Pacto de Fuego [Saga Forgotte...

By ClaudetteBezarius

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La consciencia de Dahlia se encuentra aprisionada en un lugar del cual es casi imposible regresar. Nadie ha s... More

Sinopsis
Condenada
Refugio
Confundida
Llamada del destino
¿Quién soy yo?
Una revelación oculta
El portal
Una fascinación equivocada
Angustia y esperanza
Escombros de un pasado lejano
Un juramento, Parte I
El despertar de un viejo recuerdo
Lágrimas de quimera
Un juramento, Parte II
Una huida vertiginosa y un nexo indeseado
El comienzo de una travesía
Grandes secretos
El dolor de las llamas
La víspera de un anhelado encuentro
Réplicas invaluables
Savaelu
Juntos una vez más
El jardín de los recuerdos
Prisión de almas
Sintonía total
Una liberación
Una verdad a medias
Primera colisión
La niña
Medidas desesperadas
El despertar de Vihaan
Un alma antigua
La decisión de Amadahy
El gran grito tribal
Doble contacto
Un esperado regreso
Recuerdos de sangre
Epílogo
Este espacio es tuyo, querido lector

Identidad descubierta

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By ClaudetteBezarius

El curioso Leonardo Castro deambulaba despacio, melancólico, por los pasillos de aquel hermoso edificio de habitaciones amplias y lujosas. A pesar de que aquel parecía ser un sitio seguro, no había manera de que él no se sintiese asustado y confundido. Seguía sin comprender qué era lo que había sucedido después del terrible día en que, a petición de su amigo Marcos, encendió la televisión y puso el canal de las noticias. Jamás iba a olvidar esas imágenes tan grotescas que aparecieron ante sus ojos. Nada fue igual en el mundo después de los fatídicos acontecimientos del primero de agosto más oscuro de toda la historia de la humanidad. Las tomas explícitas de los múltiples ataques terroristas perpetrados por la extraña secta de encapuchados aún le atormentaban la mente cuando se iba a dormir por las noches.

Había dos particularidades que lo inquietaban en exceso. Una era que nadie en el edificio hablaba de lo que estaba sucediendo en el exterior. Y la otra lo desconcertaba aún más que la primera. Aunque todos decían provenir de distintos países y culturas, por alguna inexplicable razón, comprendían y manejaban muy bien el español. En más de una ocasión, el muchacho había intentado sacarle algo de información a Anastasia, la amable mujer que lo recibió cuando despertó acostado en la gran cama de la habitación que le fue asignada. Ella se rehusaba a decirle cómo había llegado ahí, cuándo había sucedido y por qué. Solo se limitaba a sonreírle y asegurarle que no tenía razón alguna para preocuparse. El lugar donde ahora residían era elegante y acogedor, además de que la estadía, la vestimenta y la alimentación allí eran gratuitas para la totalidad de los inquilinos. Sin importar cuánto insistiese en hablar acerca del loco mundo afuera de esas impolutas paredes, el joven fotógrafo nunca recibía las respuestas que tanto anhelaba escuchar.

Al estar siempre inmerso en sus divagaciones, Leo no se molestaba en prestarles atención a las personas que lo rodeaban. De todas maneras, ya conocía a todos los inquilinos del edificio y ninguno de estos había podido decirle algo relevante acerca de la hecatombe que los llevó a aparecer ahí sin explicación. No era que le desagradara su nueva residencia o que despreciase las comodidades que se le brindaban, sino que su conciencia no podría estar en paz hasta que supiera qué había sido del resto del planeta. Aunque extrañaba su vecindario y a sus compañeros de la facultad, ese no era un factor que lo deprimiese. En un momento como ese, daba gracias al cielo por ser huérfano, sin hermanos, sin una novia o esposa ni tampoco hijos. Su situación personal evitaba que sintiera más abrumado de la cuenta. De haber tenido una familia, el solo hecho de estar separado de esta y sin posibilidades de comunicarse lo hubiese vuelto loco.

Un par de zapatos deportivos de tono rojo chispeante llamó la atención de las distraídas pupilas del pelinegro meditabundo. No recordaba haber visto nunca semejante elección de color en la vestimenta de ninguno de los residentes, ya que todos solían ser discretos al manifestar sus gustos. Ese detalle lo hizo levantar la cabeza para observar a quién le pertenecía ese inusual calzado. Los músculos de su quijada se aflojaron al comprobar que no reconocía al dueño de aquellas zapatillas. Aquel hombre de baja estatura, cabellera castaña y mirada azulada, frunció el ceño y apretó los labios al caer en cuenta de que Leonardo no apartaba sus ojos de él. Sin ser capaz de borrar la perturbadora expresión facial que tenía estampada, el joven Castro se animó a iniciar una conversación.

—Disculpe, es nuevo por aquí, ¿verdad? —inquirió el muchacho, casi a gritos.

—Bueno, podría decirse que sí lo soy. ¿Por qué te interesa saber eso?

