiado. Aunque pequeño, era un destello de conciencia, una grieta en su resistencia. Mientras masticaba lentamente, pensaba en las palabras de Jonathan, en sus hijos, y en la interminable lucha que había librado solo durante tanto tiempo.
Tal vez, solo tal vez, era hora de considerar que no tenía que enfrentarse a todo el peso del mundo por sí mismo.
Nathaniel se quedó solo en su oficina, observando el papel con el número escrito en él. La tinta parecía haberse impregnado en su mente, cada cifra grabada como una decisión que aún no estaba listo para tomar. El resto del día había pasado en una especie de neblina, con su mente atrapada en esa misma batalla mental que parecía no tener fin. Jonathan tenía razón, aunque reconocerlo le dolía como una herida abierta. No era una máquina, por más que quisiera creerlo. Estaba cansado, extenuado, y los recuerdos de sus hijos —sus rostros inocentes— seguían agolpándose en su mente, cada vez más insistentes. El miedo de que algo les pasara lo estaba carcomiendo.
Por la tarde, después de haber terminado a duras penas con el papeleo, se quedó mirando el papel que Jonathan le había dejado en el escritorio. El número y la dirección de la psicóloga. Zafira Horowitz, así se llamaba. Nathaniel no podía evitar sentir una profunda aversión. ¿Por qué tenía que llegar a este punto? ¿Por qué no podía manejarlo como lo había hecho siempre? Pero al mismo tiempo, sabía que seguir como estaba no era una opción. Si colapsaba, si bajaba la guardia por un segundo, no solo él pagaría el precio. Sus hijos, Jonathan, y quién sabe quién más podrían estar en peligro.
Levantó el papel, mirándolo detenidamente. Sus dedos lo doblaban y desdoblaban mientras sus pensamientos luchaban entre sí. Ir a un psicólogo era algo que nunca había considerado seriamente. Tenía demasiadas razones para no hacerlo. No confiaba en hablar de sus miedos más profundos con alguien que no conocía, que no sabía por lo que estaba pasando. Además, había una paranoia constante que le susurraba que el asesino estaba siempre vigilándolo, que ir a un lugar como ese podría exponerlo más. ¿Qué tal si el asesino lo seguía hasta allí? ¿Y si usaba esa vulnerabilidad en su contra? No, no podía permitir que eso sucediera.
Pero entonces, sus hijos. La imagen de ellos, felices e inocentes, siempre venía a la mente cuando estaba a punto de rechazar la idea. No podía ser tan testarudo, no si eso significaba ponerlos en peligro. Sus dedos apretaron el papel con fuerza, mientras un suspiro pesado escapaba de su pecho. Sentía que la ansiedad lo apretaba por dentro, como si el aire en la habitación fuera cada vez más denso, más difícil de respirar.
Finalmente, con la mandíbula tensa, decidió dejar de pelear consigo mismo. Había llegado el momento de hacer algo, aunque fuera el último recurso que quisiera tomar. Con un movimiento lento, pero decidido, tomó su teléfono del escritorio, sus manos algo temblorosas. Marcó el número escrito en el papel, y cada tono que escuchaba mientras sonaba el teléfono parecía prolongar la agonía de la decisión que estaba tomando.
"Zafira Horowitz, consultorio de psicología, ¿en qué puedo ayudarlo?"
La voz del otro lado era calmada, casi demasiado amable para lo que Nathaniel estaba acostumbrado. Se quedó en silencio unos segundos, tratando de encontrar las palabras adecuadas. ¿Cómo se supone que empezaba esa conversación? Su boca se secó, y por un instante consideró colgar.
—Soy... —empezó, pero su voz sonaba más ronca de lo que esperaba—. Me gustaría pedir una cita con la doctora Horowitz.
—Claro, ¿puedo saber su nombre y la razón de la consulta? —preguntó la voz, educada pero sin juicio.
