『 °*• ❀ •*°』
Gwen V.
...
Recordaba con claridad los días que pasó en el departamento que compartía con su madre, Rita, en Portland. Tenía una hermosa vista al río Willamette, y aunque las calles rebosaban de vida, en casa todo era más tranquilo. Era una niña bastante distraída, y su mente estaba a menudo atrapada en pensamientos sobre su mamá.
Desde que tenía memoria, había percibido algo extraño en su mamá. Aunque siempre sonreía, Gwen podía sentir algo más profundo, una tristeza que latía justo detrás de esa sonrisa, como la lluvia silenciosa en un día gris. No sabía cómo ni por qué, pero la sentía como si fuera suya.
Cada vez que veía a su madre ayudar a otras personas —en su trabajo como psicóloga y trabajadora social—, no podía ocultar su admiración por ella. Pero también se preguntaba por qué, con todo lo que sabía sobre emociones y problemas, Rita no podía lidiar con los suyos.
A Gwen le preocupaba tanto que a veces se distraía en la escuela, pensando en qué podía hacer para ayudarla.
Una noche estaban en la cocina de su casa. Mientras su madre preparaba la cena, la niña tarareaba una canción infantil y jugaba con sus muñecas en la mesa. De repente, sin saber muy bien cómo, había empezado a cantar cosas que sentía en el aire.
—¿Por qué estás triste, mamá? —preguntó de repente, sin levantar la vista de su muñeca favorita.
Rita se había quedado inmóvil, con el cuchillo suspendido en el aire.
—No estoy triste, cariño —dijo, pero Gwen había sentido la tristeza como si fuera suya. Era un peso suave pero constante, como la lluvia cayendo en un día nublado.
Había ocasiones en que, sin saber por qué, podía identificar exactamente cómo se sentían las personas a su alrededor. Las emociones de otros se le filtraban, como olas invisibles que iban y venían; intensas y precisas. Podía percibir amor, miedo, deseo o incluso resentimiento, sin necesidad de palabras. Eso, se sentía como un peso que llevaba sin entender, haciéndola más sensible de lo normal.
Hasta que los incidentes se volvieron peligrosos y más difíciles de explicar. La rabia de Gwen había sido como una chispa en el parque un día de verano: dos niños comenzaron a pelear sin razón, lanzando puñetazos sin poder detenerse. Otra ocasión, su tristeza había roto a su maestra en plena clase de geometría; la mujer, entre lágrimas, salió del aula sin palabras.
Pero lo más peculiar de ella era algo que operaba sin que ella lo supiera. A veces salía sin querer y Gwen no se daba cuenta. Solo sabía que las personas que la escuchaban la obedecían, la mayoría de ocasiones. Una vez simplemente pidió que un examen final se anulara y eso pasó.
A los nueve años, le diagnosticaron TDAH y dislexia después de reprobar tres materias. Temía que su madre se decepcionara, pero Rita nunca se enojó. En cambio, le explicó que las dificultades no definían su valor. Le ofreció paciencia, cariño, comprensión y la máxima ayuda posible. Cada esfuerzo era bienvenido por más pequeño que fuera. Sin embargo, esa amabilidad hacía que Gwen se sintiera aún más culpable, como si la estuviera decepcionando sin querer.
El psicólogo escolar le pidió que hablara sobre su vida. Cuando le preguntaron por su padre, Gwen solo pudo encogerse de hombros. “No lo conozco,” dijo. No mintió.
Aunque Rita rara vez hablaba de él, ella sabía que su madre había amado profundamente a ese hombre de mirada intensa y sonrisa traviesa. Un amor tan poderoso como breve. Pero ese hombre nunca regresó; por mucho tiempo, Gwen asumió que había sido porque algo en ella no había sido suficiente para retenerlo.
Nunca supo qué fue hasta que su mamá le contó la verdad. Ella no era normal y su padre era un dios. Eso no fue precisamente una tranquilidad; en el Campamento Júpiter, todas las emociones y sentimientos fueron mucho más fuertes que la de los mortales. Tardó bastante tiempo en acostumbrarse a percibirlas y de sentirlas ni se diga.
Con esas ideas pasadas revoloteando en su mente, caminaba a paso animada hacia la oficina de Reyna, otra vez.
En su mano, sostenía una pequeña bolsa de gominolas, compradas especialmente para Aurum y Argentum, los perros metálicos de su mejor amiga. Sabía lo mucho que les encantaban y esperaba que eso ayudara a alegrar un poco el día de Reyna.
El ambiente en el Campamento Júpiter se había vuelto denso. Todos estaban tensos, pero ella mejor que nadie sabía que Reyna llevaba el peso del mundo en sus hombros. Demasiado trabajo, demasiadas responsabilidades para una sola persona. No tenía tiempo para ella misma.
Al llegar, los dos centinelas de siempre la dejaron entrar sin problemas. Navegó por los pasillos dando pequeños saltitos hasta tocar suavemente la puerta de la oficina principal antes de abrirla.