—Porque tal vez usted sí tenga las respuestas que tanto busco.

—¿Qué clase de respuestas buscas? Explícate un poco.

—¿Sabe dónde estamos y por qué nos trajeron aquí? ¿Quién controla este edificio lleno de extraños? ¿Qué está sucediendo allá afuera?

Emil se quedó pensativo por un largo rato. Con respecto a las preguntas iniciales, se encontraba tan desinformado como su interlocutor. Pero en cuanto a la tercera interrogante, no estaba seguro de si sería prudente de su parte darle las sombrías noticias que tenía a su disposición a ese desconocido. La gran mayoría de la gente entraría en pánico si se enterase de que un enorme grupo de poderosos seres sobrenaturales, caracterizados por la crueldad, había tomado posesión completa del mundo. El señor Woodgate se sentía atormentado por el hecho de haber sido un participante directo y relevante en aquella espantosa debacle planetaria. ¿Cómo iba a decirle a un chico común que él descendía de la gobernante de ese violento grupo? ¿Tendría el valor de revelarle que había sido cómplice del engaño y el asesinato de una mujer inocente solo para salvar su propio pellejo? Mientras seguía debatiéndose entre decirle toda la verdad u ocultarle la cruda realidad, Leonardo corrió hacia él. Sin previo aviso, lo sostuvo con firmeza de ambos brazos y comenzó a sacudirlo muy rápido.

—¡Yo sé que usted sí sabe algo! ¡Sus ojos lo delatan! ¡Por favor, dígame lo que sabe! —clamó el joven, replegando los párpados al máximo.

Aquella reacción tan exagerada del desconocido lo tomó por sorpresa. Emil permaneció inmóvil por varios segundos, asimilando la extraña situación en que se hallaba. En cuanto logró salir de su estupor, empujó al chico tan lejos de sí como le fue posible.

—¡Cálmate ya! ¿Cómo esperas que desee hablar contigo si te comportas como un perfecto demente? —espetó el hombre, con un marcado mohín de disgusto estampado en su cara.

El muchacho cayó de rodillas, entrelazó sus palmas y las colocó frente a su pecho, cual si fuese un devoto rezador.

—Le pido disculpas por lo que acabo de hacer. Por favor, no me malinterprete. Mi intención jamás fue molestarlo... ¡Estoy desesperado! Cualquier información que tenga del exterior sería un enorme alivio para mí. ¡Le ruego que me ayude!

El padre de los gemelos no pudo sentir otra cosa más que compasión por aquel atolondrado joven. Su petición sonaba sincera, así que no perdía nada con darle unos cuantos detalles imprecisos acerca de lo que él deseaba oír.

—Antes de que hablemos, ponte de pie. Nunca me ha gustado ver a las personas humillándose ante otras. Me gusta charlar cara a cara, de hombre a hombre.

Dicho eso, el señor Woodgate se desplazó hasta donde se hallaba Leonardo y le tendió la mano derecha, en señal de que le estaba ofreciendo ayuda para levantarse. El chico estuvo a punto de aceptar aquel gesto de amabilidad, pero se detuvo en seco tan pronto como descubrió la llamativa marca rojiza que decoraba la palma del nuevo inquilino. Tragó grueso y se quedó mirando el dibujo como si este lo hubiese hipnotizado.

—Perdone el atrevimiento, pero... ¿me podría decir qué significa su tatuaje? Creo que he visto ese símbolo antes en alguna parte.

Emil no pudo disimular el recelo que le produjo escuchar esas palabras. Apartó su mano con cierta brusquedad y la ocultó en su bolsillo, al tiempo que entrecerraba los ojos y fruncía los labios.

—¿Qué sabes tú de esta marca? No veo por qué debería discutir acerca de mis asuntos privados contigo.

—No busco ser entrometido, créame. Es solo que un amigo mío, quien es historiador, tenía un libro ilustrado en donde había varias fotografías de pinturas rupestres. Me parece que es ahí en donde vi un símbolo casi idéntico al que usted se tatuó. Es por esa razón que me dio mucha curiosidad. De veras, yo no quise ser latoso.

—Esta figura tiene un significado muy personal en mi vida. No se lo he comentado a nadie, ni siquiera a mi propia familia. Pierdes tu tiempo si esperas que te diga algo al respecto.

Acto seguido, el papá de Milo dio media vuelta y echó a andar a toda prisa. Estaba decidido a encerrarse en su habitación por el resto del día, ya que necesitaba tiempo para aclarar su mente y determinar si era posible confiar en ese joven o no. Pero no contaba con la increíble testarudez que se apoderaba de Leonardo cuando un asunto le importaba. Apenas sintió la férrea presión de los dedos del chico sobre su hombro derecho, se vio obligado a abandonar la idea de huir.

—¡Espere, por favor! ¡No se vaya así! —gritó a todo pulmón el otrora estudiante de Diseño Visual.

El hombre se giró con violencia, pues ya estaba empezando a sentirse acosado. La insistencia de ese chico lo había sacado de sus casillas.