Nathaniel dudó. El mero hecho de tener que explicar el motivo lo hacía sentir vulnerable, como si admitir en voz alta que necesitaba ayuda significara que ya había fracasado. Miró el reloj roto en el suelo y se recordó que las cosas ya estaban lo suficientemente mal.
—Nathaniel... Nathaniel Holloway Hayes —respondió, tragando saliva antes de continuar—. La razón es... estrés laboral.
Esa respuesta le sonaba ridículamente vaga, pero no podía decir más. No podía contarle a la recepcionista todo lo que estaba pasando por su mente, las imágenes del asesino, de sus hijos, de Jonathan. No aún. Tendría que ser algo que, si lo decía, lo haría con la doctora directamente.
—Entendido, señor Hayes. Tenemos un espacio disponible mañana a las cuatro de la tarde. ¿Le parece bien?
Nathaniel asintió instintivamente, aunque la persona del otro lado no pudiera verlo.
—Sí, está bien.
—Perfecto. Lo esperamos entonces. Muchas gracias por llamar, señor Hayes.
La llamada terminó, y Nathaniel se quedó con el teléfono en la mano, sintiendo como si acabara de cruzar una línea invisible que no sabía si estaba listo para enfrentar. Había tomado la decisión más difícil, y aunque aún dudaba de si realmente iba a poder sentarse en esa sala de consulta, el primer paso estaba hecho.
Dejó el teléfono a un lado y se apoyó en el respaldo de su silla, exhalando lentamente. Sentía un peso en su pecho, la ansiedad aún presente, pero ahora había una ligera diferencia: un hilo de posibilidad, aunque tenue.
Nathaniel se quedó en su oficina por unos minutos más, inmóvil, mirando el vacío mientras su mente luchaba contra la sensación de haber cometido un error. La ansiedad que había sentido antes de hacer la llamada ahora solo había aumentado. ¿Qué demonios estaba haciendo? La idea de sentarse frente a una completa desconocida, exponiendo su vida, sus pensamientos más oscuros y vulnerables, lo aterraba de una manera que no estaba acostumbrado a sentir. A lo largo de su vida había enfrentado asesinos, casos imposibles y un sinfín de situaciones peligrosas. Pero esto... esto lo desarmaba por completo.
Cada segundo que pasaba parecía hacer el día de mañana más inminente, como una sombra que se cernía sobre él. La incomodidad en su pecho crecía, un nudo en su estómago que no cedía. Nathaniel no solía tener ataques de pánico, pero esto se sentía cercano. Se le secaba la boca y su corazón latía más rápido de lo que debería. No podía dejar de pensar en lo que le esperaba: tener que admitir frente a alguien que no podía manejar todo por sí mismo. Que no era esa máquina indestructible que él, y todos a su alrededor, creían que era.
Cuando miró el reloj —el que no había roto—, vio que se hacía tarde. Era hora de irse, pero no se sentía listo para enfrentar la soledad de su apartamento. Había algo sofocante en la idea de estar solo esa noche, atrapado en sus propios pensamientos, imaginando lo que podría suceder al día siguiente. Nathaniel se levantó de la silla lentamente, tomó su abrigo y decidió que lo mejor era salir de inmediato antes de quedarse atrapado en ese círculo de pensamientos.
Justo cuando estaba por cerrar la puerta de su oficina, una idea le cruzó la mente. Una parte de él no quería admitirlo, pero sabía que probablemente no iba a poder manejar esto solo. No mañana. No así. Jonathan había insistido en que él lo llevaría si lo necesitaba. Y aunque lo odiara, tal vez esta vez necesitaba aceptar esa ayuda.
Sacó su teléfono del bolsillo, dudando por unos segundos mientras miraba la pantalla. Su dedo se cernía sobre el nombre de Jonathan en su lista de contactos, y el simple hecho de pensar en pedirle ayuda lo hacía sentirse débil. Pero sabía que si intentaba hacerlo solo, probablemente se rendiría en el último momento. El miedo lo consumiría.
