ARESTO MOMENTUM
— CAPÍTULO XIV —
❝ E p i s k e y ❞
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Un solo día separaba a Hermione del primer día de castigo, un solo día en el que disfrutar al máximo de la libertad que tanto echaría en falta entre semana, en el que aprovecharía la compañía de sus amigos, dónde vería amanecer y atardecer, esperando pacientemente su condena.
Con la dicha que Malfoy se había encargado de arrebatarle el día anterior, Hermione fue de los primeros en levantarse aquella mañana de domingo. Sabía que aquel día había partido de Quidditch, y después del gesto que había tenido Cedric con ella para animarla, la castaña deseaba devolverle el favor. Era consciente de que el Hufflepuff era víctima de sus nervios antes de cada partido, por lo que una vez Hermione se hubo aseado y equipado con su uniforme, intentando no hacer ruido, abandonó la sala común y anduvo escalinata abajo en dirección al Gran Comedor.
Tal y como se esperaba, en la inmensidad del lugar solo unas pocas almas permanecían en pie a aquellas horas de la mañana, y para su suerte, pudo distinguir a Cedric y Susan entre ellas, acomodados junto al equipo en la gran mesa de Hufflepuff.
Con algo de timidez, la muchacha se acercó hasta su posición, y sus dos amigos, al verla, le dedicaron una abierta sonrisa.
—¡Hermione! —exclamó Susan con júbilo, provocando que aquellos que se mantenían de espaldas a ella, sentados frente a sus amigos, se giraran ahora para observarla—. Ven, siéntate con nosotros.
Aquellos dos Hufflepuffs desconocidos le cedieron asiento entre ellos, y la castaña se acomodó con algo de modestia, agradeciéndoles el gesto.
—Será mejor que hagamos las presentaciones —añadió Cedric, colocando una mano sobre el hombro izquierdo de aquel muchacho que se sentaba a su lado—. Hermione, él es Herbert Fleet, el guardián del equipo.
Aquel muchacho de cabellos rubios se introdujo con una sonrisa.
—Mucho gusto —declaró Herbert con amabilidad.
—Por lo que a estos dos dementes respecta —prosiguió Cedric, señalando a los muchachos que ocupaban su sitio a cada lado de Hermione—, él es Malcolm Preece, uno de nuestros cazadores, y ella es Maxine O'Flaherty, posiblemente una de las peores bateadoras de los últimos tiempos.
Aquella Hufflepuff de cabello rojizo le enseñó la lengua a Cedric, cosa que arrancó una carcajada a los cinco restantes.
—Ella es Hermione Granger —la presentó el castaño, y la muchacha encajó la mano con ambos—. La mejor profesora de Estudios Muggles que encontraréis en la escuela.
—¿Así que tu eres a quién Cedric debe sus Excelentes? —cuestionó Malcolm, provocando que la Gryffindor se sonrojara notablemente—. Ya me parecía sospechoso que demostrara tener un intelecto semejante.
El castaño arrugó una servilleta entre sus manos y la arrojó en dirección a Malcolm, que hábilmente supo esquivarla, mientras sus compañeros reían amigablemente ante la situación.
Sin embargo, el rostro de Cedric fue el primero en alterar su jocosa mueca cuando se dio cuenta de la presencia de aquella figura sombría tras las espaldas de sus compañeros.
Lentamente, la risotada cesó, dando paso a aquel silencio inexpugnable que Snape era capaz de provocar con su sola presencia.
—Sr. Diggory —pronunció cada sílaba con una lentitud aterradora—. ¿Le parece divertido dedicarse a arrojar bolas de papel al profesorado?
El muchacho se mantuvo impasible ante el profesor de Pociones.
—Ahora mismo no me lo parece, señor —exclamó él.
Snape frunció notablemente el ceño y apretó los labios en señal de hastío.
—Quiero verle mañana a las cinco en mi despacho —anunció con firmeza; seguidamente, sus ojos oscuros se posaron sobre la figura de Hermione, que se había mantenido de espaldas a él, completamente inmóvil—. No se crea que no la he visto, Granger. La espero mañana a la misma hora.
Tímidamente, la castaña giró su torso para encontrarse cara a cara con el protagonista de sus peores males.
—Allí estaré, profesor —fue capaz de articular palabra.
Dándose por satisfecho, Snape retomó su paso enérgico en dirección a la mesa de profesores, dejando revolotear su capa azabache con aquella singularidad habitual.
