Era imposible no imaginarme cosas sucias con aquella boquita; mi pene dentro de su perfecto y redondo trasero; hacerlo gemir mi nombre y causarle los mejores orgasmos de su vida.
Lo había estado siguiendo desde hace bastante tiempo. Me había obsesionado de una forma poco normal de aquel chico de ojos hermosos y de apenas diecinueve años. Mis deseos por tenerlo cada día crecían más con el simple hecho de verlo. Necesitaba tenerlo; quería tenerlo para poder hacerle de todo.
Cuando el reloj marcó las cuatro en punto de la tarde, aparqué el coche frente al instituto donde él iba. Siempre salía a esa hora sin falta: ni un minuto más, ni uno menos, aunque al principio creí que lo hacía al mediodía. De ahí caminaba un poco a la parada de bus, la cual —por ser la hora— siempre estaba sola. Y esa era mi oportunidad.
—¿Estás seguro de esto, John? Yo digo que pienses bien las cosas.
Giré mi rostro y miré a Stuart, éste de inmediato se quitó los lentes de sol para encararme. Colocó su dedo índice en el cuello y aflojó su corbata vinotinto, para después suspirar.
—Puedes ir preso. ¡Es un secuestro, maldición! ¡Recapacita, John, recapacita!
—¡Pero cállate! —me apresuré a decir y golpeé el volante—. Mira, no voy a ir preso porque tú eres mi abogado... ¡y también eres mi amigo! No vas a dejar que tu amigo del alma, o sea yo, vaya preso, ¿verdad qué no?
Sutcliffe vaciló.
—Bueno... sí. Bueno, ¡cualquier cosa haré lo posible! Lo único que necesito que encuentres es la firma de él en una hoja blanca y listo, estarías salvado de... ¡ay, es qué no quiero ni nombrarlo!
—¡Stuart, cálmate; se te va a explotar esa vena que tienes en la frente!
—¿¡A ver y cómo piensas hacer qué él firme una hoja en blanco!? —bramó.
—Follándolo.
—¡John, hablo en serio! ¿¡Te imaginas que vayas preso y que eso salga en los periódicos!? ¡Tu reputación se irá al carajo!
Descargué el peso de mi cabeza sobre el volante y la golpeé varias veces, para luego decirle—: Mejor vamos donde él, ¿sí? Es mi vena la que está a punto de explotar si sigues con tus cosas.
Stuart murmuró algunas maldiciones, mientras que yo conducía hasta la parada donde estaba él. Mi corazón dio un brinco al ver aquella silueta recargada en el lugar: llevaba una perfecta camisa de vestir azul marino, pantalón negro y zapatos brillantes; su mochila estaba en su espalda y tenía una lata de gaseosa en sus manos.
—La forma en que se lleva la pajilla en la boca es tan... ¡oh, cielos!
—John, estás loco, en serio.
—Estás celoso de que tú no seas el dueño de mis pensamientos impuros.
—¡Sí, sobre todo! —habló sarcástico—. ¡Estoy envidioso! ¡Sí, eso es! ¡Es más: envidioso es poco!
Rodeé los ojos, volví a tomar el control del volante y posicioné el auto frente a él. Obvio se extrañó y por eso frunció el ceño, mientras trataba de alejarse, pues le pareció muy poco común que un coche se estacionara frente a una parada de bus.
—¡Cuidado y si haces algo mal, Stuart!
De inmediato se bajó del coche, no sin antes persignarse unas tres veces. El supuesto "plan" que inventó él, era que le pediría su ayuda para descargar unas cajas en la maleta del auto, cubriría su nariz con un pañuelo lleno de cloroformo y listo. Parecía idiota, pero tal vez podía funcionar.
«Es que Stuart es tan idiota —pensé—, que puede ser él quién termine desmayado y no mi bebé precioso.»
—¡Hey, tú! ¿Me puedes ayudar con unas cajas? Están pesadas y necesito pasarlas para la parte adelante.
—Ah... sí, claro. Está... bien, supongo.
—Ay, bebé —murmuré—. Si así hablas, ¿cómo será gimiendo?
Giré mi rostro para tratar de verlo y claramente noté cuando Stuart sacó el pañuelo del bolsillo, y mientras Paul abría la puerta la maleta del carro, éste puso el pañuelo sobre su boca; protestó unos segundos, pero no por mucho tiempo porque pronto se desmayó, dejando la lata de refresco en el suelo.
Rápidamente abrí la puerta de coche, me bajé para ayudarlo, pues Stuart no tardó en ponerse más blanco que un papel.
—¡John, ayúdame, sí se desmayó, alguien puede vernos! ¡Ay, no!