Suspirando profundamente, abrió la aplicación de mensajes y comenzó a escribir, aunque cada palabra que tecleaba le pesaba más que la anterior.
"Voy a necesitar tu ayuda mañana. Tengo una cita con la psicóloga a las 4. Podrías... ¿acompañarme?"
Miró el mensaje por un largo momento antes de enviarlo, con el dedo suspendido sobre el botón de enviar. Era humillante. Había pasado toda su carrera asegurándose de ser autosuficiente, de no depender de nadie, y ahora le estaba pidiendo ayuda a Jonathan. Pero si había alguien que entendiera la presión bajo la que estaba, era él.
Finalmente, apretó "enviar", y el mensaje desapareció de su pantalla.
El camino hacia su departamento fue silencioso, con solo el eco de sus propios pensamientos para hacerle compañía. Cada paso que daba parecía resonar en su mente como un recordatorio de lo que estaba por venir. El peso en su pecho no cedía. Llegó a su apartamento, y la falta de apetito lo hizo ignorar la idea de cenar. Se dejó caer en el sillón, mirando al techo, mientras trataba de calmar su mente, sabiendo que la noche sería larga.
El teléfono de Nathaniel vibró en su bolsillo cuando estaba a punto de acostarse, anunciando la respuesta de Jonathan. Con un suspiro cansado, sacó el celular y leyó el mensaje.
"Por supuesto, te acompaño. Paso por ti mañana a las 15:30. Tranquilo, todo saldrá bien."
Nathaniel dejó el teléfono en la mesa de noche y cerró los ojos, aunque el sueño seguía siendo esquivo. Sabía que Jonathan trataba de calmarlo, pero no había consuelo en lo que estaba por venir. No quería estar ahí. No quería hablar. Pero ya no había marcha atrás.
La mañana siguiente pasó como un borrón de ansiedad reprimida. El nudo en el estómago de Nathaniel no hacía más que apretarse mientras el reloj avanzaba lentamente hacia la hora de la cita. Cerca de las 16:00, un toque en la puerta anunció la llegada de Jonathan. Al abrir, se encontró con su compañero de siempre, pero esta vez, el humor usualmente ligero de Jonathan estaba ausente. Había una seriedad en sus ojos que solo lograba aumentar la incomodidad de Nathaniel.
—Listo para irnos, Nat? —preguntó Jonathan, sosteniendo las llaves del coche en la mano.
Nathaniel asintió, sin decir palabra, mientras se colocaba la chaqueta y lo seguía hasta el coche. El viaje transcurrió en silencio. Podía sentir la mirada de Jonathan posarse en él de vez en cuando, evaluando su estado, pero Nathaniel mantuvo la vista fija en la carretera, el paisaje pasando en un borrón que no hacía más que alimentar su nerviosismo.
Llegaron a los consultorios poco antes de la hora pactada, un edificio discreto, sin ninguna señal que lo hiciera destacar. Nathaniel sintió el corazón latir con fuerza en su pecho mientras bajaba del coche. Jonathan lo acompañó, caminando siempre detrás de él, como una sombra silenciosa, dándole su espacio pero al mismo tiempo estando cerca, lo suficiente como para que Nathaniel supiera que no estaba solo.
Cuando entraron en el edificio, Nathaniel sintió el aire pesado y frío, como si el lugar en sí amplificara su malestar. Apenas dieron unos pasos hacia la sala de espera, la puerta de uno de los consultorios se abrió, y una mujer alta de cabello castaño, con un rostro amable pero sereno, apareció. Al ver a Jonathan, sus labios se curvaron en una sonrisa ligera.
—Jonathan, qué sorpresa. —Su voz era cálida y profesional—. ¿Cómo está Arthur?
Jonathan le devolvió una sonrisa rápida, aunque un poco tensa.
