Soy plenamente consciente de la opresión que siento en el pecho al ver a Liliana salir de la habitación. Intenta proyectar fortaleza, ocultar el dolor, pero puedo ver cómo la noche anterior la está destrozando por dentro. La crisis de esta mañana fue solo un atisbo de lo que realmente siente. Saber que yo soy el causante de todo esto aviva la tormenta de rabia que se revuelve en mi estómago.
Todo esto es mi culpa. Si no hubiera cedido a mi obsesión por verla feliz, si no hubiese permitido que sus deseos nublaran mi juicio, nada de esto habría pasado. Tendría que haber seguido mi instinto, haberla mantenido en la finca, lejos de cualquier amenaza. Pero no lo hice.
Permití que se aventurara en un mundo donde no puedo controlarlo todo. Mi error fue dejarla ir a ese maldito club. Mi error fue no estar allí cada segundo para protegerla. Si tan solo la hubiera acompañado al baño, si tan solo hubiese escogido otro lugar... Estos pensamientos me carcomen, hasta el punto de sentir que mi cabeza va a explotar.
No puedo seguir así. Necesito una salida para esta ira, y la necesito ahora.
Sin pensarlo dos veces, me giro y me dirijo hacia la puerta principal, con pasos firmes y un propósito claro.
—He traído aquí al primo —informa Nikolai tan pronto como salgo al exterior—. Supuse que no querrías hacer el viaje hasta Chicago hoy.
—Perfecto. —Nikolai siempre sabe lo que necesito antes de que lo pida—. ¿Dónde está?
—En esa furgoneta. —Señala un vehículo negro estacionado entre los árboles, oculto de las miradas indiscretas de los vecinos.
Sin vacilar, camino hacia la furgoneta. Mi determinación es fría y afilada, como una cuchilla. Nikolai me sigue a pocos pasos, siempre a mi sombra.
—¿Ha hablado? —pregunto sin girarme.
—Sí, cantó rápido. Nos dio los códigos de acceso al garaje y a los ascensores del edificio de su primo. No fue complicado hacerle soltar la lengua, pero dejé el resto para ti. Supuse que querrías encargarte personalmente.
—Claro que quiero. Bien hecho. —Acelero el paso hasta llegar a las puertas traseras de la furgoneta. Las abro con fuerza y dejo que mis ojos se ajusten al oscuro interior.
Lo que veo dentro alimenta mi furia, pero también calma la tormenta por un breve instante. Aquí, con este hombre, tengo una oportunidad de canalizar mi ira. Una oportunidad de hacer algo.
El chico delgado está tumbado dentro de la furgoneta, amordazado y atado con los tobillos sujetos a las muñecas detrás de la espalda en una posición grotescamente antinatural. Su rostro está ensangrentado e hinchado, un espectáculo de violencia que delata el excelente trabajo de Nikolai y mis escoltas. El hedor que emana, una mezcla de sudor, miedo y orina llena el espacio cerrado, pero no me molesto en reaccionar.
Con calma y decisión, me subo a la furgoneta y cierro las puertas tras de mí.
—¿Está insonorizada? —pregunto a Nikolai sin girarme.
—Un noventa por ciento —responde desde el exterior.
—Suficiente.
El cierre de las puertas traseras sella nuestra privacidad. El chico, consciente de su aislamiento, comienza a retorcerse como un animal atrapado. Sus intentos de moverse son patéticos, sus sonidos ahogados tras la mordaza, desesperados.
Saco mi cuchillo, su hoja brilla bajo la tenue luz que entra por las pequeñas ventanas traseras. Me agacho a su lado, disfrutando de su terror como un depredador que saborea el miedo de su presa. Forcejea aún más fuerte, pero no le sirve de nada.
Lo agarro del cuello con una mano, firme, inmovilizándolo contra el suelo de la furgoneta. Mi cuchillo desliza entre la mordaza y su mejilla, cortando la tela con un movimiento preciso. Un delgado hilo de sangre brota por donde la hoja rozó su piel. Observo el rastro escarlata con detenimiento. Es hipnótico, pero quiero más. La imagen de este lugar cubierto de su sangre me resulta extrañamente satisfactoria.
