El rígido hombre de negocios acaricio el rostro de su pequeña hija a través de la cuidada fotografía sobre su escritorio.
Podía recordar el día en que tomaron esa foto, lo que la pequeña niña le había dicho, el sonido tímido de una risa melancólica e incluso el olor infantil que siempre le provocaba regocijo.
Philippe nunca había podido definir con exactitud lo que el haberse convertido en padre le provocó.
Su vida no había sido demasiado trágica y si había algo de lo que estaba seguro era que siempre cumplía lo que se proponía, sin importarle el mínimo el haber utilizado dos o más personas. Era un hombre sin escrúpulos.
Sin embargo, todo era diferente cuando se trataba de su pequeña pelirroja. Sus padres no fueron lo suficientemente cálidos con él, ningún Ricoletti lo era, el ser cruel era algo que inherentemente llevaba en la sangre.
La mujer de cabellos dorados lo miró con anhelo, bajo sus orbes verdosos solo había una vaga esperanza de un futuro mejor junto a su marido. Philippe pensó vagamente si tal vez pudo haberla amado alguna vez, pudo haberla amado si lo hubiese querido.
Pero no, ese nunca fue él.
Casarse con ella era solo otra ficha dentro de su juego de ajedrez, embarazarla no debió significar el mínimo problema, aunque al principio repudio la idea de un hijo, la verdad era que podría llegar a utilizarlo a su favor cuando llegara el momento, y luego al enterarse de que iba a ser una niña, pensó que casarla con un socio solo equivaldría a más poder.
Pero Philippe no previó con exactitud nada.
Cuando sostuvo a la bola de cabellos rojos sobre sus brazos, miles de sensaciones demasiado desconocidas para él lo embargaron.
Nunca había experimentado una alegría tan jovial, un cariño y un afecto tan natural, un sentimiento que a regañadientes definió como amor.
Cuando sostuvo a su hija entre sus brazos supo que era una parte de él, supo que esa pequeña cosa le pertenecía, le pertenecía de verdad.
Philippe no podía comparar la cantidad de propiedades que llevaban su nombre con el sentimiento partenal que le profería a su pequeña Leighton. Y Philippe supo que por primera vez en su vida, era vulnerable.
La sonrisa de Leighton valía más que todo el patrimonio familiar, y se culpó a si mismo por no poder entregarle una familia más funcional, una madre cuerda que la quisiese incondicionalmente y un padre que no fuera un hijo de puta.
Su pequeña Leighton.
Sabía que mataría por ella. Sabía que haría lo que fuese por ella.
Y aquel se había atrevido a tocarla.
Golpeó el escritorio color caoba con un golpe sordo provocando el miedo de su esposa.
La sangre le hervía tan roja como el cabello de su cabeza.
—Querido, por favor trata de calmarte—acarició Martha al pelirrojo.—No quiero que te enfermes, estoy segura que ella está bien.
—¡Quítame las manos de encima que no estoy de humor para tus hipocresías! ¡Como si te importara algo mi hija!—Arremetió Philippe contra la rubia.
—¡También es mi hija! ¡La tuve en mi vientre por ocho meses y aguante toda tu frialdad cuando nació! ¡yo fui la que la convirtió en tu hija!
Una cachetada hueca se escucho en el pequeño salón, la rubia reprimió un grito en el instante en que su esposo le levantó la mano. Philippe fulminó a su mujer sin descaro, con una mirada tan ardiente que provocó en Martha aún mayor escozor que el golpe en su mejilla.
La tomo de bruces y le alzó el vestido floreado sin ningún reparo, la mujer jadeo por un momento y trato de buscar los labios de su marido, siendo rechazada cruelmente por el mismo.
Simplemente, la poseyó como él mismo sabía hacerlo, con rudeza y pretensión, con un movimiento tan animal que de caballero no tenía nada.
La mujer aulló de dolor pero al pelirrojo no parecía importarle.
Los gemidos inundaron la habitación, la rubia se aferraba a los fuertes brazos del hombre vestido de negro, hacía bastante tiempo que no la tocaba, y su inminente arrebato no se podía deber a nada más que la desaparición de su hija. Era la primera vez que Philippe no tenía el control de todo. Y eso lo estaba enloqueciendo.
Martha capturó los labios del hombre en un beso desesperado, sorpresivamente su esposo está vez, si le correspondió. Philippe la aferro más a la pared al mismo tiempo en que se corria en un gemido gutural. Dejó caer a su esposa a los pies de la dura superficie y le dio la espalda sin inmutarse. Se abrochó sus pantalones ardiendo como un toro y prendió un cigarro rápidamente.
La rubia miró con dolor el indiferente semblante de Philippe, y una sensación de suciedad y ultraje la invadió por completo, una sensación a la que nunca se acostumbraría.
