—Buenos días, señora—dijo Ana haciendo alarde de toda su simpatía.
Mientras, Mimi se ponía a su lado y daba un repaso a los aguacates del puesto.
—Buenos días, Anita, ¿cómo te va?
La rubia aprovechando que la atención de la tendera estaba en su amiga birló un aguacate y lo escondió con cuidado en el zurrón de Ana.
—Pues me va—miró a Mimi sonriendo y ésta le sonrió de vuelta guiñándole el ojo—...nos va muy bien.
La tendera les sonreía con ternura.
—Ya lo veo.
—¿Le importa si nos subimos al tejado de su puesto de venta?—dijo Ana señalando hacia arriba—. Es que nos encanta como se ve el mercado desde ahí.
—Claro que sí, bonitas. Subid.
Ambas le sonrieron agradecidas y treparon hasta sentarse sobre el tejado de aquel puesto. Apoyaron la espalda en la fachada del edificio que tenían detrás.
—Me siento fatal—le susurró Ana a la rubia echando la cabeza hacia atrás—. Ella siempre es muy amable con nosotras y nosotras le robamos. Es horrible.
Mimi suspiró.
—Y que le hacemos ¿eh, Banana? ¿Nos morimos de hambre? A ella aguacates le sobran todos los días y sólo es uno.
—El caso no es la cantidad, Mimi, es la acción en sí.
— ¿Crees que a mí me hace gracia? Es que no entiendo a que vienen estos cuestionamientos.
—No, si ya sé que estás de acuerdo conmigo, pero sólo te digo que no es ético.
—Si nos dedicáramos a ser éticas nos habríamos muerto antes de los diez.
Ana suspiró.
—Pues también es verdad.
Después se cruzaron de piernas como los indios. Ana sacó de su zurrón el aguacate, y un cuchillo, y se lo dio a Mimi. La rubia partió el aguacate al medio y le dio una mitad a Ana.
—Gracias—dijo la morena con una sonrisa. Luego sacó dos cucharillas y le dio una a Mimi antes de hundir la suya en la fruta.
Mientras comían se dedicaban a observar a las personas que pasaban por la calle. En un momento dado Ana observó cómo dos personas se chocaban, algo de lo más normal entre tanta concurrencia. Pero es que una de ellas no era una persona era la persona. Era la mujer. Durante el choque se le había caído la capucha que llevaba dejando al descubierto un precioso pelo similar al de un león.
—Agüita, mamá—susurró la morena maravillada. "¡Qué guapa!" pensó.
Mimi a su lado miraba a Ana con sorpresa. Pasó una mano por delante de su cara, pero no recibió ningún indicio de que Ana hubiese percibido su acción. Su amiga nunca antes había reaccionado así al ver a nadie. Sonrió.
—Banana, la baba—Le dijo tocándole la comisura de la boca.
En respuesta sólo recibió un manotazo inconsciente de una Ana que parecía que sólo existía para mirar a aquella extraña.
Tras el choque, la chica del cabello de león, se puso de nuevo la capucha y continuó su camino.
Caminó unos veinte pasos hasta que se volvió a detener al ver que un niño hambriento observaba con detenimiento las manzanas de uno de los puestos. Como no las alcanzaba, ella se acercó y le entregó una.
—Espero que tengas para pagar eso—Oyó una voz a sus espaldas.
Miriam se asustó. Jamás había necesitado usar dinero y no llevaba nada encima.
—Nadie se atreve a robar la fruta de mi tienda.
—Lo siento, señor, si me deja ir al palacio el sultán me dará dinero...
Él hombre estaba fuera de sí y la ignoró.
— ¿Sabes cuál es el castigo por robar?—dijo el vendedor agarrando la mano derecha de Miriam y alzando una espada.
"Uff, neno, que yo esa mano la tengo que usar mucho aún" pensaba mientras veía como la hoja de la espada se acercaba más cada vez "¡Que me va a amputar la mano la dramática loca el coño esta!"
