Salí de la ducha de mi camper. El traje del uniforme me daba calor y me hacía sudar bastante. No me gustaba sentirme pegajoso, así que me vestí con mi propia ropa por pura comodidad. De cualquier modo, Ariel no iba a darse cuenta de que no estaba usando el uniforme.
Mi cliente entró a la autocaravana mientras yo me ponía los calcetines. Era nada más y nada menos que el señor Güido. De nuevo el alcalde que me daba muy buena propina cada vez que llegaba, y que también parecía tener una relación más allá del circo, pues por lo que me iba dando cuenta, estaba surgiendo una amistad y confianza entre él y yo, tal como me sucedía con Ismael.
—Hoy no traigo un ticket prémium —dijo, sentándose en la cama a esperar que terminase de vestirme.
— ¿Entonces? —Pregunté, a secas.
—Es amarillo... —contestó.
Había olvidado la función de los tickets estándar porque recibía más prémium que nada. Afortunadamente en mi mochila llevaba un cuaderno donde tenía anotados todos los colores y sus significados. Me agaché para sacarla por debajo de mi cama y así tomar el cuaderno y leer. El ticket amarillo era para felación del cliente hacia mí.
— ¿Usted quiere chupármela a mí? —Asintió, ayudándome a ponerme de pie.
—Tengo algunas cosas que hacer, pero también tenía ganas de verte —respondió.
No podía negarme a nada, pero eso sí, prefería mil veces que él me la mamase a mí, a yo mamársela a él. Siempre hay cosas que a uno no le gusta hacer, pero las hace por el puro compromiso del trabajo. Dichoso él, que me hallaba recién bañado; mi pene le iba a saber delicioso, no como a mí me tocaba cuando los clientes pasaban de su trabajo al circo, con el sudor acumulado del resto del día. Güido era aseado, pero a veces su peso le hacía transpirar más de la cuenta.
Me sentó sobre sus piernas, con las mías a los lados de las suyas. Quería que lo besara, pero como siempre, le tuve que repetir que los besos estaban prohibidos.
—Solo tenemos veinticinco minutos, alcalde —conté, levantándome de sus piernas para poner el cronómetro—. Si quiere besos me tiene que pagar algo extra.
No dijo nada a lo que le acababa de proponer. Solamente se levantó para sacar fácilmente la billetera de su pantalón y retirar diez billetes de cien ebrus. Los tiró a la cama para después jalarme del brazo y pegarme a su cuerpo.
— ¿Te parece bien mil ebrus para que me dejes besarte? —Asentí, tirándome a sus labios sin pensármelo.
Lo hubiese hecho solo por cien o doscientos, pero mil era muchísimo mejor. Pasamos aproximadamente quince minutos besándonos de pie, hubo lengua y todo lo que esa propina ameritaba.
Güido se hincó delante de mí, viéndome a los ojos mientras le sacaba el cinturón a mi pantaloneta, la cual bajó hasta mis talones al conseguirlo, dejándome solamente en bóxer y con la playera que llevaba puesta. Se notaba urgido, restregando su cara en mi pene cubierto por el bóxer. Jadeaba y ponía los ojos en blanco de una manera bastante morbosa. Sacó mi pene de su escondite, que evidentemente ya se encontraba erecto, listo y dispuesto a ser tragado. Era normal en mí excitarme tan rápido, pero también me gustaba lo suave y delicado. Allí en el Ubulili no estaba para eso.
El alcalde se llevó la punta de mi falo a la boca, pasaba su lengua por toda la corona y después se la metía completa. Estuvo en eso varios minutos, a la vez masturbándome para que le acabase. No tuve opción, sentía la necesidad de ponerle las manos en la cabeza y empujarle mi miembro en su garganta. De la forma que él lo hacía me aburría, y tampoco teníamos mucho tiempo.