En la mesa de los Hufflepuffs, seis de los integrantes volvieron a respirar con normalidad.
—Parece que te tocará adecentar su apestosa cueva, Cedric —se burló Maxine de él, haciendo brotar de nuevo una sonrisa en el rostro de sus compañeros—. Resulta cómico imaginarte barriendo los aposentos del murciélago con tu Nimbus 2000.
Cedric puso los ojos en blanco unos instantes antes de estallar en aquella risotada colectiva.
—Bueno, al menos no estaré solo —se defendió el muchacho, observando a la silenciosa Gryffindor con humildad—. Llevar el peso entre dos lo hace más liviano, ¿no crees?
Hermione no pudo evitar que una sonrisa floreciera entre sus mejillas rosadas. Nunca había sido partidaria de la existencia de los Dioses, pero la oportunidad de afrontar el castigo junto a Cedric, sabía que no podía ser obra de nadie más.
***
El partido de aquella mañana había resultado una considerable victoria para la casa de los tejones. Herbert no había dejado pasar ni una vez la quaffle por el aro, Malcolm había protagonizado gran parte de los aciertos en la portería contraria, y Maxine había demostrado con creces que Cedric se equivocaba respecto a su inmenso talento como bateadora.
Por lo que al castaño respecta, no cabía duda de que era el mejor buscador que se había visto en años: las piruetas que era capaz de hacer con la escoba habían dejado atónitos a la inmensa mayoría de los alumnos que habían acudido al partido.
El campo entero vociferó su apellido cuando Cedric alzó victorioso la snitch en dirección a los cielos, otorgándole la victoria a su equipo, pero el público estalló en fervientes aplausos cuando la capitana del equipo de los águilas, aquella muchacha de cabellos rubios que ya empezaba a hacerse conocida para Susan y Hermione, le otorgó un beso apasionado al Hufflepuff en mitad del estadio.
Había sido un partido memorable, pensaba Hermione mientras se dirigía hacia su sala común después de la comida, acompañada por Harry y Ron, que repasaban con entusiasmo las mejores jugadas del partido.
—¿Creéis que yo podría ser tan bueno como Cedric? —se preguntaba el de cabellos azabaches en voz alta, una vez habían alcanzado el confortable vestíbulo de su casa y procedían a despojarse de sus pesados abrigos.
—No se trata de ser tan bueno como, Harry —expresó Hermione, colgando ordenadamente su bufanda granate y su túnica azabache en uno de los percheros, situados cerca de la entrada—. Lo importante es que encuentres tu propio estilo.
El muchacho asintió con convencimiento, dejándose caer sobre el confortable sofá situado frente a la chimenea, en la que las llamas danzaban con suavidad, confortando el lugar, no tardando en ser imitado por Ron.
—Tendré que dedicar más tardes al entrenamiento, entonces —admitió él, viendo cómo el pelirrojo asentía.
La castaña se dejó envolver en aquel acogedor sofá, manteniendo el libro de Astronomía sobre sus piernas y abriéndolo, dejando pasar unas páginas.
—Lo que tendríais que hacer, ambos, es dedicar más tiempo al estudio —les recomendó ella, alcanzando la página deseada—. Si es que tenéis intención de aprobar los exámenes, claro.
Ambos muchachos se observaron entre ellos, sonriendo al escuchar el lado responsable de Hermione que tan a menudo los regañaba.
—Hablando de dedicar el tiempo a cosas más interesantes que Astronomía —se añadió Ron, observando con picardía a su compañera—, ¿cuándo visitaremos la Sección Prohibida en busca de Flamel?
Hermione no tardó en alzar su vista del libro.
—Se me había olvidado por completo —confesó ella, apretando el puente de su nariz con exasperación, regañándose interiormente por ser tan condenadamente despistada.
—Ahora, con tu castigo, lo tenemos un poco complicado —admitió Harry, rascándose la barbilla en busca de una solución adecuada—. Creo que no nos quedará otra que esperar hasta Navidades.
—¿Y si Snape se decide a robar lo que sea que se oculta en el castillo antes de que podamos intervenir? —se quejó Ron, frunciendo ligeramente el ceño.
El de cabellos azabaches solo supo encogerse de hombros.
—¿Se te ocurre algo más?
El pelirrojo restó en silencio unos segundos, hasta que el estómago le rugió con ferocidad.
