cuando niña solía creer que la vida te daba dos oportunidades: una para arruinarla y otra para limpiar lo que dejaste.
creía también que las leyendas no morían, pero sí los dioses - y el mío había muerto hacía mucho, en un incendio.
esos dos pensamientos, conectados como todo en mi vida, me llevaron a crecer creyendo que la muerte era involuntaria e imparable.
poco después de cumplir los nueve años, mi padre me miró fijamente a los ojos y me sonrió. corría el año 2009 con todo lo que traía consigo, y mi tristeza era inmensa.
estábamos en casa cuando, de pronto y sin mirarme, me dijo: "ya han sido quince años de la muerte de senna, ¿sabías?"
le miré como solo lo miraba cuando no comprendía su punto y contestó, a su vez: "tenía treinta y cuatro años".
yo no le respondí.
él tenía treinta y seis en ese entonces, y la tristeza que mostré al mirarle no tuvo comparación.
esa noche no dormí. pensé en ayrton senna hasta que, llegada la mañana, le murmuré algo a mi gato y rompí a llorar en un silencio mortal.
crecí pensando que ayrton senna había sido uno de los mejores pilotos en la historia. rápido, hermoso, como nunca nadie lo fue antes.
sin embargo mi padre jamás me contó las vidas que dejó atrás, ni se atrevió jamás a mostrarme nada del accidente; sino hasta que años después lo descubrí sola, en una sala de informática en la escuela durante un receso.
nunca derramé tantas lágrimas como cuando conocí a las personas cuyas vidas su muerte dejó en la ruina.
poco después, el incendio.
ese año comprendí lo que comenté al principio: que la muerte es inevitable, inclusive para los dioses.
ese año le perdí a él, a quien más quería y nunca me atreví a contárselo a nadie.
su nombre pasó a mi memoria, como el de ayrton pasó a la de alain prost, quien yo sentía era el que más le quería entre todos.
por eso, años después, seguí rememorándoles - cada año, cada día.
porque fui la niña cuyo dios se quemó en una pira, y cuya leyenda se estrelló contra el pavimento.