—Está bien, mejor. Gracias por preguntar, doctora Zarkova.
La mujer asintió y luego miró hacia Nathaniel, evaluándolo brevemente antes de hablar.
—Y tú debes ser Nathaniel. —Su tono era suave, sin pizca de juicio, pero con una firmeza que le hizo sentir que ella ya sabía más de lo que él quisiera que supiera.
Nathaniel apretó los labios, incapaz de disimular la irritación que sentía. No estaba ahí para charlar. Estaba ahí porque, de alguna manera, Jonathan lo había arrastrado hasta ese punto. Sintió los hombros tensarse aún más.
—Pasa, por favor —dijo la doctora Zarkova, indicándole la puerta abierta detrás de ella—. Nos vemos en unos minutos, Jonathan.
Nathaniel le lanzó una última mirada a Jonathan, como si esperara algún tipo de salida, pero el azabache solo asintió con la cabeza, dándole el empujón silencioso que necesitaba para moverse.
—Estaré aquí cuando termines, Nat —dijo Jonathan, sin añadir nada más.
Nathaniel se giró hacia la puerta del consultorio, sintiendo como si el aire en sus pulmones se volviera más denso con cada paso que daba. Pasó por delante de la doctora y entró en la habitación. Apenas cerró la puerta, su estómago se revolvió, y sus manos se tensaron en puños. Estaba allí, sentado frente a una psicóloga. Un lugar donde nunca pensó que estaría.
La doctora Zarkova tomó asiento frente a él, pero no habló de inmediato. Lo dejó tomar un momento, dándole el espacio para ajustar su mente al entorno. Nathaniel no podía evitar mirar alrededor, incómodo. El espacio era cálido, pero él se sentía atrapado.
—¿Estás listo para empezar? —preguntó finalmente, su voz suave pero sin forzar.
Nathaniel tragó saliva. No. No estaba listo. Pero, por alguna razón, dijo:
—Supongo.
Nathaniel permaneció en silencio durante unos largos segundos, mirando sus propias manos. No estaba seguro de cómo empezar, de qué se suponía que debía decir. La idea de abrirse frente a alguien le resultaba insoportable. Siempre había sido el tipo de persona que cargaba con sus problemas solo, enfrentándolos con la frialdad de quien se ha acostumbrado a vivir con peso sobre los hombros. Pero aquí, frente a la psicóloga, sentía que esa fachada se agrietaba.
La doctora Zarkova no lo presionaba. Simplemente lo observaba con esa calma que, en lugar de incomodarlo, le daba algo de espacio para respirar. Finalmente, después de un suspiro casi imperceptible, Nathaniel soltó la primera palabra que le vino a la mente.
—No sé cómo funciona esto —admitió, su voz baja y tensa—. No estoy acostumbrado a... hablar de estas cosas.
Zarkova asintió, sus ojos no se apartaron de él.
—No tienes que saber cómo funciona. No hay reglas estrictas aquí. Solo hablamos, si te sientes cómodo. Si no, está bien. Podemos ir paso a paso.
Nathaniel apretó los puños sobre sus rodillas. "Paso a paso." Esa frase lo irritaba y lo calmaba a la vez. Sintió el peso en su pecho volverse algo más tangible, como si lo apretara por dentro. Quería hablar, pero no encontraba las palabras correctas. Finalmente, después de unos segundos más de silencio, empezó, aunque de manera entrecortada.
—No... me gusta sentir que no tengo control. —Las palabras salieron casi sin pensarlas—. Es... frustrante. Todo está... volviéndose caótico. —Hizo una pausa, claramente inseguro de si debía seguir hablando o no—. Hay cosas... que no me dejan en paz. Es como si siempre estuviera en alerta, como si... estuviera esperando a que algo terrible pase.