—¡Hola! —saludó con entusiasmo, su sonrisa luminosa iluminando la habitación.— Traje gominolas para los chicos.
Aurum y Argentum, los galgos autómatas, levantaron las cabezas al verla, sus colas metálicas moviéndose con emoción. Gwen se agachó para acariciarlos, riendo mientras los dos perros se arremolinaban alrededor, ansiosos por los dulces y olfateando sus manos.
Reyna no la recibió, estaba enfocada en los documentos que tenía sobre el escritorio. Su expresión era diferente, impenetrable.
—Gwen —la saludó con tono neutro, más severo de lo habitual.
Sin darse cuenta de la tensión en la voz de la pretora, la otra semidiosa siguió adelante.
—Pensé que podríamos salir un rato. El día está bonito, y seguro te vendría bien un descanso, ¿no? —dijo con suavidad, mientras distribuía las gominolas entre los perros.
La pretora no dijo nada; no había ningún rastro de la calidez que la más joven solía encontrar en sus ojos. De hecho, parecía más molesta que antes, lo que la hizo sentir un ligero nudo en el estómago. Gwen se mordió el labio, sintiendo que algo iba mal, pero no sabía exactamente qué.
Sin rendirse, se levantó y se acercó al escritorio.
—Vamos, Reyna. Dijiste que siempre tendrías tiempo para mí.
—Ahora no, Gwen, estoy ocupada.—respondió ella, sin levantar la vista.
—Solo un rato. No tardaremos mucho.— insistió, inclinándose ligeramente hacia ella tratando de convencerla. Dejó su mano sobre la de ella, dándole un poco de su calor. —Podemos ir a nuestro lugar favorito, hablar un poco...
—Dije que estoy ocupada.
—Reyna, por favor... —Sin darse cuenta, su voz adquirió un tono más persuasivo, uno que normalmente no usaba. Una especie de manto tibio y suave.
Sin embargo, Reyna lo notó de inmediato.
Un escalofrío le recorrió la espalda al sentir esa extraña calidez en las palabras de Gwen y el hilo tratando de tirar de ella. Apartó la mano de golpe, como si se hubiera quemado, y sus ojos oscuros se fijaron en ella con una intensidad que casi la hizo retroceder.
—Ni lo intentes.— murmuró, su mirada afilada como la punta de su espada, una advertencia silenciosa.
Se quedó helada. No entendía a qué se refería, pero podía sentir el aire cargado de tensión entre ellas, era incómodo. Tragó saliva, todavía sin soltar la bolsa de gominolas, y decidió intentarlo una última vez, con la esperanza de suavizar el ambiente.
—¿Intentar qué? Sólo quiero que salgas de este lugar por un rato.
Pero Reyna no cedió. Su expresión se endureció aún más, y sus palabras fueron como un cuchillo.
—¿Por qué no vas mejor con Tyler? Seguro que él está libre para pasear. Yo no tengo tiempo para esto.
La mención de Tyler hizo que el estómago de Gwen se encogiera. Sabía que Reyna lo mencionaba a propósito, sabía que no era un comentario casual. Apretó la bolsita de gominolas en su mano, la crujiente bolsa de plástico arrugándose bajo sus dedos. La frustración se agolpaba en su pecho, caliente y pegajosa como una telaraña imposible de sacudir.
—No quiero estar con Tyler. De lo contrario no estaría aquí.—Su voz salió más suave de lo que pretendía, como si temiera romper algo si hablaba más alto.
Por un instante, los ojos de Reyna titubearon. Algo se movió en ellos: duda, arrepentimiento, tal vez incluso afecto. Ese destello fugaz hizo que el corazón de Gwen se detuviera. Por un momento, Reyna pareció accesible. Real. Humana. Pero fue solo eso: un momento.
Como si se odiara a sí misma por haberse permitido esa vulnerabilidad, Reyna cerró los ojos brevemente y apartó la mirada.
Luego, con un movimiento brusco, se levantó de su silla. Las patas de madera chirriaron contra el suelo, el ruido seco resonando en el espacio cerrado. Gwen retrocedió un paso, sorprendida por el cambio repentino.
—¿Por qué no lo entiendes, Violet? —La voz de Reyna era baja, pero había una tensión en ella, como una cuerda a punto de romperse.— ¿Por qué siempre haces esto? No puedo. No puedo salir ahora. No puedo distraerme. —Hizo una pausa, pasándose una mano por el cabello oscuro con frustración contenida. —Demasiadas cosas están pasando. No tengo tiempo para tus… juegos.
No le había gritado, pero las palabras cayeron pesadas, más devastadoras que un grito. Era la primera vez que la pretora la trataba así, con esa frialdad que la hacía sentirse pequeña, insignificante. Gwen sintió el ardor en los ojos y un nudo denso en la garganta. No. No iba a llorar. No frente a Reyna. No iba a darle la satisfacción de pensar que la había herido. Pero el peso de aquellas palabras la aplastaba como una losa, ahogándola en silencio.
—Yo solo quería ayudarte —susurró, con un tono que casi rogaba una mínima oportunidad. Ella no buscaba nada, sólo al menos hacerla sonreír.
