–¿Necesitas que te ayude a llevar las maletas? –preguntó Robert antes de abrir la puerta del Volvo blanco para coger una de las bolsas de cuero que sostenía en la mano.
–No hace falta, Robert -dije, cogiendo la bolsa de nuevo.
–Hasta pronto. –Él me sonrió. Cualquier otro padre se habría despedido de otra manera si supiera que su hija iba a vivir en un internado durante doce meses. Pero Robert no. De todas formas, ni siquiera yo le consideraba mi padre.
–Claro. –Le dediqué una mirada inexpresiva y giré sobre mis zapatos para poner rumbo al enorme edificio de piedra.
Alrededor del lugar paseaban estudiantes que parecían tener la misma edad que yo, algunos también con maletas. Todos con ropa informal: vaqueros oscuros y camisetas simples.
Lo primero que vi al entrar en la pequeña sala de baldosas marrones fue a una mujer rubia sentada al otro lado de una mesa de madera rectangular. No tardó en verme y me hizo un gesto con la mano para que me acercase a ella.
–¿En qué puedo ayudarte? –me preguntó, sonriente.
–Soy Katherine Brook, estoy inscrita en esta escuela.
La mujer pasó las páginas de una enorme libreta azul que acababa de sacar hasta detenerse en una de ellas, la cual miró con detenimiento y atención.
–Bienvenida al internado, Katherine. Tu habitación es la 321. –Señaló a su derecha, donde estaban situadas unas escaleras de mármol que conducían al piso de arriba.
Asentí con la cabeza y empecé a subir los escalones.
En el folleto informativo del internado decían que tendría una compañera de habitación de la misma edad y pensé en quién sería la persona con la que tendría que convivir el resto del año.
Busqué la puerta 321. La encontré al final del pasillo de paredes naranjas. Al entrar, encontré a una chica pelirroja tumbada en una de las dos camas que había en ese pequeño cuarto. Se incorporó y clavó sus ojos azules sobre mí.
–¿Eres Katherine? –preguntó.
–Sí. –Terminé de entrar, dejé mis maletas junto a la cama y me senté–. ¿Y tú?
–Julie –respondió ella, sonriendo. Parecía una persona realmente feliz y alegre–. Encantada de conocerte, Kate. Llevo un año en este internado. Suficiente para poder decirte que es un lugar totalmente distinto al mundo en el que estás acostumbrada a vivir. ¿Tú de dónde eres?
–Madrid.
–¡Toma! –gritó de repente–. Yo de Toledo. Por fin una madrileña, no tienes ni idea de lo que es vivir rodeada de gallegos y andaluces.
–¿Gallegos y andaluces? –pregunté entre risas.
–Y asturianos, valencianos, navarros... Aunque este internado esté en la capital, está lleno de personas que vienen de diferentes lugares de España.
Eso, a decir verdad, no me parecía mal. Me encantaba conocer gente con diferentes acentos del país, costumbres distintas y alguna que otra palabra que no se utilizaba en Madrid.
Julie se levantó, sonriente, y se acercó a mis maletas.
–Tendrás que deshacer todo esto, ¿no? Te ayudaré.
Asentí con la cabeza mientras le daba a Julie una de las maletas y yo empezaba a abrir la de al lado, la bolsa de cuero con la que Robert había intentado ayudarme. Lo primero que saqué fue mi guitarra, seguida de un portátil y de una pequeña caja de cartón que contenía una máquina de café.
–¡Una guitarra! –exclamó mi compañera a la vez que cogía el instrumento. Al ver la cara de asombro con la que me había quedado, me la dio de nuevo–. Están prohibidas en el internado. Estas paredes parecen hechas de papel, y los de las habitaciones de al lado se quejarían del ruido... De todas formas, hay algunos alumnos que también tienen una en su habitación. ¿Sabes tocarla?
–Sí –dije, antes de sentarme en el borde de la cama–. Me enseñó mi padre. ¿Tú sabes?