Sus pensamientos se arremolinaron en su cabeza, y un sudor frío le recorrió la espalda al pensar en sus hijos. En la posibilidad de que el asesino estuviera cerca. La paranoia se había convertido en su compañera constante, pero decirlo en voz alta lo hacía sentir vulnerable, expuesto de una forma que no le gustaba.
—No puedo... —continuó, ahora con más dificultad—. No puedo dejar de pensar en lo que podría pasar. En lo que podría suceder si no soy lo suficientemente rápido. No puedo permitirme errores.
El tic-tac del reloj en la oficina de la psicóloga empezó a resonar en sus oídos. Cada movimiento de la manecilla se sentía como un recordatorio del tiempo que se escapaba, como si lo estuvieran apurando hacia algo inevitable. Cerró los ojos por un momento, tratando de alejar la sensación de urgencia que lo invadía.
Zarkova, percibiendo la creciente ansiedad de Nathaniel, decidió suavizar el ambiente.
—Nathaniel, lo que estás sintiendo es comprensible —dijo en voz baja, manteniendo su tono neutral pero empático—. La presión constante, el miedo de que algo salga mal... puede consumirnos. ¿Cuánto tiempo llevas sintiéndote así?
Nathaniel apretó la mandíbula, sin saber si responder. Finalmente, murmuró:
—Demasiado. Es... como si todo se desmoronara, como si... cada vez fuera más difícil mantener todo bajo control. —Se inclinó hacia adelante en su asiento, pasando una mano por su cara con frustración—. No puedo dormir. No tengo hambre. No puedo... dejar de estar en alerta. Y no sé cómo salir de eso.
Zarkova asintió de nuevo, dejando que las palabras de Nathaniel fluyeran en su propio ritmo. Había algo en la forma en que él hablaba que revelaba una lucha interna mucho más profunda de lo que él estaba dispuesto a compartir. Ella no forzaría detalles específicos, pero estaba claro que su resistencia emocional y la presión externa lo estaban llevando al límite.
—Entiendo. —Hizo una pausa antes de continuar—. Me gustaría hacerte una pequeña prueba, Nathaniel. Es rápida y sencilla. No hay respuestas correctas o incorrectas. Solo quiero tener una idea más clara de cómo te estás sintiendo, ¿te parece bien?
Nathaniel la miró, dudando. Una prueba. Otra evaluación. Algo dentro de él quería decir que no, que no necesitaba ser examinado. Pero no podía negar que, hasta cierto punto, buscaba algo que le ayudara a entender lo que estaba sucediendo en su mente. Soltó un largo suspiro.
—Está bien —aceptó, aunque su tono era seco.
Zarkova sacó una hoja de papel en blanco y un bolígrafo de su escritorio, colocándolos frente a él.
—Me gustaría que dibujaras un reloj —indicó, su tono suave pero firme—. Un reloj que marque las diez y diez, por ejemplo.
Nathaniel arqueó una ceja, algo escéptico. Dibujar un reloj. Parecía una tontería, una actividad infantil que no le ayudaría a nada. Sin embargo, tomó el bolígrafo y comenzó a dibujar. Al principio fue cuidadoso, concentrándose en delinear el círculo, luego las manecillas, asegurándose de que estuvieran en la posición correcta.
El sonido del reloj real en la oficina seguía marcando los segundos con su irritante tic-tac. Cada pequeño movimiento de las manecillas en la pared parecía sincronizarse con sus propios pensamientos dispersos. Mientras intentaba terminar el dibujo, se dio cuenta de que le resultaba más difícil de lo que había anticipado. Algo tan simple como dibujar un reloj de repente parecía cargado de significado.
Cuando terminó, dejó el bolígrafo a un lado, sintiéndose un poco incómodo con la simplicidad del ejercicio.
Zarkova tomó la hoja sin hacer comentarios. Su rostro no mostraba ninguna reacción obvia mientras examinaba el dibujo. Sin embargo, Nathaniel notó un pequeño gesto en su expresión, algo que no supo interpretar del todo bien. No dijo nada sobre lo que había visto en el dibujo, simplemente lo dejó a un lado y le devolvió la mirada, manteniendo el ambiente neutral.