Tomé entre mis dedos el poco cabello que le quedaba, jalando hacia mí su cabeza y al mismo tiempo yo empujaba mi cadera hacia adelante. El sonido que producía su baba acumulada y mi carne caliente, me prendía aún más.
—Ya voy a acabar, Güido... —musité, gimiendo con la mandíbula apretada y la frente sudada.
El viejo empezó a mamar más rápido al escuchar mis gemidos apurados, me miraba a la cara y yo le miraba la suya; colorada, pero contenta.
Empecé a ver colores y la vista nublada. Cerré los ojos para no marearme como la primera vez. Pronto sentí como mi esperma se regaba en el interior de su boca mientras él tenía arcadas ahogándose con mi líquido. No me importó ni le puse atención, eso era lo que él había pedido y tenía la excusa de decir que yo solo hacía mi trabajo.
Trabajando ahí, tenía que bañarme más veces de las que me bañé toda mi vida. Cada vez que terminaba un ensayo, un espectáculo o un ticket. Así que me duché después de que el alcalde se retiró, y luego de finalmente estar limpio y fresco, salí del circo para pasar por el Batto porque mi mamá ya lo había invitado a la cena que planeaba hacer para presentarnos a su novio.
El Batto me contó que le había costado mucho que sus padres le dieran el permiso, pero lo consiguió porque él dijo que, si no lo dejaban salir, él ya no les iba a echar la mano con el asunto del mercado, y aunque evidentemente lo iban a obligar, igualmente le funcionó gracias a que el señor Salomón puso el pellejo por su hijo. Solo así pudo conseguirlo. Estuve esperándolo alrededor de diez minutos afuera de su casa, hasta que finalmente salió con un semblante entre molesto y emocionado.
En casa solo estaba la Jeimy y Millaray, el Tadeo y su hija todavía no habían salido de Taitao y el novio de mi mamá de seguro iba a llegar hasta que ella le avisara porque se supone que nosotros teníamos que estar antes.
— ¿Y cuánto tiempo llevan saliendo? —Preguntó el chino a mi mamá.
—No sé bien —contestó, haciendo memoria—. Yo digo que ya mucho más de medio año. Cuando Robin empezó a trabajar en el circo, nosotros ya teníamos como cuatro meses de conocernos.
Era obvio, por eso ella salía temprano para ir con él a la terapia de la que yo no sabía nada porque ella quería que fuese una sorpresa para mi hermana y para mí, aunque yo hubiese querido que me contase todo desde el principio para apoyarla en cada cosa y ver cómo progresaba, pero ya ella estaba más cerca de volver a caminar y eso era lo importante.
Conocer al hombre en cierta parte era bueno porque por fin iba a poder agradecerle por todo lo que hizo por mi mamá cuando yo apenas podía darle para el arriendo y la comida. También por las muletas que le compró y las medicinas, porque a mí no me alcanzaba para tanto y a veces cuando a mi mamá se le acababan, él le compraba más. Ella por no decirme que estaba saliendo con alguien, me decía que las había pedido fiadas en la farmacia del otro barrio.
Tocaron la puerta mientras mi mamá apenas nos contaba cómo se conocieron, supuse que era el señor del que todavía no teníamos nombre, pero no. Era mi hermano que no se había olvidado de llegar. Al final de cuentas él también se había convertido como en un hijo para Millaray. Estaba solo, la mujer lo abandonó y su madre, o más bien nuestra madre biológica, se quitó la vida, quitándole toda la compañía que él tenía. Hasta cierto punto me ponía muy contento haberlo recuperado, porque así yo pude aclarar algunas dudas sobre mi abandono, y él pudo tener una nueva familia para lo que necesitase.
—Creo que soy el último en venir... —dijo, sonriendo apenado.
Asentimos todos riéndonos un poco, pero sin burlarnos. Eugenia pasó por cada uno para dejarnos un beso en la mejilla como saludo, pero en cambio al Batto lo abrazó como al resto no. No entendía qué tenía mi novio con las niñas porque no pasaba mucho tiempo para que le cogieran cariño. La Jeimy era del mismo modo con él. Las dos como siempre se fueron a jugar con sus muñecas, mientras los grandes nos quedamos en la sala platicando cosas mientras esperábamos a que el señor se dignase a aparecer.