Asintió con la cabeza.
–Normalmente uso la guitarra del chico que duerme en la habitación de enfrente, porque cuando vine se me olvidó traer la mía.
Pensé en lo que acababa de decir. ¿Pasillos mixtos?
–¿Hay un mismo pasillo para los chicos y las chicas?
Asintió a la vez que cogía una camiseta holgada y la colgaba en una percha.
–¿Y quién es el chico de enfrente? –pregunté de nuevo.
–Se llama Auden. –Me levanté para ordenar los zapatos que había traído mientras escuchaba la explicación–. Es un chico valenciano de pelo castaño que lleva en este sitio a saber cuántos años. Es conocido en todo el internado, y las chicas le conocen como "El tío ese que está buenísimo"... Las que piensan eso están todo el día detrás de él. Dan asco.
Puse los ojos en blanco. Nunca me habían gustado los chicos así, que necesitaban tener a chicas babeando detrás de ellos para sentirse mejor.
–Pero no pienses que es el típico mujeriego que se coge a la primera que pilla. –Eso era exactamente lo que había pensado–. No ha dejado que ninguna de ellas le toque.
Coloqué unas deportivas blancas en la parte llana del armario y me giré hacia la chica. Justo cuando iba a preguntarle sobre las clases del día siguiente, un increíble ladrido sonó en el exterior de la habitación. Mis ojos se abrieron como platos al oírlo y miré a Julie con urgencia.
–¿Qué demonios ha sido eso? –Al contrario que yo, ella permanecía tranquila mientras continuaba sacando cosas de la maleta.
–El perro de Auden.
Aunque pareciese imposible, mis ojos se abrieron todavía más que antes.
–¿Un perro?
–Ajá. –Julie dejó la percha que tenía en la mano derecha sobre la cama y se giró hacia mí–. Cuando vine al internado, Auden ya tenía a ese perro. Y ha conseguido esconderlo todo este tiempo... Y créeme, no es un Chihuahua precisamente.
–¿Cómo lo ha hecho? –pregunté, realmente sorprendida–. ¿Cómo ha podido esconder un perro durante años sin que los profesores se enteren?
–Es un chico muy listo.
Terminé de deshacer la bolsa de cuero. Otro ladrido salió de la habitación de enfrente, seguido de una voz lejana y un claro "Shh" que retumbó en las paredes del pasillo.
Sin previo aviso, la puerta de nuestra habitación se abrió de golpe y pude ver a una chica de unos treinta años, guapa y con el pelo castaño recogido en una coleta alta.
–Julie, más te vale decirle a tu amigo que calle a ese perro si no queréis que el director lo encuentre –espetó.
–¿Por qué no se lo dices tú misma a Auden, Laur?
–¿Estás de broma? –La chica se dio media vuelta para mirar la puerta de la habitación de enfrente antes de seguir hablando–. No pienso entrar en esa pocilga. Además, soy profesora. Una chica. –Puso énfasis en la última palabra–. No puedo entrar en las habitaciones de los chicos.
–De acuerdo –cedió Julie, entre risas–, iré a avisarle.
La chica sonrío inevitablemente y cerró la puerta antes de salir.
–¿Quién era? –pregunté.
Julie sonrió.
–Se llama Lauren. Es nuestra profesora de Literatura.
–¿Pero cómo sabe lo del perro?
–Lauren es... Especial –explicó–. Aunque se muestra firme delante de todos sus alumnos, es una persona encantadora. Siempre ha sido como una hermana para mí. Y no pude evitar contarle lo del perro, ella es una profesora y puede avisarnos del día en el que varias mujeres entrar a limpiar las habitaciones. Tan sólo Auden y yo sabemos que Lauren conoce el secreto. Bueno, Auden, tú y yo.
–¿Cada cuánto tiempo entran a limpiar los cuartos? –pregunté.
–Una vez al mes, más o menos –respondió, acercándose a la puerta–. Y ahora, vamos a avisar a Auden.