—Gracias —dijo ella con una leve sonrisa—. Creo que por hoy hemos avanzado bien.
Nathaniel no estaba tan seguro. Sentía que había revelado demasiado y al mismo tiempo no había dicho nada en absoluto. El tic-tac del reloj seguía resonando en su cabeza, recordándole que, aunque estuviera aquí, hablando, el tiempo no se detenía. Y lo que temía, lo que lo mantenía en vilo, seguía allá afuera, en movimiento.
El silencio en la oficina de la psicóloga se hizo más denso después de que Nathaniel entregó el dibujo. El eco del *tic-tac* del reloj en la pared parecía resonar más fuerte dentro de su cabeza, como si el tiempo estuviera presionándolo, apretando el nudo de ansiedad que llevaba días sintiendo. Zarkova, por su parte, no emitía juicio. Observaba el dibujo con una neutralidad que lo incomodaba, pero que también lo desarmaba. A él le gustaba tener el control, entender todo lo que pasaba a su alrededor, y ahora, sentía que su propio comportamiento estaba siendo diseccionado sin que él lo pudiera evitar.
—¿Eso es todo? —preguntó con sequedad, su voz saliendo más áspera de lo que pretendía. La tensión era palpable.
Zarkova levantó la vista del papel, ofreciéndole una sonrisa comprensiva.
—Por ahora, sí —respondió—. Lo que hemos hablado hoy ya es un gran avance, Nathaniel. A veces, empezar a soltar lo que llevamos dentro es lo más difícil.
Nathaniel no respondió de inmediato. Su mente seguía atrapada en la sensación de ser evaluado, de ser vulnerable ante una persona a la que apenas conocía. Estaba acostumbrado a ser el observador, a diseccionar el comportamiento de los criminales, de los testigos, incluso de Jonathan. Pero ahora las tornas se habían invertido y no le gustaba en absoluto. El tic-tac del reloj volvía a hacerse presente, martillando sus sienes, como si le recordara que el tiempo se estaba agotando.
—Mira, no sé qué se supone que deba pasar aquí —dijo, soltando un suspiro—. No estoy acostumbrado a esto. A... abrirme. Todo esto, lo que me está pasando... Es complicado.
Zarkova lo escuchó en silencio, dándole el espacio para que continuara. Nathaniel jugueteó con sus manos sobre el escritorio, luchando por organizar sus pensamientos.
—No confío en los psicólogos —admitió, la voz baja, como si las palabras fueran una confesión que no estaba seguro de querer hacer—. Nunca lo hice. No es nada personal, pero... no veo cómo sentarme aquí y hablar pueda arreglar lo que está roto.
Zarkova inclinó la cabeza, con la misma serenidad de siempre.
—Es natural sentirte así —dijo con calma—. Pero hablar no siempre es para "arreglar" algo. A veces es solo para entenderlo, para darle un nombre a lo que te está ocurriendo. Entiendo que no es fácil, y no te voy a forzar a nada. Lo importante es que has dado un paso para intentar comprender lo que te está afectando.
Nathaniel apretó los labios. En su mente, las imágenes se sucedían rápidamente: sus hijos, Claudia, el asesino. Las miradas vacías de las víctimas. Los mensajes inquietantes. Y luego Jonathan. Ese idiota, caminando siempre a su lado, sonriendo cuando la situación lo permitía, tratando de aligerar su carga. ¿Cómo iba a sacarlo del caso sin que sospechara? ¿Cómo asegurarse de que el imbécil no terminara siendo otra víctima?
El *tic-tac* del reloj seguía clavándose en su conciencia. Sin darse cuenta, sus manos se habían tensado de nuevo, apretadas en puños sobre sus rodillas. Cada vez que cerraba los ojos, veía los rostros de las personas que había fallado. Y luego, como un fantasma amenazante, el asesino, observando cada uno de sus movimientos. Sentía su mirada incluso en ese momento, como si cada segundo que pasaba lo acercara más a perder el control.
