Relato De Terror De Buenos Ai...

By Nana-osorio

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Relato de terror de Buenos Aires. Noche. Buenos Aires no duerme. Sencillamente se repliega sobre sí misma y r... More

Relato De Terror De Buenos Aires

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By Nana-osorio

Noche.

Buenos Aires no duerme. Sencillamente se repliega sobre sí misma y reflexiona.

Sus noches no son una sucesión de instantes sino un algo sólido. Los pasajeros diurnos, hijos del vértigo, se encierran en sus confortables cuevas e ignoran alégremente la vida intensa que se desarrolla afuera. Hablan, beben, ríen, sueñan, odian, pero nunca logran silenciar del todo esa inquietud, esa certeza, que late en el afuera cuando la noche se adueña de la ciudad.

En estas cosas pensaba el joven mientras la ginebra abrasaba su garganta.

Él también era parte de esa fauna sombría que habita la noche. Conocía sus costumbres, sus hábitos, sus reglas. Sabía cuánto tiempo era prudente sostener la mirada de un otro como él; sabía cómo simular una borrachera, o acentuar la que ya era suya, cuando caminaba por ciertos barrios, ciertos terraplenes; conocía los tonos de voz, el tímbre justo, con los que era conveniente abordar a alguien que aguardaba, impávido, el paso del último colectivo al costado del cementerio.

En resumen, sabía como sobrevivir en la oscuridad.

El hecho de llevar cuatro años peregrinando en la noche daba fiel testimonio de ello.

El bar estaba casi vacío. Sólo había cinco personas además de él. Dos sujetos jugaban al pool en una mesa ruinosa, un viejo dormitaba apoyado en la barra, y una mujer, horriblemente arrugada, se tambaleaba entre las mesas murmurando vaya uno a saber qué blasfemias. Sobre todos reinaba la mirada satisfecha del barman, secando vasos con un trapo sucio.

—Otra. —pidió el joven.

El barman se arrimó por encima de la barra.

—¿Puede pagarla?

El joven hurgó en los pliegues de sus bolsillos. Sacó varios billetes, para probar su solvencia, y dejó uno sobre la barra.

—Deje la botella.

Mientras el barman, servil, obedecía la orden, el joven observó los billetes restantes antes de guardarlos. Notó que uno de ellos estaba manchado.

Sangre.

La huella perfecta de una gota descansaba sobre el ojo derecho del prócer, transformando la mirada augusta en un gesto obsceno, un guiño de complicidad que le revolvió el estómago.

"Cómplices", pensó, mientras apuraba otro trago.

La ginebra ya comenzaba a dispersar sus temores. La noche no había sido buena, en realidad había sido desastrosa desde cualquier punto de vista. ¿Por qué esa puta no quiso soltar la cartera? ¿Por qué gritó? ¿No conocía las reglas, las normas, los hábitos? ¿Por qué lo miró a los ojos?

Le dolía la muñeca. No recordaba cuántas veces la apuñaló. Evidentemente había actuado bajo los efectos de algún tipo de instinto primordial. El dolor llegó después, como los ecos sordos de un latido monótono en las articulaciones.

Recordó haber visto alguna vez una película acerca de un sujeto que apuñalaba a una rubia en la ducha. Sonrió al recordar la escena. Nadie podría apuñalar a alguien con aquella precisión monocorde. La realidad era mucho menos romántica. La víctima no solo grita, ruega, insulta, jura. Cuando el dolor alcanza su máxima expresión, cuando le es imposible distinguir una herida de la otra, en sus ojos aparece algo, una entrega, quizás, o una transfiguración, como si imprimiera en sus retinas la marca indeleble del perpetrador.

En esos ojos, ya secos y ausentes, hay una promesa.

La promesa de no olvidar.

Sacudió la cabeza para evadir ese pensamiento.

Se sirvió otro vaso; "el último", pensó, sabiendo que mentía.

—Todos son el último.

La voz venía de la derecha: era la vieja.

Extrañamente, ya no se tambaleaba entre las mesas sino que estaba firmemente plantada, como un árbol soberbio que ha visto demasiados inviernos pero que todavía conserva su nobleza.

Lo observaba.

Los ojos estaban intensamente fijos en los suyos, inmóviles y fríos.

Esperaba una respuesta.

—Así parece. —dijo el joven.

—Siempre me parece estar apurando el último trago. Supongo que podría decirse que todos son el último. Nunca se sabe. A lo mejor mañana pasamos para el otro lado y a otra cosa. Se acabaron las ginebras, las cañas, los bailes. ¡Hay que aprovechar la vida, pibe!

—Si, claro...

—No se deje ahogar por las penas, querido —siguió la vieja—. Una putita que no vale dos mangos y usted se pone así. Vamos, no sea dramático. Parece un actor de radioteatro... esos de los martes, no sé cómo se llaman. El amor es pan para hoy y hambre para mañana.

—No es amor, abuela. —la interrumpió.

—¡Pero qué carácter de mierda tiene el señorito, eh! ¡Che, Carlucho, mirálo a éste!