Lo tomé entre mis brazos y observé aquel lindo rostro sin expresión alguna: sus ojos estaban cerrados, sus pestañas le hacían sombra en sus pómulos y su respiración era suave. Miré sus labios con parsimonia, queriendo besarlos en ese instante.
—¡No se te ocurra besarlo aquí! ¡Qué inoportuno serías!
—Stuart, cálmate...
—¡Sube al auto, joder! —espetó y abrió la puerta de atrás del coche.
Me apresuré en meterlo al interior del vehículo, cerré la puerta y di la vuelta para subir al puesto de piloto, pero antes recogí la lata de gaseosa del suelo.
—¿¡Para qué eso!? ¡Joder, ya vámonos!
Al estar en dentro del auto, lo encendí y lo puse en marcha a toda velocidad. Stuart miró a todos lados para ver si había alguien, pero a esa hora y en ese lugar, era muy extraño toparse con alguien; era la última parada de la cuidad, así que era solitaria.
—¿Verdad que es lindo? Es un sueño de hombre.
—¿Sueño por estar dormido o sueño de ser sueño inalcanzable?
—¡Stuart, lo logramos! ¡Tengo a Paulie! ¡Lo tengo! ¡Lo tengo para mí solito!
—Ajá, sí; estupendo. ¡Ahora lo que te dije! Porque cualquier lío legal, si tienes ese papel con su firma, yo podré redactar un acta de consentimiento y así tú, mejor dicho: nosotros, estaremos libre de toda culpa.
—Sí, tranquilo. Yo veré cómo consigo eso —aseguré.
—John... ¿y qué harás con su familia? ¿Qué harás cuándo lo comiencen a buscar?
—No me he puesto averiguar sobre eso —le dije—. Pero eso lo harás tú. Te encargo eso. Quiero saber todo sobre su familia ¿sí?
—¿¡Qué!? ¿¡Yo!? ¿¡Y yo por qué!? ¡Soy abogado, no investigador privado, por amor al cielo!
—Pues ahora eres investigador privado y abogado.
El resto del trayecto se tornó bastante tranquilo, aunque Stuart seguía con los nervios de punta por lo que habíamos cometido. En cierta forma, sus nervios eran bastante normales, puesto que secuestrar a una persona para satisfacer mis deseos sexuales, no era nada simple.
Llegué a casa, estacioné frente a ella y de inmediato nos bajamos. Quedaba en la parte más alta de la cuidad y en una de los lugares más millonarios; era enorme, pero a la vez bastante fría y distante: los únicos que me acompañaban eran los que trabajaban en ella, que eran tres personas nada más.
—John, ¿qué vamos hacer con los sirvientes? —me preguntó Stuart, sacándome de mis pensamientos sexuales con Paul.
—¿Ah? ¿Los sirvientes?
—¡Sí, idiota! ¡Si ellos se enteran te pueden delatar y si eso pasa yo no sé qué será de ti! ¡Y no me vengas con que ellos no lo harán porque lo pueden hacer!
—¡Por amor al cielo, Stu! ¡Ellos no van hablar nada porque saben que no pueden ponerse en mi contra!
—Es que estoy medio paranoico, lo siento.
—Sí, ya sé —asentí—. Ahora hay que sacarlo, debo llevarlo a mi recámara y...
—... follarlo hasta reventarlo.
Esbocé una sonrisa al escuchar eso—: Pero qué rápido aprendes, Stu. Te salió rima y todo.
—Sí, sí, ajá —acomodó su corbata y metió la mano en el bolsillo de su pantalón azul.
—¿¡Cómo qué 'sí, sí, ajá'!? ¡Ayúdame a sacarlo, Stuart, por amor al cielo, qué lento eres!
Él rodeó los ojos, abrió la puerta de atrás y miró con detenimiento el chico. Lo jaló por las piernas para después, con mi ayuda, cargarlo. Logré sostenerlo entre mis brazos y apoyar su cabeza en mi pecho. Era ligero, casi no pesaba, así que se me fue muy fácil llevarlo hasta el interior de mi casa.
De alguna u otra forma odiaba el decorado de mi casa: el tapiz era blanco, el suelo brillante y con una cerámica de mármol; los muebles eran negros de cuero, cuadros por las paredes y todo aquello —sumado con la soledad— le daba una pizca de lúgubre.
Stuart me ayudó abrir la puerta de mi recámara, la cual era bastante extensa: tenía una cama matrimonial con sábanas blancas y cubrecamas vinotinto; un baño extenso y de lujo; armario de la misma forma y todo lo que se necesitaba para estar cómodo. El tapiz era de un color crema, el suelo de madera y tenía una linda alfombra que hacía juego con el color del cubrecama.
—Yo llego hasta aquí. No quiero ver cómo le entierras el... bueno, olvídalo.
—Gracias por la ayudita, Stu.
Él carcajeó sin ganas.