—No puedo pensar con el estómago vacío —se excusó.
Tanto Harry como Hermione fueron incapaces de contener aquella carcajada que les había provocado el comentario de su amigo.
—¡Acabamos de comer, Ronald! —exclamó la castaña—. ¿Cómo es posible que tengas hambre?
Ron se limitó a sonreír con humildad. No conocía la respuesta, solo el hecho.
—Sea como sea, esperar hasta Navidades no me parece tan mala idea —prosiguió Harry, adueñándose de la absoluta atención de sus dos mejores amigos—. Snape se mantendrá ocupado cada tarde, permaneciendo contigo en el despacho, y por otro lado, dado que pasaré aquí las vacaciones y el castillo se quedará prácticamente vacío, supongo que resultará más fácil infiltrarse en la Sección Prohibida sin ser visto.
—Yo también pasaré aquí las vacaciones, Harry —anunció el pelirrojo—. Mis padres estarán en Rumania con mi hermano Charlie, que trabaja allí con dragones.
—¿Qué hay de ti, Hermione? —cuestionó el muchacho, clavando sus ojos verdes sobre ella.
La muchacha pareció meditar la idea unos pocos segundos, contemplando para sus adentros la idea de tener la biblioteca para ella sola durante aquellos días de paz absoluta, cosa que la hacía inmensamente feliz.
—Seguro que me puedo inventar alguna excusa para quedarme en el castillo —admitió, siendo incapaz de resistirse ante aquella maravillosa posibilidad.
El rostro de Harry pareció iluminarse.
—¡Estupendo! —el muchacho no pudo contener su euforia al pensar que pasaría las Navidades junto a sus amigos, por primera vez—. Lo único que me asusta es que algún profesor nos descubra en nuestro intento... ¿no existe algún tipo de poción que sea capaz de hacerte invisible?
Ron y Harry compartieron una mirada de intriga, que no duró en romperse para que ambos pudieran clavar sus ojos sobre la figura de la castaña, que reseguía las letras del libro con la mirada. Si alguien tenía las respuestas, no podía ser otra persona.
Hermione les observó a ambos, y no pudo evitar poner los ojos en blanco al sentirse como si ella fuera su enciclopedia andante personal.
—Que yo sepa, esa poción todavía no ha sido creada —admitió con resignación, viendo sus caras largas al escuchar aquella respuesta—. Sin embargo, he leído acerca de un hechizo que te permite, temporalmente, volverte del mismo color que las cosas que hay a tu alrededor. Lo llaman Encantamiento desilusionador.
No hicieron falta más palabras para que el rostro de ambos muchachos volviera a iluminarse con rapidez.
—¿Crees que podríamos usarlo? —no tardó en preguntar el pelirrojo, ilusionado.
Hermione chasqueó la lengua con cierto hastío. Por primera vez en mucho tiempo, iba a admitir que existía algo que estaba fuera de su conocimiento.
—¿Estás loco? Este encantamiento no es tan sencillo como un simple Expelliarmus. Lleva mucho tiempo aprender a perfeccionarlo —espetó ella al sentirse defraudada consigo misma, intentando disimular aquella pequeña derrota ante sus amigos, sin éxito al sentirse derrumbada—. Además... no conozco... no conozco el conjuro.
Ron no supo disimular su asombro ante las palabras de Hermione. Harry, sin embargo, no solo intentó mantenerse impasible, sino que colocó su mano derecha sobre el hombro de Hermione, a modo de animarla.
—No te preocupes. Seguro que habrá algún modo de averiguarlo —la consoló con ternura, logrando dibujar una sonrisa entre sus mejillas.
—Siempre podemos pedirles bombas de humo a Fred y George —sugirió Ron con aires de sabio.
Ambos Gryffindor rieron ante el intento de su amigo, logrando contagiarle aquella alegría que volvía a florecer entre ellos.
Hermione prefirió no angustiarse con aquél problema: todavía quedaban algunas semanas para que llegara Navidad, así que tendrían tiempo para encontrar una solución. Aún no sabía cómo, pero estaba segura que, tarde o temprano, hallarían la forma de colarse en la Sección Prohibida... costara lo que costara.