El anciano derrumbado sobre la barra levantó la cabeza. Hizo un gesto de infinito cansancio, como un muñeco articulado por hilos invisibles.

—¡Hay que bajar los humos, eh! —dijo la vieja— Que acá todos somos iguales. Todos somos cómplices...

Un temblor lo estremeció, en la medida que algo podría estremecerlo con media docena de tragos encima.

—¿Cómplices?

—¡Che, Carlucho, mirálo a éste! No sabe nada. Ahora los mandan así, medios pelotudos.

Ésta vez Carlucho no se movió. En cambio alzó un dedo nudoso como para verificar que todavía escuchaba.

—¿Vos sabés quién sos, pibe?

—Vamos, abuela, déjese de...

—¿Vos sabés lo que hiciste?

El joven la miró a través de la niebla del alcohol. Los ojos de la vieja no parpadeaban, no cedían; lo escrutaban con la astucia del que conoce de antemano las respuestas a sus propias preguntas.

—Yo no hice nada.

—¿Estás seguro, pibe?

El joven trató de fortalecer su voz, de darle a sus palabras el tono indiscutible de la verdad. El esfuerzo fue inhumano. La muñeca le latía horriblemente y la cabeza le daba vueltas. En los ojos de la vieja, secos y ausentes, se reflejaba una imagen parecida a un sueño: una mujer se debatía en el los adoquines húmedos. Se aferraba a su cartera como un náufrago a la deriva abrazando una rama milagrosa. Las palabras se le ahogaban, líquidas, entrecortadas, entre los borbotones de sangre que escupía como una fuente.

—Seguro. —dijo.

La anciana lo observó durante un instante que se extendió como una substancia pegajosa. Luego se reclinó hacia atrás. Los brazos le colgaban a los lados del cuerpo; simples pellejos que cubrían unos huesos marchitos.

—Está bien, pibe. A mí también me costó un tiempo darme cuenta.

Los sonidos que provenían de la mesa del fondo se fueron apagando. No los vio directamente, sino por el rabillo del ojo: los hombres habían dejado los tacos sobre la mesa y ahora lo observaban fríamente.

—¿Darse cuenta de qué?

—De dónde estaba. Al principio es fácil desorientarse. Uno pierde un poco la noción del tiempo, pero al final te acostumbrás. No es tan malo, al menos acá adentro. Afuera es diferente. Afuera nos esperan Ellos...

El joven oía las palabras, las interpretaba, y sabía que sólo eran los desvaríos de una vieja alcoholizada. Sin embargo, un temor negro y abyecto se agitaba en su interior. Algo que no podía identificar claramente pero que se percibía como un reflejo físico, un instinto.

—Quédese con la botella, abuela...

Salió.

El aire helado de Buenos Aires le bañó el rostro.

Caminó por una calle desierta. Tétricos charcos de luz iluminaban alternativamente los adoquines. La noche se le antojó menos familiar que de costumbre.

Pasó por un portón verde y se detuvo. Adelante, allá en la esquina, se veía la figura de alguien recortada contra la luz de un farol.

La idea de dar un rodeo le pareció absurda, al igual que sus temores.

Avanzó.

A medida que se acercaba sus músculos se fueron tensando. Cada paso que daba iba definiendo a la figura que se perfilaba adelante. Lo que al principio le pareció una silueta inmóvil no lo era en realidad. No avanzaba ni retrocedía pero era evidente que se movía. Apuró el paso, más para barrer definitivamente sus temores que por verdadero coraje. Deseaba con toda su alma llegar y ver que se trataba apenas de un hombre, o de un demonio, o lo que fuera, pero que dejase de ser simplemente una sombra.

Cuando estuvo a unos treinta metros su mente ya anticipaba la verdad.

Resignado, se acercó.

En principio no había una sola figura sino dos. La primera esgrimía el cuchillo infame. La segunda se debatía en el suelo aferrándose a una cartera.

Oyó los gritos, una sinfonía desgarradora que rogaba clemencia entre las burbujas de sangre que reventaban en pequeños estallidos. Vio los ojos del Otro: duros, secos, ebrios de esa ira perversa que no tiene un objetivo claro.

La mujer, en cambio, lo miraba a él: espectador fantasmal de un sueño que se parecía a un mal recuerdo.

Los ojos de la mujer gritaban más intensamente que su boca, desencajados y húmedos; y él, a su vez, era incapaz de bajar la mirada.

El rostro de la mujer fue adquiriendo lentamente un tono azulado. Las heridas sangraban menos mientras el otro abría otras nuevas, preso de un furor insaciable.

La carne lacerada ya no palpitaba pero los ojos seguían fijos en él.

Creyó ver su sombra reflejada en ellos.

Se alejó. Ya sabía cómo terminaba la escena.

No se sorprendió de que cada esquina, como un mantra, repitiese la misma secuencia.

Trató de imaginar de quién se ocultaría la vieja del bar. Seguramente le sobraría el tiempo de averiguarlo.

Retrocedió hacia el bar, único refugio de esa eterna repetición que se desarrollaba en cada esquina.

Buenos Aires no duerme, ni siquiera cuando es el escenario de una pesadilla.

                                                               FIN

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