El chico comienza a gimotear como si leyera mi pensamiento.
—Tío, por favor, no lo hagas —suplica con una voz rota, el pánico le tiñe cada palabra—. ¡No hice nada! Lo juro, no hice nada…
—Cállate —ordeno con voz fría, mirándolo fijamente. Dejo que el silencio se extienda, que la tensión lo asfixie. Es parte del juego. Debe saber que su destino está en mis manos—. ¿Sabes por qué estás aquí?
Sacude la cabeza con desesperación.
—¡No! Lo juro. No sé nada. Solo estaba en la discoteca, vi a una chica y… no sé qué pasó. Me desperté en un almacén. ¡Yo no hice nada!
—¿No le pusiste la mano encima a la chica del vestido amarillo? —pregunto inclinando la cabeza, dejando que mi cuchillo baile entre mis dedos. Juego con él, como un gato con un ratón. La diversión está en alargar el momento, en ver cómo se hunde poco a poco en su propia desesperación.
Sus ojos se abren como platos.
—¿Qué? ¡No, joder, no! ¡Te juro que no tengo nada que ver con eso! Le dije a Sean que era mala idea…
—Entonces sabías lo que iban a hacer —susurro, dejando caer las palabras como una sentencia.
El chico se congela al darse cuenta de su error. Su rostro destrozado, lleno de lágrimas, mocos y sangre, se convierte en una imagen lamentable de arrepentimiento y terror. Empieza a balbucear incoherencias, pero yo solo escucho lo que me interesa. Ya no importa lo que diga. Esto dejó de ser un interrogatorio y se convirtió en algo mucho más personal.
—¡No! ¡Nunca me cuentan nada hasta que lo hacen! —balbucea el chico, la voz rota por el miedo—. ¡No lo sabía! Te lo juro, no lo supe hasta que estuvimos allí. Me dijeron que vigilara la puerta, les dije que no era justo, pero me obligaron a hacerlo. Entonces la chica vino y le dije que se fuera…
—Cállate. —Coloco el filo del cuchillo contra sus labios, ejerciendo la presión suficiente para que sienta el peligro sin llegar a cortarlo. Su súplica queda ahogada y sus ojos se inundan de lágrimas de terror.
Inclino un poco la cabeza, acercándome lo justo para que mi voz sea un susurro helado.
—Escucha bien. —Mis palabras son suaves, casi cálidas, pero cargadas de amenaza—. Me vas a contar dónde duerme, come, caga, folla, y cualquier lugar al que tu primo Sean pueda ir. No quiero suposiciones ni rodeos. Quiero una lista completa. ¿Entendido?
El chico asiente débilmente, apenas moviendo la cabeza. Aparto el cuchillo lentamente, dándole la ilusión de que la presión se ha aliviado, pero mi mirada fija le deja claro que está lejos de estar a salvo.
Comienza a hablar, tartamudeando al principio, pero pronto las palabras fluyen como un torrente. Restaurantes, discotecas, clubes de lucha clandestinos, hoteles, bares... Cada detalle lo grabo en mi móvil. Mientras más habla, más desesperado parece, como si recitar esa lista fuera su única esperanza de sobrevivir.
Cuando termina, lo miro en silencio durante unos segundos. Luego, le sonrío.
—Buen trabajo.
Sus labios partidos intentan curvarse en algo parecido a una sonrisa, pero lo único que consigue es mostrarme su desesperación.
—¿Ahora vas a dejarme ir, no? —pregunta con un hilo de voz—. Porque… porque te juro que no tuve nada que ver con eso.
—¿Dejarte ir? —repito, fingiendo considerar su petición mientras observo el cuchillo en mi mano, como si estuviera valorando sus palabras. Levanto la vista hacia él, sonriendo con falsa dulzura—. ¿Por traicionar a tu primo?