Sabía su lugar después del sexo, sabía el lugar que ocupaba en la vida de Philippe, seguiría siendo su esclava de por vida.
—¿Que haces mirándome como una estupida? Lárgate de una buena vez.
Un balbuceo quiso resbalarse de su boca, sin embargo sus largos años al lado de su marido le habían enseñado a reprimir su llanto.
—¡He dicho que te largues, maldita sea!
La hermosa rubia no espero más y salió disparada del frío estudio hecha un mar de lagrimas.
Todo era su culpa, todo, todo. Sin tan solo no la hubiese tenido, si tan solo, si tan solo ella no existiera entonces ella habría tenido oportunidad de ganarse un lugar en el corazón de Philippe.
Si tan solo...
Los dedos del pelinegro se aferraban a la cintura de la pelirroja mientras empujaba sus fuertes caderas sobre el delicado cuerpo de la chica.
La joven volvió a gemir cuando sintió como su cuerpo se agitaba en una tercera ola de placer, tan cercana al final. El nombre de la chica se escuchaba distante entre los labios del hombre, los besos no pararon allí. Pues Daniel pretendía permanecer dentro de la chica por mucho más tiempo.
El camarote se agitó con fuerza, en una sucesión de maldiciones, la cama tropezaba contra la pared artificial. Y la pequeña chica alcanzaba el clixmax en compañía del ahora su esposo.
—¿Sabes cuanto espere por este momento?—Susurró el hombre en el oído de la joven.
—¿Cuál de tantos?—Contestó la pelirroja.
—El estar dentro tuyo cuando fueras la señora Blackwood.
Leighton soltó una risotada.
—Debes admitir que ese nombre no me queda nada.
—Al contrario mi amor, ese nombre le dice a todos los demás desgraciados que eres solo mía.
—Siempre he sido solo tuya, no veo porque la inseguridad.
Daniel estrujo a la chica contra su tórax y le dio un pequeño beso en la frente, pensando seriamente en lo falso que eran aquellas palabras. Pues Pudo recordar a Philippe Ricoletti vociferando en su rostro.
¡Ella fue primero mía que tuya! ¡Es mi hija y siempre lo será!
No permitiría que nadie se la arrebatase de su lado. No importa cuan desquiciado estuviese Ricoletti. No importa cuán loca estuviese Martha.
Desaparécela por mí mi amor, desaparece a la culpable de todas mis desdichas y me tendrás solo para ti.
Con esas palabras arrancadas de los labios de sus dos padres, el pelinegro entendía que tan dañada estaba su pequeña esposa. Leighton merecía más, siempre había merecido más. Y él se encargaría de dárselo.
Un sucesión de golpes se escucharon en la puerta contigua del jet. Una voz chillona gritó a través de la puerta.
—¡¿Han terminado de follar?! ¡Bien pues no me importa! ¡Ya llegamos!—Acompañada de la risa estridente de Louisa Tamelet.
—No entiendo porque tuvimos que recogerla en Praga.
Leighton le dio un pequeño manotazo cariñoso a su marido y río con naturalidad.
—Me mataría si se enteraba que me había casado y ella no había sido la madrina.
La pelirroja estiró sus largas piernas fuera de la improvisada cama matrimonial, se desperezó y alcanzó algo de ropa, el pelinegro observaba como el cabello rojizo de su esposa caía alrededor de su cuerpo con una sensualidad que debería ser un delito. La blanca piel de la chica y el sonrojo producto del frío provocaban en Daniel Blackwood nuevamente el avivamiento de sus deseos más animales.
—No se quede ahí mirándome, póngase algo de ropa señor Blackwood.
El ojimiel abrazo a su esposa por detrás y empezó a repartir dulces besos alrededor de todo su cuello.
—Ya suena como una esposa Señora Blackwood— Dijo mientras ahuecaba sus pechos entre sus manos.
—Daniel detente por favor—Murmuró la joven con dificultad.
Los labios de los recién casados se estamparon en una sucesión de maldiciones y gemidos.
—Prometo que será rápido—Susurró en el oído de la chica.
Habían pasado tres semanas desde que la extraña pareja había llegado a Portugal Sagres. La cabaña no era demasiado ostentosa ni lujosa. Combinaba perfectamente con la demás estética de la pequeña ciudad.
La mujer trataba a duras penas de cocinar algo que a su marido le resultará comestible, sin embargo, fracasaba penosamente en esa labor. El hombre se burlaba cada vez que podía de los intentos fallidos de su esposa por hacer sopa de mariscos, siendo regañada ácidamente por la joven pelirroja.
Una castaña de ojos azules enviaba cartas esporádicamente a la joven pareja, hablando de sus vacaciones y conquistas por toda Europa. Una buena amiga de la familia. La pareja no tenía servicio de telefonía, aunque si algo de electricidad. No era que no pudieran permitírselo, era sencillamente algo de preferencia personal.