***
Las clases habían pasado con una rapidez impoluta aquella mañana, algo que desconcertaba por completo a la mejor de los Gryffindor de aquel primer año. No sabría explicarse el porqué, pero el caso es que apenas había podido prestar atención a las clases, mientras su mente divagaba sin rumbo por el limbo. Ni tan siquiera supo atenta en Pociones, admirando la figura de Snape, fantaseando acerca de cómo sería aquella tarde de castigo. Iba a ser la primera de muchas, algo que despertaba aquella curiosidad tan implacable en ella... y por la que, cuando Seamus hizo explotar el caldero en la mesa de al lado, apenas se inmutó. Se encontraba completamente abstraída en sus pensamientos, algo que ni Harry ni Ron habían sido capaces de notar, pero que, a su vez, no se había escapado de la mirada atenta de Susan, quien no podía evitar sonreír al verla, comprendiendo mejor que la propia Hermione lo que le ocurría.
No fue hasta que la castaña, al finalizar las clases, se encontró con Cedric en el lugar acordado, frente a los relojes de las Casas, donde, por fin, fue capaz de volver a tocar de pies en la tierra.
—Siempre me han maravillado estos relojes, por su belleza y sencillez —admitió el Hufflepuff, admirando aquellas pequeñas perlas ámbar caer entre la finura del impoluto cristal que conformaba uno de los relojes de arena—. Aunque lo que indiquen no sea siempre de mi agrado...
Hermione no tardó en entender aquel comentario, viendo como el reloj de Slytherin restaba repleto de esmeraldas, haciendo tributo a los puntos que la casa había ganado, y sin poder evitarlo, una sonrisa sincera se esbozó entre sus labios rosados.
—Ya tendremos tiempo para superar a las serpientes —le animó ella, admirando aquellos zafiros que representaban la casa de los águilas, y alcanzando finalmente los rubíes que eran símbolo de su propia casa, sintiendo latir el orgullo en su pecho gracias a aquellas piedras preciosas se amontonaban entre sí con elegancia.
—Bueno, eso no parece un problema para vuestra casa —exclamó Cedric, colocándose a su lado derecho—. Me parece una cantidad impresionante, teniendo en cuenta los puntos que Snape se ha esforzado en arrebatarte.
Hermione puso los ojos en blanco, intentando contener la carcajada que aquel comentario le provocaba, por supuesto, sin éxito alguno. Allí, entre el alumnado, un Hufflepuff y una Gryffindor reían amigablemente, sin importar ser el centro de atención de algunos de sus compañeros.
Hermione, logrando apaciguar aquella alegría repentina, observó como las manecillas del gran reloj estaban apunto de marcar las cinco de la tarde, ante lo que, por primera vez, no se sintió alarmada.
—Será mejor que no le demos motivos para que nos siga restando puntos, ¿no crees?
Cedric no tardó en acoger las riendas de la responsabilidad al ser consciente de los escasos minutos que les separaban de su castigo conjunto, y sin pararse a meditar su gesto, agarró la mano de Hermione con la suya y la condujo con rapidez entre la multitud que les observaba con sorpresa.
—¿No es esa Hermione? —espetó Katie entre el gentío, viéndolos marchar hacia las mazmorras.
—Sí. Y ese es Diggory —asintió Alicia, pasmada a su lado, observando la escena.
Ambas Gryffindor intercambiaron una mirada plagada de picardía.
—Desde luego, nuestra muchacha no pierde el tiempo —añadió la cazadora, mientras las figuras de Hermione y Cedric se perdían hacia las mazmorras.
De la mano de su amigo, la Gryffindor se adentró en terreno Slytherin con una sonrisa en el rostro impropia de la ocasión. La esperaba un castigo tras aquella puerta de roble a la que a pasos agigantados se acercaban, pero aquel hecho no parecía afectarla como la situación lo requería... y es que afrontar a Snape junto a Cedric era tarea mucho más sencilla.
Los dos muchachos alcanzaron la característica puerta del despacho que los separaba aún de su castigo, sin romper el enlace de sus manos. Ambos se observaron en silencio, brindándose ánimos sin necesidad de mediar palabra. Cedric sonrió al cabo de unos instantes, como si una nueva ocurrencia le hubiera atravesado las ideas.
—¿Qué es tan gracioso? —preguntó Hermione, curiosa.
—¿Crees que me hará barrer la cueva, como dijo Maxine? Porque se me ha olvidado traer la Nimbus.
La castaña volvió a romper a reír con ganas, gesto que él imitó, restándole así importancia a la situación a la que estaban apunto de enfrentarse.