—Pero… ¡Te lo he contado todo! —grita, y sus ojos se desorbitan, llenos de pánico—. ¡No sé nada más!
—Lo sé. —Mi voz es fría, carente de emoción—. Y eso significa que ya no me sirves para nada.
—¡Sí que sirvo! —grita desesperado—. ¡Puedes pedir un rescate por mí! Soy Jimmy Sullivan, el sobrino de Patrick Sullivan. ¡Pagará por recuperarme! Te lo juro, lo hará…
—Sí, estoy seguro de que lo haría. —Dejo que la punta del cuchillo presione su abdomen, sintiendo cómo su cuerpo tiembla bajo mi mano. La sangre empieza a brotar alrededor del acero, un hilo cálido y escarlata que comienza a teñir su camiseta. Sus ojos me miran con una mezcla de súplica y resignación.
—Es una lástima —añado mientras presiono un poco más—, que el dinero de tu tío sea lo último que necesite.
Sus gritos de pánico llenan la furgoneta cuando hundo el cuchillo por completo. La hoja corta la carne y músculo con facilidad, su órganos salen a relucir, y la sangre salpica con fuerza mientras abro su cuerpo. Los intestinos... largos, viscosos, y tan deliciosamente frágiles. Se deslizan entre mis manos como serpientes húmedas, tibios aún, como si se resistieran a aceptar que ya no sirven a su propósito. Su color rosado grisáceo es casi hipnótico, una obra maestra de la naturaleza que ahora yace expuesta, vulnerable, a mi merced. La textura es suave, blanda, y al mismo tiempo tan fácil de aplastar entre los dedos, dejando escapar un sonido húmedo, casi musical.
El aroma... ah, ese hedor único de lo que una vez estuvo vivo, de lo que alimentaba un cuerpo. Es embriagador, como una marca de triunfo que se cuela en mi nariz y me recuerda el poder que tengo en este instante. Se retuercen en un caos retorcido, como queriendo ocultar sus secretos, pero no hay lugar para esconderse. Aquí están, despojados de su propósito, reducidos a simples fragmentos de carne... y yo, él dueño de este escenario macabro.
Observo la escena por un momento, la sangre cubriendo cada rincón del interior de la furgoneta, y una calma oscura se instala en mi pecho. Esto no soluciona nada, pero por un instante, al menos, puedo respirar. Esto es lo que soy. Y esto es lo que obtienen quienes se atreven a tocar lo que es mío.
Quiero a Liliana. La necesito ahora más que nunca. Pero no así.
Cuando cruzo el umbral de la casa, el olor metálico de la sangre parece seguirme, pegado a mi piel como un recordatorio de lo que acabo de hacer. No puedo permitirme que me vea así, cubierto de sangre, como el monstruo que sus padres creen que soy.
Subo directamente al baño y cierro la puerta detrás de mí. Me deshago de la ropa ensangrentada y la dejo caer al suelo. El agua caliente golpea mi cuerpo, llevándose el rastro de sangre y el hedor metálico, pero no limpia la sombra que se aferra a mí. Mientras el agua corre, siento el peso de sus ojos, esos ojos que aún no he visto esta noche pero que me observan incluso en mi mente. Si ella me viera ahora, ¿qué pensaría? ¿Tendría miedo? Por supuesto que lo tendría, Liliana conoce mi naturaleza, y me ama tal y como soy.
Termino la ducha y me visto rápidamente, una camisa limpia y pantalones oscuros, como si con eso pudiera dejar atrás la noche. Miro el teléfono. La aplicación de rastreo me dice que Liliana sigue en la habitación de Rosa.
Quiero ir a buscarla. Llevarla conmigo. Necesito su presencia, su calma. Pero no ahora. No todavía.
Decido darle espacio, aunque me consume la impaciencia, y me dirijo al despacho. Al abrir el portátil, la bandeja de entrada está repleta, como siempre: correos de Sergei, de ucranianos, contactos del Estado Islámico, problemas logísticos con los proveedores, y un informe sobre un fallo de seguridad en una de las fábricas de Indonesia. Lo reviso todo rápidamente, buscando algo que requiera mi atención inmediata.