—Robin... —habló mi mamá. Volteé a verla con tranquilidad, pero ella no demostraba eso en su rostro.
— ¿Qué pasó? —Me asustaba cuando ella callaba por largo rato y empezaba diciendo mi nombre.
—Aprovechando que él todavía no viene, quiero decirte una cosa... —todos guardamos silencio—. Hoy el pastor de la iglesia me dijo que ya no te podía dejar entrar porque algunas hermanas te han visto con Batto y ya sabes cómo son de chismosas.
Lo sabía perfectamente. Las viejas que iban a esa iglesia no hacían otra cosa que no fuese chismorrear e inventarse estupideces para quedar como si ellas fuesen las mujeres más puras del barrio cuando en realidad eran la viva hipocresía. Quien había comenzado con los rumores, había sido la hermana Gloria, que desde la ocasión en la que fui con mi mamá cuando me contrataron en el Ubulili, empezó a tirarnos mierda y a cogerla en mi contra solo por esos chismes que, sí, eran verdad, pero no le incumbían.
—Ahora soy un marginado de la iglesia... —susurré, soltando una risa sarcástica—. Pero tú... ¿también te sacaron?
—No, a mí no. Yo les dije que si ellos creían que tú eras un pecador como ellos te decían, que eso era un asunto entre tú y Dios, y que yo con él estaba tranquila.
Así debía ser. A mamá no la obligué nunca a aceptarme o a defenderme de las personas que me han discriminado y ella tampoco lo hizo porque ella entendía que ese era un asunto mío. El amor y todas las cosas que ella hizo por mí no iban a cambiar por una orientación sexual. Tampoco le avergonzaba, y no sé si porque no era su hijo biológico, o porque simplemente no era lo que principalmente me definía como buena persona.
— ¿Crees que puedo ir mañana a la iglesia a hablar con el pastor? —Se me había ocurrido en ese instante una idea buenísima para despedirme de la iglesia y de todas esas señoras amantes del ridículo.
Es que ni siquiera me afectaba que me sacaran de una iglesia, porque no me gustaba ir de todos modos, pero lo que no quería era que le dijeran mierdas a mi mamá y a la Jeimy por cosas que eran completamente mías. Ahí metería las manos al fuego porque se trataba de mi familia y gracias a ella estaba bien; era amado.
—Sí, si es para agradecerle por lo que ha hecho por nosotros, está bien —contestó—, pero no vayas a pelearte con las hermanas, no quiero que la agarren contra mí —asentí.
—Tú tranquila, yo solo voy a despedirme de buena manera, para enseñarle que también ellos debieron sacarme de buena manera y no de boca en boca.
Mi mamá estuvo de acuerdo. Era obvio que no sabía lo que tenía pensado hacer, pero tampoco iba a hacer algo malo que la dejase en mal a ella. Lo que sí, era que necesitaba la ayuda de mi chino, para tomar coraje para hacer las cosas. Un impulso.
En medio de la conversación que había conseguido sacarme de quicio, tocaron el portón de salida. Entonces sí estábamos seguros de que se trataba del novio de mi mamá porque ya nadie más faltaba. Ella se levantó y dirigió su camino a la entrada para hacerlo pasar.
Nos quedamos todos sentados en el sillón, el Batto tomándome de la mano con la cabeza recostada en mi hombro, el Tadeo con su hija en las piernas y la Jeimy estaba sentada a mi lado también, agarrándome la otra mano.
Se abrió la puerta y mi mamá entró, detrás de ella venía el hombre; su novio.
— ¡Buenas noches! —Saludó, con una cara de emoción que se le quitó inmediatamente cuando me miró.