Miriam cerró los ojos temiéndose que cuando los volviera a abrir su manita reposaría en el suelo junto a un charco de sangre.
Entonces sintió que alguien la apartaba del hombre. Abrió los ojos. Enfrente tenía a una rubita que había parado la mano del vendedor, le había quitado la espada y se la había dado a quien Miriam tenía a su lado. Giró la cabeza. A su lado estaba...a su lado estaba un puto ángel. Un ángel que le estaba sonriendo. "Pero ¿de dónde ha salido esta morenaza?" pensaba Miriam.
—Gracias por encontrarla señor—dijo la rubia dándole un apretón de manos efusivo, al tiempo que con la mano libre robaba algunas monedas del zurrón del vendedor sin que este se diera cuenta—. Es mi hermana—dijo señalándola—. De pequeña le lancé una naranja y la dejé bueno...
— ¡Ha mencionado al sultán!
—Oh, es que se cree que ella—dijo señalando a la morena— es el sultán.
Miriam pareció entender por dónde iba aquella rubia tan lista y se arrodilló frente a su morena.
— ¡Oh, sultán! ¿Cómo puedo serviros?
La morena le acarició la cabeza con ternura y después la ayudó a levantarse.
—Pero oiga—prosiguió la rubia extendiendo hacia él una de las monedas que instantes antes le había robado—. Aquí tiene por la manzana y por las molestias ocasionadas—Y la agarró a ella de una mano y a la morena de la otra y huyeron de allí.
El vendedor pareció quedar satisfecho y volvió a lo suyo. Mientras, Miriam pensaba "Tenemos que controlar el uso de armas en el reino. Que puto miedo he pasado. Ni con las tormentas".
Miró a las chicas que tenía a ambos sus lados.
—Gracias—les dijo—, ya me veía manca.
Ambas le sonrieron. La rubia se apartó unos pasos de ellas y ella miró a la morena que le acariciaba el brazo.
—Habría sido una auténtica pena que la hubieses perdido—la morena bajó las caricias hasta su mano. Miriam sintió un escalofrío por la espalda. "Uy, neno" pensaba, mientras le daba una sonrisa a su acompañante "Que esta es más bollera que yo. Sabía que tenía que salir de ese puto palacio"
—Y ¿cómo os llamáis? Para ya sabes, no llamaros salvadora uno y salvadora dos.
La morena a su lado rio.
—Soy Ana—dijo—. Y la rubia de ahí es Mimi.
Mimi se giró y las saludó con una sonrisa pícara. La rubia había visto de reojo el tonteo que se traían esas dos y había decidido poner unos metros de por medio. "Como tira fichas aquí la Banana" pensó "Pues nada a hacer de carabina ¡Qué remedio!".
Mientras, en un rincón escondido entre los muros del palacio, Roi se dejaba la vida corriendo sobre un engranaje gigante que a cada paso que daba chocaba con otro engranaje y liberaba electricidad.
— ¡No es por repetirme, Cepi! –Gritaba extenuado— ¡Pero no podías haber esperado a una tormenta de verdad! ¡Que aquí hay una casi cada jueves!
— ¡Cállate! –dijo Cepeda colocando el anillo del sultán en la cúspide de un reloj de arena adornado con dos lagartos— ¡Y acelera!
— ¡Sí, amiguete, yo acelero! –gritó al borde del síncope apretando más su marcha.
El visir miró el reloj al que ya empezaba a llegarle la electricidad que estaba generando Roi con su esfuerzo.
— ¡Sí! –Dentro del reloj la arena comenzó a formar la figura de la cabeza del león de arena— ¡Abríos arenas del tiempo y mostradme al mortal que podrá entrar en la cueva! — El reloj generó la imagen de dos muchachas, una rubia y otra morena. La rubia subía por una escalera y la morena la seguía. En la imagen la morena predominaba. Cepeda sonrió— ¡Sí! ¡Mi diamante en bruto!