Y entonces lo veo.
Un correo de Frank, mi contacto en la CIA.
Lo abro, con una sensación de inquietud creciendo en mi pecho. Frank no se pone en contacto a menos que sea algo importante, y su tono en las primeras líneas lo confirma: urgente, prioritario, delicado.
Mis ojos recorren el texto rápidamente, cada palabra hundiéndose en mí como un golpe seco.
"Ivanov, hemos interceptado comunicación relevante: hay una investigación activa. La agencia ha recibido información filtrada que vincula tu nombre con actividades recientes en los Estados Unidos, tal parece que involucrado al hijo de Sullivan ¿en que coño te metiste? . El FBI está involucrado, tienen retratos de tú mujer y otra chica . No puedo protegerte si esto escala más allá de nuestras fronteras. Haz algo, y hazlo rápido."
Frunzo el ceño, el calor de la ira comenzando a hervir en mi interior. FBI. Esto no es bueno. Pienso en los Sullivan, en su sobrino ahora fuera de juego, y en los errores que llevaron a esta situación. Cada decisión que he tomado, cada movimiento que he calculado, parece desmoronarse en este momento.
Golpeo el escritorio con el puño, respirando profundamente para calmarme. Mi mente trabaja a toda velocidad, evaluando las posibilidades. Si esta filtración llega más lejos, la red completa que he construido podría derrumbarse. La sangre derramada esta noche fue solo un recordatorio de lo precario que es mi control. Y lo peor de todo es que tiene una imagen de Liliana.
Tomo el teléfono y marco. Sergei responde al segundo timbre.
—¿Si? .
—Prepárate para moverte. Tenemos que reforzar las líneas te necesito en Dominica. También quiero que rastrees cualquier comunicación que mencione a los Sullivan o sus contactos. Busca a uno de nuestros candidatos más cercanos a ellos y tráemelo.
—Entendido. ¿Algo más?
—Sí. Avísale al piloto que esté listo para viajar. Necesito que supervises ciertas operaciones en mi ausencia.
Cuelgo sin esperar respuesta. Mi mente vuelve a Liliana .
Debo sacarla de aquí ahora, no me arriesgar a que le vuelva a pasar algo. Ella es el único punto débil que tengo. Respiro hondo y cierro el correo de Frank. La pantalla se apaga, pero la amenaza sigue ardiendo en mi mente. Esto no ha terminado. No para mí. Y, desde luego, no para ellos.
Salgo del estudio con la mandíbula apretada, cada paso resonando como un eco de mi determinación. Liliana no puede quedarse aquí. No después de lo que acabo de leer. Si el FBI tiene su imagen, es cuestión de tiempo antes de que alguien se acerque demasiado. No voy a darles esa oportunidad.
Me detengo frente a la puerta de la habitación de Rosa y toco dos veces.
—Pase —responde la voz de Rosa desde el interior.
Entro y las veo juntas. Rosa está sentada junto a Liliana, quien parece mucho más tranquila de lo que me siento. Su mirada se levanta hacia mí, llena de curiosidad y algo de preocupación.
—¿Pasa algo? —pregunta Liliana, su tono suave, pero alerta.
Cierro la puerta tras de mí, mi mirada fija en ella. Por un momento, dejo que mi mirada recorra su rostro, grabando cada detalle. Es mía, y haré lo que sea necesario para protegerla.
—Debemos irnos —digo finalmente. Mi voz no deja espacio para dudas.—Los Sullivan. —Mi tono se endurece—. Sus contactos con la FBI son más poderoso de lo que imaginaba. Están buscando información sobre nosotros, y pronto tendrán todo si no nos movemos rápido.
Ella parece dudar, pero finalmente asiente, aunque sus ojos no pierden ese brillo de inquietud.
—¿Mis padres?
—Nikolai ya está pasando por ellos —respondo con firmeza—. Nos encontrarán en la pista de aterrizaje.