—Hay cosas que no puedo decir —murmuró, más para sí mismo que para Zarkova—. Detalles que no puedo compartir, pero... estoy preocupado por lo que podría pasarle a mi familia. A mis hijos.
Zarkova lo observó con atención, captando el peso detrás de sus palabras.
—Es natural que te preocupes por ellos, Nathaniel. Y lo que estás sintiendo ahora, esa ansiedad constante, es un reflejo de lo que llevas cargando desde hace mucho tiempo. Este es un espacio seguro, y aunque no puedas decirme todo, lo importante es que empieces a procesar cómo todo esto te está afectando. Lo que realmente te preocupa.
Nathaniel no respondió de inmediato, mirando el suelo como si este pudiera ofrecerle las respuestas que buscaba. Sentía que el suelo bajo sus pies se tambaleaba, que cada decisión que tomaba lo acercaba más al desastre. Y esa sensación de estar siendo observado, de que en cualquier momento algo horrible podría sucederle a sus hijos, se apoderaba de él. La ansiedad era como un peso en su pecho, sofocante, constante.
Zarkova se inclinó ligeramente hacia él, su voz suave pero firme.
—Nathaniel, ¿has pensado en lo que significaría delegar más? No todo puede depender de ti. Jonathan, tus colegas... No tienes que cargar con todo solo.
El nombre de Jonathan lo sacudió. Se removió en su asiento, tenso. Claro que había pensado en eso, en sacarlo del caso. Pero... no podía protegerlo siempre. Al mismo tiempo, la idea de que el asesino pudiera fijar su atención en el azabache lo aterraba.
—Jonathan no tiene por qué meterse en esto más de lo necesario —murmuró, casi como si se estuviera convenciendo a sí mismo—. No quiero que le pase nada. Ya estoy bastante jodido como para meterlo más en esto.
El tic-tac del reloj continuaba, ahora mucho más resonante. Zarkova lo notó pero no dijo nada al respecto. Solo se levantó suavemente de su asiento y le ofreció una pequeña sonrisa.
—Creo que hemos avanzado hoy. No hay necesidad de apresurarnos. Vamos a dejarlo aquí por ahora, y puedes tomarte tu tiempo para decidir cómo continuar. Lo importante es que sabes que no estás solo en esto, Nathaniel.
Nathaniel asintió, sin realmente procesar todo. Aún sentía ese peso en el pecho, ese miedo irracional de que algo estaba al acecho, esperando a que bajara la guardia. El sonido del reloj seguía martillando en sus oídos mientras se levantaba lentamente, sabiendo que esa batalla mental estaba lejos de terminar.
La puerta se abrió, y cuando salió de la oficina, encontró a Jonathan esperando.
Jonathan lo esperaba apoyado contra la pared, los brazos cruzados sobre el pecho. Su expresión era tensa, y aunque trataba de aparentar calma, Nathaniel podía ver el leve fruncimiento de su ceño. El rubio no tardó en percibir la incomodidad en su compañero.
—¿Qué te pasa? —preguntó, deteniéndose frente a él y estudiándolo con la mirada.
Jonathan, aún en su postura defensiva, se encogió de hombros y miró hacia otro lado, como si quisiera evitar el tema. Luego soltó un suspiro resignado.
—No es nada, solo... no me llevo del todo bien con estos lugares —dijo, señalando sutilmente la puerta del consultorio con un movimiento de la cabeza.
Nathaniel alzó una ceja, incrédulo.
—¿No te llevas bien? —repitió—. Pensé que me habías dicho que confiabas en la psicóloga. Tú mismo me insististe en venir aquí.
Jonathan rascó la parte trasera de su cabeza, con una sonrisa torpe y cansada.