—¿¡Qué es lo que quieres de mí!? ¡Déjame en paz!

La tensión en la atmósfera era palpable. La pesada respiración de Emil se podía escuchar a varios metros de distancia. De sus azulinos orbes brotaban chispas de ira mientras apretaba la mandíbula. Su despliegue de mal humor era tan grande que no pudo notar lo que sucedía con la piedra translúcida que colgaba de su cuello. Esta emitía un tenue resplandor ambarino, al tiempo que producía un susurro casi inaudible. La mirada de Leonardo estaba fija en ella. La cercanía de su persona con respecto al mineral lo invitaba a tomarlo. Sin pensarlo mucho, eso fue justo lo que decidió hacer. Levantó su mano izquierda y la puso sobre el colgante. La misma frase que había llegado a los oídos del portador de ese dije unos días atrás se escuchó de nuevo, esta vez con mayor claridad: "El pacto de fuego ya se ha realizado". El enigmático dibujo de la flama apareció en medio de la suave piel de la palma que había entrado en contacto con la gema.

—¡Mire esto! ¡Es la misma marca que tiene usted en su mano derecha! —declaró el joven Castro, con una sonrisa de oreja a oreja.

El rostro del señor Woodgate se puso más pálido que un puñado de nieve. Aún no entendía de qué se trataba aquel famoso pacto. Le había dado vueltas cientos de veces a esa cuestión y ninguna de las conclusiones a las que llegaba le parecía razonable. Y por si eso no fuese un motivo suficiente para mantenerse preocupado, ese chaval alocado y tozudo que se apareció de la nada ahora había recibido el mismo símbolo que él. ¿Podría la situación volverse más rara e incómoda? No deseaba ni imaginárselo.

—No quiero que se moleste, pero creo que ya no podrá seguir evadiéndome. Todo apunta a que nos hemos convertido en compañeros, ¿no es verdad? Al menos dígame lo que sabe sobre el pacto —solicitó Leo, con los ojos cuajados de lágrimas a causa de la alegría.

—Sé tanto de ese pacto como tú. Desconozco cuál es su origen o propósito. Quisiera ser capaz de darte aunque sea una pequeña pista, pero yo tampoco lo entiendo —masculló Emil, cabizbajo.

—Y esa piedra suya, ¿qué es? Apenas la toqué, me apareció el tatuaje y escuche esa voz que hablaba acerca del pacto. ¿Acaso va a decirme que tampoco sabe qué es esa piedra?

—Una buena amiga mía me lo entregó hace un tiempo. Le hice la misma pregunta que me estás haciendo ahora, y ella solo me dijo: "Cuando llegue el momento, lo sabrás". Todavía no lo sé. Entonces, supongo que el momento del que me habló no ha llegado.

El muchacho resopló de pura frustración. Estaba a un paso de hallar las respuestas a todas sus inquietudes, pero la verdad seguía eludiéndolo.

—No puede ser cierto... ¡Dígame que esto es una broma! Tiene que haber algo que yo pueda hacer para remediar este problema.

Leonardo comenzó a pasearse de un lado a otro, rascándose la cabeza con ambas manos cada medio minuto. El papá de Dahlia solo lo observaba con atención, intentando descifrar si este le estaba ocultando algo. Tras un lapso breve, al chico se le iluminó la mirada.

—¡Tengo una idea! Permítame su mano derecha, por favor.

El hombre le dio una mirada de soslayo y no quiso mover ni un músculo. Su reticencia se negaba a abandonarlo.

—Quiero comprobar si, al unir nuestras marcas, sucede algo. Tal vez funcione, ¿no lo cree? ¡Anímese! Le tomará menos de diez segundos.

Al ver que ya no tenía excusas lógicas para seguir negándoselo todo al chaval, Emil extendió con lentitud su brazo y lo dejó en el aire, a la espera del encuentro con la mano del desconocido. El universitario no dudó en actuar y se apresuró a estrechar la palma de quien creía que se convertiría en su salvador. Para el infortunio de los dos, nada extraordinario aconteció. El joven inclinó la cabeza, pues su ánimo estaba por los suelos. El señor Woodgate no tenía las mismas expectativas, por lo cual no hubo tanta desilusión para él. Sin embargo, una diminuta parte de su ser sí deseaba que su apretón de manos hubiese ocasionado algún evento fuera de lo común. Los dos varones estaban hartos de ignorar tanto sobre sí mismos y su dudoso futuro, pero su terrible incertidumbre llegaría a su final dentro de un corto espacio de tiempo.

Borcassar esbozó una sonrisa de profunda satisfacción desde el mismísimo instante en que sintió el despertar del quinto y último integrante del Pacto de Fuego. "Amadahy estará muy contenta cuando regrese de su viaje. Por fin podrá reunirse con los demás portadores y cumplir con la importante misión que los Tévatai le han encomendado", pensaba el gigante para sus adentros. Una antigua profecía estaba por cobrar vida...

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