— ¿¡Esa!? ¿¡Esa es la parva que estamos buscando!? –gritó Roi, que trastabilló y cayó estrepitosamente hacia atrás llevado por la fuerza centrífuga de los engranajes en movimiento. A punto estuvo de no salvar el cuello.
—Podríamos mandar a la guardia para invitarla a venir a palacio—Propuso Cepeda con una sonrisa malévola.
—De puta madre—dijo Roi con una mano en el pecho por el esfuerzo y otra en el cuello. Después decidió que aquel no era mal lugar para echar una siesta.
Estuvieron dando vueltas por las calles del reino durante toda la tarde. Cuando llegaron a su escondite ya empezaba a anochecer.
— ¿Aquí vivís?—preguntó Miriam.
Ana le sonrió.
—Sí, no es gran cosa, pero—Se acercó a la cortina y la descorrió—...tiene unas buenas vistas.
Mimi se puso al lado de su amiga y ambas dirigieron una mirada soñadora al palacio.
—El palacio es increíble—susurró la morena.
Miriam lo miró y rodó los ojos.
—Sí, la repera— y se sentó en el suelo dándole la espalda.
—Imagínate como sería vivir allí, con ayudas de cámara, sirvientes—Ana miró a Miriam.
—Sí—dijo la leona—. Y gente que te dice a dónde ir y como vestirte.
No le habrían dicho veces a Miriam que su chupa de cuero no era apta para todas las situaciones. Como le gustaba a su padre un vestidito con lo feliz que ella era con sus vaqueros. Y claro Mireya, la reina del taconazo, le daba la razón. A veces no sabía por qué era su amiga. Bueno, aquello era mentira, sí que lo sabía.
—Sí, pero es mejor que esto. Siempre tenemos que estar buscando comida, escapando de los guardias,...
Mimi a lado de Ana hizo un gesto con la cabeza con el que le daba toda la razón.
—No eres libre para tomar tus propias decisiones—continuó Miriam.
—Es como si viviera en una...
—Vives en una...
—...trampa—concluyeron las dos al unísono.
Mimi ante esa conexión telepática rodó los ojos y se alejó lo más posible para no molestar. Mientras, Ana y Miriam se miraban con una sonrisa boba. Era como si la una comprendiera perfectamente el sufrimiento de la otra.
Entonces ambas apartaron la mirada. Ana se aclaró la garganta.
— ¿De dónde eres? —preguntó.
—Eso da igual. No pienso volver—dijo mientras jugaba nerviosa con la tela de sus mangas.
— ¿De verdad? —dijo Ana con suavidad, y se sentó con cuidado a su lado— ¿Por qué?
—Mi padre quiere obligarme a que me case.
—Eso es horrible—Y le agarró las manos a la leona—. Es injusto—Acarició su brazo, su hombro, hasta posar la mano en su mejilla—. Dime si puedo hacer algo por ayudarte...
Sus miradas conectaron. Miriam bajó la vista hasta los labios de Ana. "¡Que labios tiene, joder!" se dijo. La morena se fue inclinando cada vez más hacia ella. Sus respiraciones se entremezclaron. Sus labios casi se rozaban...
— ¡Os pillamos!—gritó una voz. Ambas se apartaron con brusquedad. Ana miró a la entrada de su escondite.
Allí, Julia tenía sujeta a Mimi y su espada estaba justo sobre su cuello.
La rubia, en un intento de darles intimidad, había salido del escondite y había sido vista por los guardias que hacían su ronda. La habían pillado por la espalda y desprotegida. Después, no les hizo falta mucha inteligencia para dar con el escondite.
Tanto Miriam como Ana estaban paralizadas.
— ¡Me persiguen!—dijeron a la vez.
— ¡¿Te persiguen?!—volvieron a repetir al unísono mirándose.