Pero todo aquel alborozo se disipó en cuestión de segundos cuando la puerta del despacho fue abierta de par en par ante sus narices, descubriendo tras ella la horrorosa mueca de insatisfacción que Filch portaba a cada instante.
Detrás de él, los muchachos pudieron distinguir también la figura de Snape, que se mantenía acomodada en aquel gran escritorio con aquella característica mueca de desagrado dibujada en su rostro cetrino.
—Ya no se hacen castigos como los de antes, desde luego —protestó el vigilante sin apartar sus ojos horroríficamente salientes de los muchachos—. En mi época se permitía colgar a los alumnos del techo por las muñecas con la ayuda de un juego de cadenas pulidas...
Filch se inclinó ligeramente hacia el Hufflepuff, clavando su aliento seco sobre las mejillas de éste.
—Supongo que eso no te haría tanta gracia... ¿verdad, mocoso?
Cedric solo fue capaz de tragar saliva, manteniéndose completamente inmóvil.
—Lamentablemente hoy día los castigos no involucran la tortura física, Sr. Filch, así que le pediría que devuelva a Diggory sin ninguna clase de marca física —la voz profunda de Snape resonó entre las altas paredes de aquel despacho, mientras su cuerpo se levantaba del asiento—. Pasen de una vez.
Una vez Filch se hubo apartado a un lado, Cedric, soltando la mano de su amiga, fue el primero en cruzar el marco de la puerta, intercambiando un gruñido de odio con el vigilante; seguidamente, Hermione se adentró en el lugar, dejando atrás a Filch, quien se ocupó de cerrar la puerta.
Ambos muchachos restaron en pie frente a Snape, que les escrutaba con aquellos ojos profundos y completamente azabaches.
—Como encargarme de ustedes dos sería un castigo aún peor para mí y mi preciada paciencia, le he pedido de su colaboración al Sr. Filch, que encantado ha accedido a brindarme una mano —sentenció éste con el ceño fruncido—. Así pues, Diggory, usted le acompañará a su despacho, donde estoy seguro recibirá la correción adecuada.
El vigilante soltó un par de aquellas carcajadas ahogadas tan peculiares en él.
—¿Sabes cuánto tiempo hace de la última vez que un alumno adecentó esos ficheros, muchacho? —exclamó él ante la mueca de horror que Cedric poseía—. Bueno, no te preocupes. Pronto lo sabrás.
Dirigiendo de nuevo su paso hasta la puerta de roble, Filch salió del despacho, seguido por el castaño que, antes de retirarse, intercambió una mirada resignada con su compañera.
No fue hasta que la puerta se cerró con aquel crujido habitual que Hermione se atrevió a corresponder su mirada con la de Snape.
—Por lo que a usted respecta, Granger —declaró con su mal humor habitual—, dado que tendré que soportar su presencia en mi despacho hasta Navidades, será mejor que se dedique a hacer algo útil.
Snape desenfundó su varita y murmuró algunos hechizos en dirección a su gran estantería, transportando un gran cubo, algunos pequeños frascos y un curioso envuelto de ésta hasta la gran mesa, mientras Hermione, intentando apaciguar su furia interior, se limitaba a observar sus movimientos.
Muy pronto, el profesor le mandó acercarse con un simple gesto, y ambos se inclinaron, observando aquel gran cubo: en el interior, una infinidad de relucientes gusarajos se apilaban entre sí, recubiertos por aquella saliva pegajosa.
Pese a la mueca de desagrado que la castaña lucía en su rostro, el profesor no pareció ni tan siquiera inmutarse.
—Deberá separar los gusarajos podridos de los buenos —anunció, desenrollando el envuelto con sus dedos ágiles y dejando a la vista lo que parecían ser unas pequeñas hoces—. Una vez lo logre, si es que lo logra, deberá extraer el moco de éstos últimos con estos utensilios, y finalmente lo almacenará en éstos pequeños frascos. ¿Lo ha entendido?
La muchacha asintió con convencimiento, aceptando el ofrecimiento de sentarse frente al escritorio y arremangándose las mangas de su uniforme antes de proceder, mientras el profesor se sentó frente a ella, concentrándose en aquella pila de ensayos que debía corregir.