—Sí, sí... ya lo sé. Y lo digo en serio. Pero... —vaciló, las palabras colgando en el aire por un segundo—. Al principio, también desconfiaba de los psicólogos. De todos ellos, en realidad. No sabía si podían realmente ayudar a alguien, o si simplemente te hacían hablar para hacerte creer que estás mejorando.
Nathaniel frunció el ceño. Esto le sonaba sorprendentemente familiar, como si Jonathan estuviera verbalizando parte de lo que él mismo había estado pensando durante días.
—¿Y qué cambió? —preguntó, genuinamente curioso.
Jonathan soltó una risa seca, más amargada de lo que pretendía, y se pasó una mano por la cara antes de responder.
—Lo que cambió fue... Arthur. Mi hermano —comenzó, su tono más serio que de costumbre—. Cuando todo se fue al carajo con él, con sus adicciones, sus recaídas... Bueno, no tenía más opciones. Lo llevé a Zarkova cuando ya estaba casi destruido. Yo tampoco estaba en mi mejor momento, pero sabía que si no hacía algo, lo iba a perder.
Nathaniel notó un brillo de tensión en los ojos de Jonathan, una mezcla de tristeza y cansancio que raramente mostraba.
—El día que vine con el labio roto —continuó Jonathan, evitando la mirada de Nathaniel—, no fue por una pelea en un bar o en la calle no recuerdo bien que te dije ese dia,realmente Fue por Arthur. Estaba desesperado, casi recayendo otra vez, y... terminamos a los golpes. No podía dejarlo ir así, no podía permitir que volviera a caer. Así que lo arrastré, literalmente, hasta el consultorio de Zarkova. Él no quería, estaba fuera de control, y bueno... ya te imaginas lo que pasó.
Nathaniel asintió, procesando la revelación. Recordaba el día en que Jonathan apareció con el labio partido y alguna que otra marca en el rostro, diciendo que había tenido un malentendido en un bar. Ahora la historia tenía mucho más sentido, y la tensión o seriedad que Jonathan mostraba ese día cobraba otra dimensión.
—Por eso estás tenso —dedujo Nathaniel en voz baja—. No es por la psicóloga en sí, sino por lo que pasó con tu hermano.
Jonathan asintió, su semblante más relajado ahora que lo había soltado. A pesar de la fachada despreocupada que siempre mostraba, estaba claro que la situación con Arthur había dejado una marca profunda.
—Sí —admitió—. Zarkova fue la única que pudo llegar a él. Y aunque al principio no confiaba, después de verlo mejorar... bueno, dejé de desconfiar un poco, al menos de ella. Pero estar aquí me trae recuerdos, supongo.
Nathaniel miró a Jonathan por un momento, comprendiendo mejor la razón detrás de su recomendación para que fuera con Zarkova. Era claro que había pasado por más de lo que solía admitir, y eso explicaba por qué se había tomado tan en serio la situación de Nathaniel.
—Gracias por traerme aquí —dijo Nathaniel, algo incómodo al expresar su gratitud, pero sintiendo que era necesario—. Sé que esto no es fácil para ti tampoco.
Jonathan sonrió levemente, encogiéndose de hombros como si no fuera gran cosa.
—No hay problema, rubio. Sabía que no ibas a ir solo, y sinceramente, te vendrá bien —respondió, volviendo a su tono relajado habitual—. Y aunque te sigas creyendo una máquina indestructible, ya era hora de que dejaras que alguien te ayudara un poco, ¿no crees?
Nathaniel rodó los ojos, pero no pudo evitar esbozar una sonrisa leve.
—No soy una máquina —murmuró, aunque algo en el fondo de su mente le decía que, de alguna forma, había intentado serlo por demasiado tiempo.
El tic-tac del reloj seguía resonando en su cabeza, pero ahora, con Jonathan a su lado, sonaba un poco más lejano, un poco menos agobiante.