El novio de mi mamá era un viejo ligeramente gordo con muy poco cabello en la cabeza y con bigote un tanto canoso. Además, no era cualquier persona, el hombre era nada más y nada menos que un alcalde. Era Güido... Güido Belenky, el alcalde del municipio de Catlán. Él mismo tipo que unos minutos antes me había mamado el pene hasta hacerme eyacularle en la boca...
«¿Qué putas es todo esto?» me pregunté por dentro, apretando mi mano con unas malditas ganas de agarrarlo a golpes y retirarle el poco cabello que le quedaba. Batto se dio cuenta de mi reacción y pronto me preguntó si algo pasaba.
—No, amor... no pasa nada... —respondí a secas mientras Güido le extendía la mano a Tadeo, presentándose.
— ¿Cómo no, Robin? —Continuó el chinito—. Tienes la cara bien roja y estás muy nervioso.
—Es obvio, estoy conociendo a una persona importante para mi mamá, tranquilo amor —solo con eso logré calmarlo, pero no logré calmarme a mí.
Millaray acercó al alcalde hacia mí. Le dijo mi nombre y quién era yo; su hijo. De la misma manera me dijo a mí su nombre, que yo ya me lo sabía y procedió a presentarlo como su pareja. No podía creer que eso estuviera pasando, no podía siquiera disimular mi rabia, mi impotencia y mis deseos de insultarle de todas las maneras posibles. Mi rostro se sentía caliente, y ni hablar de lo rápido que el corazón me palpitaba.
Le apreté la mano más de lo normal cuando nos saludamos, no pude resistirme a demostrarle que lo que estaba haciendo al engañar a una mujer cuando se acostaba con hombres jóvenes en un circo, era tan bajo y tan abominable. Él sabía por qué mi apretón tenía la fuerza que le puse, pero, aunque la rabia me consumía, tampoco podía echarle toda la culpa, no sabía si él antes de todo lo sucedido sabía que yo era hijo de su entonces novia. Aunque no saberlo tampoco era excusa para verle la cara a mi madre. Es que si lo hubiese visto por el circo y no me hubiese elegido nunca a mí, las cosas serían un poco menos jodidas, pero hacía unas horas se había tragado mi esperma con todas las ganas del mundo. «Puto enfermo de mierda» espeté en mis adentros.
— ¡Mucho gusto! —Dijo.
—El gusto es suyo... —contesté con una voz seca; casi rasposa.
El Batto me pegó con el codo en mi antebrazo, tratando de regañarme por mi comentario. Después de que mi mamá le presentó al chinito como mi novio, se fueron a la cocina a que Güido viera lo que mi mamá había cocinado con el resto de las cosas que habíamos comprado en la costa por la mañana.
—Pudiste ser menos grosero, Robin —susurró el chino en mi oído. No quise decir nada al respecto, pero cuando mi hermano también me regañó, tuve que inventar una excusa.
—Robin... eso que dijiste estuvo muy feo —dijo Tadeo. El Batto asintió con la cabeza estando de acuerdo con mi hermano.
—Bueno ya lo sé. Fue una broma de mal gusto, no lo voy a volver a hacer. Lo siento.
Me metí en mi mundo de pensamientos. Es que no me cabía en la cabeza cómo mi madre estaba con el alcalde y cómo el alcalde podía estar con ella y a la vez teniendo encuentros sexuales conmigo. Todavía no lo digería y no sabía si lo iba a poder hacer. Lo mejor que pude pensar, era que tenía que hablar con él y pedirle dejar a mi madre inmediatamente o que se dedicara a ser el novio de Millaray y dejara de tener encuentros sexuales con hombres, pero eso no iba a borrar ni un poco de lo que sucedió en la cama de mi camper, no una ni dos veces, sino tantas que ni siquiera podía contarlas.