Veo cómo Liliana cierra los ojos por un momento, dejando escapar un leve suspiro de alivio. Rosa, en cambio, parece aún más nerviosa, pero no se atreve a decir nada.
—Prepárate —le digo a Liliana, sin dejar de mirarla—. Toma solo lo esencial. Nos vamos en menos de una hora.
Ella asiente lentamente, pero antes de que pueda moverse, me detiene con una pregunta más.
—¿Dimitri...? ¿Estarán bien?
La preocupación en su voz es palpable, y por un momento, dejo de lado mi dureza. Me acerco a ella, colocando una mano en su mejilla, obligándola a mirarme.
—Ellos estarán bien. No permitiré que nada les pase, ¿me entiendes? —Mi voz baja, pero firme, como una promesa grabada en piedra—. Ahora confía en mí.
Ella asiente de nuevo, esta vez con un poco más de confianza, y se aleja para empezar a reunir sus cosas. Rosa me lanza una mirada nerviosa, pero no dice nada mientras también se prepara para salir.
Cuando salgo de la habitación, saco mi teléfono y marco a Nikolai. Responde al primer timbre.
—¿Ya los tienes?
—Estamos en camino —responde Nikolai con calma—. Los padres de Liliana están listos. Llegaremos a tiempo.
—Perfecto. Mantente alerta. Si ves algo sospechoso, quiero que me lo informes de inmediato.
—Entendido.
Cuelgo y miro mi reloj. Cada segundo cuenta ahora. Mientras bajo las escaleras hacia el vestíbulo, mi mente trabaja a toda velocidad. Los Sullivan se han convertido en una amenaza más grande de lo que anticipé. Si lograron involucrar al FBI, esto podría escalar rápidamente. Pero no me quedaré de brazos cruzados.
Al llegar al vestíbulo, uno de los hombres de seguridad se me acerca.
—Señor Ivanov, el avión estará listo en treinta minutos.
Asiento sin detenerme.
—Que todo el equipo esté alerta. No quiero sorpresas.
—Sí, señor.
El silencio nos envuelve durante todo el trayecto hacia la casa de los padres de Liliana. Estoy ocupado organizando la distribución de la seguridad con mi equipo mientras ella no deja de escribir mensajes a sus padres, quienes, por lo visto, la están bombardeando con preguntas sobre este repentino cambio de planes. Rosa, sentada en silencio junto a nosotros, observa por la ventanilla. El hematoma en su rostro oculta cualquier rastro de emoción.
Cuando llegamos, Liliana se apresura a entrar en la casa, y yo la sigo de cerca. No pienso dejarla sola, ni siquiera por media hora. Rosa decide quedarse en el coche con Nikolai; una decisión acertada. No quiere entrometerse en el caos que nos espera dentro.
Al cruzar el umbral, la escena que me recibe es la de un verdadero manicomio. Claudia, la madre de Liliana, corre de un lado a otro como un huracán, intentando meter todo lo que encuentra en una maleta que parece hecha para un viaje de años. Su marido, Luís, se desgañita al teléfono explicando que necesita dejar el país de inmediato y que no ha tenido tiempo de avisar con más antelación.
—Me van a despedir —murmura con voz ahogada cuando finalmente cuelga.
Reprimo el impulso de decirle que ningún empleo vale lo suficiente como para poner en riesgo su vida.
—Si eso sucede, me encargaré de conseguirte otro puesto, Luís —respondo mientras me siento en la mesa de la cocina, sacando el móvil para revisar las decenas de correos acumulados en mi bandeja de entrada.
Luís me lanza una mirada cargada de reproche, pero no le presto atención. Su opinión sobre mí es irrelevante en este momento. Lo único que importa es mantenerlos a salvo.
Durante los siguientes cuarenta minutos, el caos continúa. Liliana insiste en apurar a sus padres, pero Claudia parece incapaz de detenerse. Cada pocos segundos encuentra algo nuevo que "no puede dejar atrás".
—Mamá, tenemos que irnos —le insiste Liliana, su tono ya rozando la exasperación—. Te prometo que tenemos insecticida en la casa. Además, podemos pedir lo que necesites, y nos lo traerán. No estamos en la jungla, ¿sabes?