Ana miró hacia atrás de reojo. Sabía que había una salida por la que ella y la princesa podían escapar. Miró a Mimi que con una mirada de terror parecía indicarle que huyera. Que ella estaría bien. Pero Ana no lo iba a hacer. No iba a huir sabiendo que a la rubia le podían rebanar el cuello. En ese barco estaban juntas.
Los guardias se acercaron con decisión y apresaron a Ana. La arrastraron por el escondite escaleras abajo. Miriam les siguió.
— ¡Soltadlas!—dijo saltando a la espalda del guardia que agarraba a la morena. Le golpeó repetidamente con los puños.
Otro de los guardias la agarró por la espalda y la tiró al suelo. Ella se levantó con intenciones de atacarle de nuevo.
—Eres una ratita callejera muy agresiva.
—Soltadlas—Ellos se rieron—. Os lo ordena la princesa—y se quitó la capucha que llevaba. La risa de los guardias murió instantáneamente y se inclinaron ante ella.
—La princesa—musitó Ana mirándola.
— ¿La princesa?—dijo Mimi, pero la espada se pegó más a su cuello.
— Princesa, ¿qué hacéis fuera de palacio y con esas ladronzuelas?—dijo Julia.
— ¡Eso a ti no te importa!—chilló Miriam—. ¡Suéltalas!
—Lo lamento, princesa—dijo Julia mientras apretaba el agarre de la rubia. Mimi sentía que la espada ya comenzaba a cortarle la piel—. Son órdenes directas del señor Cepeda. Tendrá que hablar con él.
—Que no os quepa ninguna duda—dijo Miriam apretando los puños.
Cepeda salió de su escondite, con Roi al hombro, justo en el momento en que Miriam entraba en la sala gritando su nombre. El hombre se apresuró a cerrar la puerta antes de que la princesa la viera.
— ¡Ah, princesa!—dijo Cepeda llevándose una mano al pecho con fingida alegría. Luego realizó una reverencia exagerada—. ¿Qué puedo hacer por vos?
— ¡Han arrestado a dos chicas en el bazar siguiendo tus órdenes!—le increpó Miriam.
— ¡Oh! Vuestro padre me encomendó que mantuviera el orden en el reino. Y ellas eran unas criminales.
— ¿Cuáles fueron sus crímenes?
—Que raptaron a la princesa, por supuesto.
—Ellas no me raptaron ¡me escapé yo sola!
— ¡Oh!—Cepeda se llevó una mano al pecho aparentando disgusto. Y caminó unos pasos por la sala—. ¡Qué lástima! Si lo llego a saber...
— ¿¡Por qué!?—inquirió Miriam.
—Porque desgraciadamente la sentencia ya se ha ejecutado.
— ¿Qué sentencia, Cepeda?—dijo la princesa apretando los puños.
—De muerte—Miriam se quedó clavada en el sitio. Un nudo se instaló en su garganta—... por decapitación.
Miriam apretó la mandíbula para no saltar sobre Cepeda. Se llevó la mano al pecho. Comenzaba a doler. El hombre puso las manos sobre sus hombros con suavidad.
—No sabes cuánto lo siento, princesa...
Ella le apartó las manos con dureza y echó a andar a pasos rápidos hacia la salida. Una vez fuera ya no pudo contener más las lágrimas que comenzaron a caer por sus mejillas. Corrió por el palacio hasta el patio y al llegar a la fuente pateó el borde con fuerza una y otra vez con sus botas.
— ¡Joder!—gritó.
Unos brazos la rodearon y la alejaron de la fuente unos pasos, los suficientes para que dejara de atizarla.
—Ey, amiga, ey...
Mireya la giró y la agarró por las mejillas. Las lágrimas recorrían la cara de Miriam. Mireya se las limpio con los pulgares.
— ¿Qué ha pasado?
Miriam abrazó a su amiga y rompió a llorar desconsolada. Mireya le acarició el pelo y se dijo que esperaría a que su amiga se tranquilizase para volver a asaltarla con el tema.