—¡'Ayudita'! Claro, sí. Te veo mañana ¡y más te vales que obtengas esa firma a primera hora! Hay que cuidarnos las espaldas. ¡No sé en qué lío me metí!
—Sí, tranquilo, Stuart —repetí—. Yo te doy eso mañana. ¡Y a ti no se te olvide investigarme lo que te pedí!
Hizo un ademán con las manos, cerró la puerta y me dispuse a llevarlo a la cama. Lo acosté sobre el colchón, me senté en el borde de la cama. Era imposible no mirarlo e imaginarse las peores cosas con esa inocencia que salía flote.
Movió su nariz, abrió sus ojos y de inmediato dio un brinco, seguido de un grito y las ganas de irse, pero yo agarré sus manos.
—¡Suéltame! —protestó con debilidad en su voz, pues aún el efecto de la dopamina no se había ido del todo—. ¿Dónde... mmm, estoy?
—En mi casa, Paul. Soy John y de ahora en adelante serás solo mío.
—¿Cómo sabes mi nombre? Ay, no... —pasó su mano por el rostro—. Me duele la cabeza.
—Eso se te quita con una buena cogida, de eso no te preocupes.
—¿Una buena qué? Me quiero ir a casa. ¿Cómo llegué aquí?
—Tan inocente mi bebé.
—¿Tu bebé? —frunció el ceño—. ¿De qué hablas? Quiero irme.
—Vas a vivir aquí de ahora en adelante.
—¿¡Qué!? ¿¡Cómo!? ¡Ay, mi cabeza me va a explotar! —se quejó—. Oye, no entiendo nada. ¿Qué fue lo que pasó? ¿Por qué estoy aquí? Lo último que recuerdo fue que ayudé a un tipo a cargar unas supuestas cajas y de ahí me puso un pañuelo... ¡estoy secuestrado! ¡ay, no! ¡no, no, no, no!
Volví agarrar sus manos, pues comenzó a desesperarse y su reaccionar era comprensible.
—¿¡Qué me vas hacer!? ¡Mira, yo no tengo dinero, así que si eso es lo que quieres, pues no!
—Pero, Paul. ¿Acaso no has mirado? Dinero es lo que me sobra. Yo no quiero eso de ti.
Suspiró, pero después frunció el ceño y tragó en seco.
—¿Y entonces qué es lo que quieres? ¿Por qué me hiciste esto?
—Pues para...
—¡Déjame ir! —bramó—. Mira: me dejas libre, te doy lo que pidas y ya. ¿Sí? Todos felices.
—Cómo que si esas cosas pasaran...
—¡Pero sigo sin entender qué es lo que quieres de mí!
Pude notar que el efecto estaba comenzando a desaparecer por completo, ya que su semblante soñoliento y cansado, cambió a uno de espanto.
—Te quiero a ti, tu cuerpo, tu trasero, tu linda carita. Quiero todo de ti.
—¿¡Qué!? ¿¡Estás loco!? ¿¡Por qué!? —y tragó en seco.
—Porque me encantas y no sabes cuantas ganas tengo de follarte en ese mismo instante.
Su respiración comenzó acelerarse, me miró desconcertado, como si no hubiese entendido sus propósitos. Trató de levantarse, pero yo se lo impedí tomando sus brazos con fuerza. Pero aún no reaccionaba del todo bien.
—Pero a mí... ¡no, esto no! ¡me quiero ir a casa!
—¡Te dije que esta es tu casa! —exclamé.
—No estarás hablando en serio, ¿o sí?
—Estoy hablando en serio —afirmé—. Muy en serio, Paul.
—¿Cómo sabes que ese es mi nombre?
—Porque sé todo de ti, bebé; incluso, se puede decir que sé más de ti que tú mismo. Me gustaste desde siempre y no sabes cuánto he anhelado este momento.
—¿Qué? No. Debo estar soñando o algo. ¿¡Me estás diciendo que tú me secuestraste para mantener relaciones conmigo!?
—Sí. ¿No es genial?
—¡Pues claro que no! —se apresuró a decir—. ¡No es genial y me quiero ir!
—Ya te dije que eso no va a pasar. No sé por qué insistes en eso.
Sus ojos se llenaron de lágrimas, comenzó a temblar y tenía una expresión de horror—: ¡No quiero, por favor!
—Estás agotando la paciencia.
—¡Y tú la mía! —bramó—. ¡Déjame ir!
Le iba a responder, pero me vi interrumpido porque escupió en mi rostro, haciendo que su saliva cayera en mi mejilla.
—Púdrete, John.
Esbocé una sonrisa, agarré ambas muñecas con una sola mano, mientas que alcé la otra y le di una bofetada; después tomé su cuello, arqué su rostro al mío y pasé mi lengua por la comisura de sus labios.
—Dime 'daddy'.