Eso parece calmar a Claudia. Aprovecho el momento para cerrar la enorme maleta y cargarla hasta el coche. La maldita cosa pesa como si estuviera llena de ladrillos. Mis músculos se tensan y suelto un gruñido al subirla al maletero de la limusina.
Cuando regreso, Luis sale con otra maleta más pequeña, aunque no menos pesada. Lo observo con atención mientras la coloca en el coche, preguntándome si este hombre entiende la gravedad de la situación.
Liliana aparece detrás de él, mirándome con preocupación. Mis ojos se encuentran con los suyos, y aunque no decimos nada, el mensaje es claro: El reloj está corriendo, y cada segundo cuenta.
—Yo la cojo —digo con firmeza mientras intento alcanzar la maleta, pero Luís la aparta bruscamente.
—Ya me encargo yo —responde con un tono cortante, casi desafiante.
Lo observo un momento, evaluando su actitud, pero termino cediendo. Si quiere seguir enfadado, que lo esté. Yo no tengo tiempo para perder en discusiones inútiles.
Una vez que todo está acomodado en el maletero, los padres de Liliana se suben al coche. Rosa, con su habitual sentido práctico, decide moverse al asiento delantero junto a Nikolai.
—Así tendréis más espacio —explica, como si la parte trasera de la limusina no fuera lo suficientemente amplia para acomodar a todos cómodamente.
—¿De verdad es necesario tanto despliegue? —pregunta Claudia, la madre de Liliana, mientras me acomodo junto a su hija en el asiento trasero—. Es decir, ¿realmente es tan peligroso?
—Es probable que no —respondo, manteniendo un tono neutro mientras salimos del acceso para coches—, pero no estoy dispuesto a correr riesgos.
Además de los veintitrés escoltas distribuidos entre siete todoterrenos que se encuentran ahora en posición estratégica, llevo varias armas ocultas bajo los asientos. Quizá parezca excesivo para un traslado al aeropuerto, pero con los recientes acontecimientos, siento que incluso esto puede ser insuficiente. Tal vez debí traer más hombres, más recursos, pero no quería levantar sospechas en Frank ni en los demás.
—Es una locura —murmura Luís mientras observa por la ventana tintada el desfile de vehículos que nos sigue—. No quiero ni imaginar lo que estarán pensando nuestros vecinos.
—Seguro que ahora creen que eres alguien importante, papá —comenta Liliana con un tono ligero, aunque claramente forzado—. ¿Nunca te has preguntado cómo se siente el Presidente? Siempre rodeado por el Servicio Secreto…
—No, la verdad es que no —responde Luís con sequedad.
Se gira hacia Liliana, y su expresión cambia por completo al mirarla. Por un instante, su preocupación parece ablandar su carácter.
—¿Cómo te sientes, cariño? —pregunta con suavidad—. Deberías estar descansando, no pasando por todo esto.
—Estoy bien —contesta ella, aunque su cuerpo se tensa visiblemente—. Pero si no te importa, preferiría no hablar del tema.
—Por supuesto, hija —responde Claudia rápidamente, parpadeando para contener las lágrimas que amenazan con escapar—. Lo que necesites.
Liliana intenta dedicarle una sonrisa tranquilizadora a su madre, pero su esfuerzo es en vano. La tensión en su rostro es evidente. Incapaz de quedarme al margen, extiendo un brazo y la atraigo hacia mí, cubriendo sus hombros con una mano firme.
—Tranquila, cielo —murmuro contra su cabello mientras ella se acurruca a mi lado, buscando algo de consuelo—. No falta mucho para llegar. En el avión podrás descansar, ¿de acuerdo?
Ella asiente ligeramente, y siento su respiración más pausada contra mi pecho. Mientras la limo avanza, mi mirada se fija en los vehículos que nos rodean, en los hombres bajo mi mando y en la responsabilidad que llevo a cuestas. Liliana es mi prioridad, y nada, ni siquiera el FBI, se interpondrá en mi camino.