La pequeña casa colignaba con el salvaje océano Atlántico, literalmente estaban ubicados en la punta del continente, y al mismo tiempo se tenían a los dos.
Hasta el fin del mundo se habían dicho alguna vez.
Un olor a quemado se hizo presente por toda la casa y el esposo supo que su joven esposa había quemado la cena nuevamente.
Sus días transcurrían entre caminar por la playa, hacer el amor, mirar el atardecer juntos y yacer entre los brazos del otro.
Los dos muy seguros, que aquel destino era el que siempre habían buscado desde un principio, cada uno se alegraba a su manera de haberle dado una oportunidad a la vida, haberse dado la oportunidad de encontrarse el uno al otro.
El hombre observaba con cierto cariño a la infame pelirroja con el gesto peleón en su rostro Luchando por rostizar el pescado al punto perfecto.
—¿Realmente no necesitas ayuda mocosa?
—Cuando necesite de su opinión se lo haré saber señor.
El pelinegro ahogó una risa al observar cómo el pedazo de pescado saltaba en aceite y su cobarde esposa saltaba con él.
—¡Maldicion!
El esposo volvió a reír.
La esposa maldijo en voz alta.
—Si te vas a quedar ahí burlándote de mi prefiero que cocines tu comida tú mismo.
La chica salió de la cocina y se dirigió a la habitación a terminar de desahogarse.
El pelinegro terminó de hacer el pescado y picar las verduras para preparar la cena en unos cuantos minutos. Llamo a su esposa a la mesa pero la joven no contesto.
Maldijo en voz baja y abrió la puerta de la habitación. Una dulce chica yacía llorando al borde de la cama doble.
—¿Qué haces llorando mocosa?—Acarició la piel desnuda de su mujer.
La ojiazul se recompuso y negó descaradamente el llanto.
El hombre se preocupó y pensó inmediatamente algo relacionado con una idea que lo aterrorizaba desde que pisaron Sagres.
¿Acaso no la estaba haciendo feliz? ¿Acaso no estaba satisfecha? ¿Acaso ella quería dejarlo? ¿Quería irse? Sus pensamientos fueron interrumpidos por el manotazo de la chica en el hombro de su marido.
—No te voy a dejar idiota— seguido por una sonrisa resplandeciente con sus ojos algo enrojecidos por las lágrimas, la joven conocía al hombre demasiado bien. besó la boca del hombre con ternura y susurro dolorosamente en sus labios.
—¿cómo puedes querer a alguien tan inservible? ¿Cómo puedes aguantar que ni siquiera pueda ser capaz de hacer los huevos para el desayuno? Perdóname Daniel, perdóname por ser tan inútil.
La risotada de Daniel fue estridente.
—Realmente eres estupida mocosa— y la beso tiernamente en la frente—Sabes cuanto daría por observarte quemar el pollo cada vez que cocinas. Es una imagen preciosa—La volvió a besar en la mejilla—No sabes lo que significa el que te tomes el tiempo de intentar cuidar de mí, eres la primera en tomar la iniciativa, la primera y la única—besó su otra mejilla—Significas mucho para mí mocosa, y por eso no necesito nada más, ni la presidencia de una multinacional, ni autos de colección, ni millones en el banco para gastar, es por eso que estoy aquí contigo, porque siempre has sido tú, te escogí a ti— Finalmente la besó en los labios.
Leighton aferro sus brazos a los de su marido y aspiro su aroma.
—Bien, porque soy toda tuya.
—Ahora vamos a cenar, si no sales de este cuarto ahora, me temo que no saldrás en lo que resta de la noche, y no queremos que la cena se enfríe después de lo que costó hacerla ¿verdad?
El pelinegro extendió su brazo a la chica de cabellos rojos y está lo acepto sin dudarlo.
En alguna parte de Portugal, una mujer esperaba paciente la llegada de su taxi. Su cabello lustroso le hacía competencia al ardiente sol que se alzaba sobre Lagos, sin embargo había algo en ella que no parecía del todo bien.
Se repitió a sí misma que aquella era la decisión correcta, debía acabar con todo allí, debía acabarlo.
—¿A donde se dirige, señora?—Habló el conductor del auto.
—A Sagres, por favor— Y ensanchó su sonrisa sobre su rostro al punto que el viejo hombre sintió un real escalofrío.
—Entonces será más o menos una hora de viaje señora ¿Eso está bien con usted?
—Perfectamente.
Lo prometido es deuda, solo quería aprovechar este capítulo para darles las gracias a todos lo que siguen está historia, tanto a mis lectores fantasmas como a lo que se toman el tiempo de votar 😏😊😊😊. nunca pensé que llegaría a las mil lecturas🤷🏽♀️😱😱😱 De verdad muchas gracias. Y muchos saludos. 😘😘