Mientras mi mamá servía la comida en los platos, yo le pedí a Güido que saliéramos a hablar al patio. Fingí que quería aconsejarlo con su relación con mi mamá y que le debía una disculpa por mi comportamiento hostil, pero en realidad quería reclamarle y sacar lo que tenía atorado. Nadie podía saber nada de lo que nosotros sabíamos el uno del otro.
Nos quedamos alejados de la puerta del apartamento para que nadie escuchase ni un poco de lo que platicásemos. Yo estaba muy molesto, pero quería aparentar lo contrario.
—Ya sé a lo que vas, Robin, pero yo no sabía nada de todo esto... —comenzó—. Si hubiera sabido algo, ¿crees que hubiera hecho esto?
—Cabrón, no sabías que era mi mamá, pero sí sabías que estabas saliendo con una mujer mientras me la mamabas, no te hagas el pendejo —susurré, con la mandíbula apretada y la mirada furiosa.
—Tú no te quedas atrás con tus secretos —contestó, defendiéndose—. Y es peor porque no solo le estás ocultando que coges por dinero a tu mamá, sino que tienes un novio y seguro que tampoco lo sabe.
Esa era la realidad de la que no quería reaccionar, pero no le correspondía a él reclamarme. Él no tenía vela en esa parte del entierro, y si alguien tenía claro lo que estaba haciendo mal, era yo, pero no podía simplemente abrir la boca porque mi vida y mi estabilidad económica, y la de mi familia, dependían de ese trabajo.
—Bueno, pero ya sabes que, si dices algo, no solo me hundes a mí, te hundes tú también —advertí, olvidándome de tratarlo con ustedeo y empezando a tratarlo con tuteo como si tuviésemos demasiada confianza.
—No me adviertas nada. ¿Crees que no lo sé? —Los dos estábamos serios, disgustados por la situación.
El Batto se asomó a la puerta para decirnos que mi mamá ya tenía la comida servida y que nos estaban esperando para comer. Respondimos, como si nada estuviese ocurriendo, que estábamos a punto de entrar. El chino se metió nuevamente y nuestro conversación continuó su rumbo.
—Lo único que te voy a decir, Güido, es que tienes que decidir por una de dos cosas.
— ¿Y tú qué? También tienes que decidir —respondió.
—Sí, pero eso es mi puto problema y no te incumbe en nada a ti.
— ¿Y a ti te incumbe lo que yo decida?
— ¡A huevo, Güido! Porque se trata de mi mamá y de mí, porque soy uno de los cabrones a los que les has pagado por coger.
—Está bueno, Robin —contestó a secas—. Voy a dejar el Ubulili, pero no pienso dejar a tu mamá —dijo, tratando de ser convincente, pero solo él sabía si iba a cumplir con su palabra—. Eso va a quedar en nuestro pasado y nadie va a decir nada. ¿Estamos?
Estaba de acuerdo con eso. Nadie podía saber nada y mientras nos tocase estar en el mismo sitio, tendríamos que fingir que nos conocíamos apenas desde ese día. Si había algún otro sentimiento negativo, no teníamos otra opción que tragárnoslo y atarnos los testículos para aguantar esa situación.
Di la vuelta, decidido a ingresar al apartamento y sentarme a cenar como se supone que debía hacer para complacer a mi madre. Antes de hacerlo, Güido me cogió del brazo, impidiéndome seguir mi camino para decirme una última cosa:
—Solo te voy a aconsejar que tú también tomes una decisión pronto porque las paredes tienen oídos y la gente del municipio es bien chismosa. No creas que el secreto del circo está totalmente a salvo, hay quiénes empiezan a sospechar, y no te conviene que el rumor se expanda y se confirme...
Lo último lo tenía claro, me constaba bastante por las viejas de la iglesia, pero con lo primero, aún no me terminaba de sentir listo para hacerlo. Tenía miedo de perder a alguien que revolucionó mi vida de un solo golpe, pero por la misma razón no debía seguir callando. Era una putada estar en esa situación entre la espada y la pared, pero si alguien me había empujado a ese abismo, ese había sido únicamente yo...