Liliana suelta un suspiro y apoya la cabeza en mi hombro.
—Suena bien —murmura, su voz apenas un hilo.
Está agotada; lo veo en cada línea de su rostro y en el peso de su cuerpo contra el mío. Deslizo una mano sobre su cabello, acariciándolo lentamente, mientras disfruto de su tacto suave y del tenue aroma que emana de ella. Por un instante, la presión en mi pecho, siempre presente desde aquel maldito aborto, se aligera. La pena no desaparece, pero al menos deja de aplastarme con la misma intensidad. La rabia, sin embargo, sigue ahí, ardiendo en mi interior, pero por ahora, el vacío ha dejado de crecer.
Pierdo la noción del tiempo mientras permanezco así, con ella en mis brazos. Al levantar la vista, me encuentro con las miradas de Claudia y Luís, los padres de Liliana. Ambos nos observan con una mezcla de fascinación y desconcierto. Claudia, especialmente, parece hipnotizada.
Frunzo el ceño y acomodo a Liliana con cuidado para que esté más cómoda, como si su bienestar fuera lo único que importa. No me gusta que nos miren. No quiero que sepan cuánto dependo de ella, cuánto necesito este contacto para mantenerme cuerdo.
Mi mirada severa logra que aparten los ojos. Vuelvo a concentrarme en Liliana, mis dedos perdiéndose entre sus mechones rubios mientras el paisaje exterior comienza a transformarse. Salimos de la interestatal y tomamos una carretera más estrecha, de doble carril.
—¿Falta mucho para llegar? —pregunta Luís después de unos minutos, rompiendo el silencio. Su tono es impaciente, como si no soportara más la incertidumbre.
—Estamos cerca —respondo, sin apartar la vista de la ventana—. Nos dirigimos a un aeropuerto privado. Si no hay contratiempos, estaremos allí en veinte minutos. Uno de mis hombres ya está preparando el avión, así que despegaremos en cuanto lleguemos.
—¿Y podemos irnos así? ¿Sin pasar por la aduana? —inquiere Claudia, aunque su atención sigue centrada en la forma en que abrazo a su hija.
—¿Nadie nos impedirá volver a entrar al país? —insiste, su curiosidad casi molesta.
—No habrá problemas —digo con calma—. Tengo un acuerdo especial con…
Antes de que pueda terminar la frase, el coche acelera bruscamente. La fuerza del movimiento es tan repentina que me inclino hacia adelante, aferrando a Liliana con fuerza para evitar que caiga. Ella emite un jadeo de sorpresa y se agarra a mi cintura, su mirada llena de confusión y miedo.
Sus padres no tienen tanta suerte. Claudia y Luís caen hacia un lado, casi volando por el largo asiento de la limusina.
El panel que separa la cabina del conductor rueda hacia abajo con un sonido mecánico, y el rostro sombrío de Nikolai aparece en el espejo retrovisor.
—Tenemos compañía —dice con tono seco, como si la situación no fuera más que una molestia. Su voz es firme, pero hay una tensión apenas contenida que me pone en alerta.
—¿Cuántos? —pregunto mientras libero a Liliana con cuidado y me incorporo.
—Dos vehículos —responde sin apartar los ojos de la carretera—. Vienen pisando fuerte y no están aquí para negociar.
Mi mandíbula se tensa. La calma aparente que había logrado construir a lo largo del día se desmorona en un instante. Esto no será una simple persecución.
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Hola mis amores....
Por fin estoy de vuelta. Y con muy buenas noticias.. La historia por fin tendrá su desenlace. Estoy dándole los últimos detalles al final de la historia de Dimitri y Liliana.
Les prometo que será un final como el mismo nombre de la historia. Lleno de Éxtasis, les agradezco la paciencia y el amor que le dan a cada una de mis historias. Tengo nuevas noticias, respecto a una nueva historia. Que conocerán al final de esta.
Sin más nada que decir..... Nos leemos luego 😘 😘 😘