La pretora bajó la mirada, exhalando como si el simple acto de escuchar la desgastara aún más.
—Sí, pues no lo estás haciendo. —Su voz sonó amarga, pero también cansada. Como si aquello fuera una confesión que había intentado reprimir durante demasiado tiempo.
Por un instante, los ojos de Reyna se suavizaron, como si fuera a disculparse. Pero la oportunidad se evaporó, y en su lugar quedó solo la sombra de lo que no se atrevía a decir.
No hacía más que confundirla. Eran demasiadas interpretaciones que Gwen no podía descifrar.
Sentía como su propio corazón se estrujaba dentro de su pecho, casi a punto de explotar de la incertidumbre y el rechazo.
Era tan difícil sentir tanto de las dos al mismo tiempo.
—Lo lamento, yo... —la hija de Cupido tropezó con sus palabras. Era de esos momentos cuando no podía controlar ni lo que ella sentía.
De repente el silencio en la oficina se volvió insoportable, como un peso invisible aplastando el aire entre ambas. Afuera, el sonido distante de los legionarios entrenando llenaba el campamento, pero allí dentro, todo era quietud. Aurum y Argentum, los galgos metálicos, se movieron inquietos pero buscando obtener más gominolas.
Reyna sabía que había ido demasiado lejos. Vio cómo Gwen se frotaba la nuca, sin mirarla, mordiendo su labio inferior en ese gesto nervioso que la hacía ver más vulnerable de lo que podía soportar.
—Gwen… —empezó a decir, pero su voz salió más brusca de lo que pretendía, así que se aclaró la garganta, torpe.— No quería… No fue mi intención.
La hija de Cupido no respondió de inmediato, jugando con las arrugas en la bolsa de gominolas como si intentara contener las emociones que le amenazaban por dentro. El leve crujir del plástico llenaba la habitación, amplificando la incomodidad entre ambas.
—No importa —murmuró Gwen al fin, su tono era casi tan bajo que el viento estuvo a punto de llevárselo por la ventana. El brillo de sus ojos pareció opacarse.
El olor tenue de la madera vieja del escritorio y el incienso apagado impregnaba el aire.
La pretora apretó los puños, como si el acto físico pudiera empujar las palabras fuera de su boca. Odiaba esas situaciones, odiaba no saber qué decir. Los problemas de administración, las estrategias de batalla, las decisiones de vida o muerte: todo eso lo manejaba con precisión militar. Pero esto... ¿Cómo se suponía que debía arreglar algo que había roto sin querer? ¿Lo peor? Quizás Gwen estaba percibiendo todo eso.
—Mira... —empezó otra vez, con un suspiro pesado. —No soy buena en esto. Nunca lo he sido y creo que lo sabes.
Gwen alzó la vista lentamente, con una expresión cautelosa. La pretora bajó un poco la mirada, incómoda bajo el peso de esos ojos azules.
—Es solo que… —Reyna se pasó una mano por el cabello oscuro, intentando encontrar las palabras adecuadas.— No quería que pensaras que no te aprecio. Tú eres… importante para mí.
La vulnerabilidad en esas palabras hizo que Gwen parpadeara, sorprendida. La otra sintió un leve nudo en la garganta, esa mezcla incómoda de miedo e inseguridad que solo su amiga parecía despertar en ella. No era una disculpa perfecta, ni siquiera estaba segura de si era una disculpa, pero era lo mejor que podía hacer en ese momento.
Antes de que cualquiera pudiera decir algo más, Aurum soltó un gruñido bajo seguido de su hermano. Las colas de los perros metálicos se quedaron rígidas y sus ojos brillaron con un destello rojo inquietante.
Reyna dió su atención a la puerta justo cuando uno de los centinelas la abrió con un movimiento apresurado
—Pretora, —dijo, casi sin aliento— Detectamos movimientos inusuales cerca de la orilla del Pequeño Tíber.
Adoptando de inmediato su postura profesional, Gwen casi tuvo un paro cardíaco cuando veía esa expresión de Reyna. Sintió que la sangre le subía a la cara.
—Reúne a un escuadrón y prepárense para inspeccionar la zona. Iré de inmediato.
El centinela asintió, apretó su pilum y se marchó rápidamente. Reyna se volvió hacia Gwen, con una expresión más seria pero menos dura que antes.
—Quédate aquí —ordenó con suavidad, aunque ambas sabían que era una petición inútil.
Gwen levantó una ceja, esa chispa traviesa asomando de nuevo en sus ojos.
—¿En serio crees que voy a dejarte ir sola?— Dicho aquello, metió su mano a su camiseta, sacando un medallón de oro que colgaba de su cuello; tenía la forma de un corazón, y al apretarlo, la figura se transformó en una replica de su medida del arco de Cupido, el carcaj con flechas totalmente cargado para ser utilizado.
Reyna rodó los ojos, pero no pudo evitar que la comisura de sus labios temblara en lo que casi fue una sonrisa.
—Sabía que dirías eso, princesa.
『 °*• ❀ •*°』