No hizo falta que Snape le explicara cómo distinguir los gusarajos: Hermione había leído lo suficiente como para saber que éstos lucían un ligero rosado cuando estaban sanos, pero que su piel se tornaba verdosa cuando éstos se pudrían. Así pues, intentando mantener la compostura ante aquel tacto viscoso y ligeramente repulsivo, la muchacha procedió a identificarlos con facilidad, mientras interiormente maldecía a Malfoy y a las estúpidas ganas que tenía de hechizarle de nuevo.
De vez en cuando, Hermione alzaba su vista para encontrarse con el rostro de su profesor, quien se mantenía atento a aquellos ensayos con el ceño ligeramente fruncido y que, en ocasiones, dejaba ir un ligero suspiro ante la descabellada ocurrencia de algún alumno al que corregía, cosa que provocaba en la muchacha unas tediosas ganas de sonreír.
Era un desgraciado, era cierto, pero pese a ello, Hermione no podía evitar empatizar con él. Apenas lo conocía, no sabía de su vida, de su pasado ni de su entorno... y estaba convencida de que algo se escondía tras aquella coraza de amargura que el propio Snape había creado para protegerse de alguien o de algo, encerrándose en sí mismo. Y ella quería con todas sus fuerzas ayudarlo, transformarlo de nuevo en el hombre que en realidad creía que era.
Toda aquella fantasía cesó cuando, al introducir de nuevo la mano en aquel cubo, Hermione se percató de que no quedaban más gusarajos por examinar.
Nerviosa ante la presencia física de su profesor, la muchacha se hizo con una de aquellas pequeñas hoces y, acogiendo el primer gusarajo sano entre sus dedos, procedió a retirar el moco que recubría aquella pequeña criatura con delicadeza, intentando no cortarse las manos. Poco a poco, fue llenando los frascos con aquella desgradable sustancia... hasta que, en una de sus incontrolables ojeadas en dirección a la figura de Snape, notó cómo algo le atravesaba finamente la yema del pulgar, provocándole un dolor agudo.
Asustada, soltó hoz y gusarajo para observar cómo del dedo brotaba su propia sangre, en lo que parecía ser un corte algo profundo.
La muchacha se mantuvo en silencio unos instantes antes de volver a alzar su vista en dirección a Snape, que seguía corrigiendo con despreocupación.
—Profesor... —balbuceó ella, sintiendo como los fríos ojos de Snape se postraban ahora sobre ella.
Él no tardó en percatarse de aquella herida que su alumna se había dibujado en el pulgar.
—Por Merlín, Granger —espetó, haciéndose de nuevo con su varita, acercándose hasta la posición de la muchacha y tomando su mano, dirección en la que apuntó con firmeza—. ¡Episkey!
Hermione notó en el pulgar un intenso calor, seguido de un intenso frío; transcurridos unos pocos instantes, aquella herida empezó a curarse con rapidez, dejando apenas una imperceptible rojez que desaparecería en cuestión de minutos.
Pero de entre todas aquellas sensaciones, la muchacha se sonrojó al notar aquel tacto tan suave sobre su piel. Jamás se hubiera imaginado que las manos de Snape resultaran tan increíblemente sedosas...
—¿En qué estaba pensando? ¿En las musarañas? —espetó el profesor, comprobando la efectividad del hechizo mientras seguía sosteniéndole la mano con la suya en aquel agarre tan delicado.
Tampoco creía que Snape se imaginara jamás que aquel terrible incidente había ocurrido justamente por encontrarse ella escrutándole con la mirada.
Mientras él continuaba inspeccionándole el pulgar, la castaña se imaginó la reacción de su profesor al explicarle en qué estaba pensando realmente en el momento en que todo había ocurrido... y sin poder aguantarlo, una tímida carcajada salió de entre sus labios, la cual no tardó en llamar su atención.
—¿Qué es tan divertido? —ansió saber Snape, frunciendo aún más el ceño.
La Gryffindor alzó su mirada hasta alcanzar los ojos azabaches del profesor, aquel hombre que, de nuevo, se había preocupado por sanarla.
—Es mejor que no lo sepa —hizo una pequeña pausa, intentando medir adecuadamente sus palabras—. Me creería loca, profesor.
—Ya la creo como a tal, Granger.
Aquel comentario que muchos se hubieran tomado como un ataque, no pareció serlo para la castaña. La voz de Snape había sonado tan humilde y apaciguada que, aún sintiendo el contacto de su profesor sobre su mano, Hermione fue incapaz de evitar dedicarle una cálida sonrisa... y, por primera vez, tuvo la impresión de que él le devolvía el gesto.