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Los días se arrastraron lentos entre el miedo, la incertidumbre y las esperanzas de lo que quedó de la población londinense.
La capital se levantó otra vez, poco a poco, sacudiéndose el polvo que se adhería con maña a sus costados; sobándose las rodillas raspadas y ofreciendo de nuevo el rostro al sol. Los ataques de los vampiro nazis y las fuerzas católicas dejaron manchas, ruinas y vacíos; pero no lograron su cometido: Londres se irguió otra vez como si todo por lo que acababa de pasar no hubiera sido sino un mal sueño.
Integra contempló el escenario desde lo alto, mientras la draculina sobrevolaba con ella cargada sobre su espalda camino a la residencia real.
Contraria a cualquier suposición lógica, la vieja monarca no había abandonado su ciudad y en vez de eso se radicó en las afueras, montando todo un sistema de monitoreo en su casa de campo, convirtiéndola en una especie de centro de comunicaciones en tiempos de guerra.
La en un entonces gloriosa Mesa Redonda se vio reducida a dos integrantes: Sir Hugh Island y Sir Walsh. Ambos ignoraban si su compañera más joven podía contarse entre los supervivientes o si habría sucumbido a la ola devastadora. Las esperanzas disminuían con la desaparición del as de Hellsing, ¿cómo podría sobrevivir el ama sin el monstruo que la protegía?
Seras divisó la casa real a kilómetros de distancia y apresuró el vuelo, descendiendo antes de llegar al lugar para evitar malas impresiones.
—Todo parece estar muy bien custodiado —comentó la chica al observar parejas de soldados apostados en todos los lugares de guardia, con el semblante estoico y las armas preparadas para lo que sea.
—Estamos hablando de la reina —Integra se dirigió hacia una de las parejas que cuidaban la entrada, hablando con voz fuerte y clara—. Soy Sir Integra Hellsing, líder de la Organización Hellsing. He venido a ver a la Reina.
Un hombre corpulento y de barba castaña negó con la cabeza, argumentando que era imposible cederles el paso y pidiéndoles que se retiraran del recinto. Integra frunció el ceño con amargura.
—¿Es que acaso no me oyó, soldado? Es de suma importancia que me encuentre ahora con su Majestad. Ve y dile que la Organización Hellsing está en la puerta.
Quizá fuera por el tono de mando de su voz, o por la dureza de esos ojos azules, o derechamente porque esas dos mujeres parecían ser una dupla de temer; lo cierto es que el musculoso soldado miró a su compañero y le hizo una señal afirmativa con la cabeza. Este asintió y corrió por el patio en dirección a la puerta principal.
Integra movió su pie impaciente mientras el soldado regresaba con noticias desde la casona. No los culpaba por no creerle, pero de todas formas, ¿cómo podían haber creído que la Organización, su Organización, se había desmembrado por completo? Porque era eso lo que el barbón le había insinuado con aquellas miradas quisquillosas y los murmullos entre los demás soldados.
De hito en hito, alguno de los cinco hombres armados echaba una mirada sobre ellas y comentaba susurrando con su compañero. ¿No que Sir Hellsing era un hombre? ¿Quién era la draculina que la acompañaba? ¿Qué había pasado con el arma secreta de la Organización? Habían escuchado que se trataba de un poderoso vampiro, no de una chica. Y lo demás... ¿por qué aparecía ahora y no antes? ¿Dónde había estado todo ese tiempo?
Seras frunció el ceño ante las incógnitas que los hombres se comentaban, pero en ese instante el soldado llegó con las órdenes de la reina y ambas mujeres fueron llevadas hacia el interior.
La amenaza vampírica traída por el Mayor y su tripulación había desaparecido, pero los destrozos dejados por ellos aún persistían. Del mismo modo, la revuelta nazi trajo consigo el consecuente alzamiento de pequeños grupos de midians alrededor de todo el país; con la capital bajo ataque, la caída de la Organización Hellsing y –mejor aún– la desaparición de ese vampiro mascota que seguía a los humanos mientras asesinaba a los de su propia clase el escenario se pintaba ideal para resurgir de los recónditos escondrijos que los habían cobijado entre los barrios sucios.
—Lady Hellsing, la Reina la espera —anunció un lacayo, abriendo ambas puertas para darle paso. El despacho de la reina era amplio, pero sencillo. Mesas atiborradas de teléfonos, computadores y otros artilugios estaban adosadas a la pared, y sus sillas ocupadas por hombres y mujeres que, lápiz en mano, anotaban datos y hablaban por teléfono en diferentes idiomas. Siguieron al lacayo hasta el final de la sala, donde la habitación se dividía por una gruesa cortina de tela oscura. Tras el biombo, estudiando cuidadosamente un mapa desplegado sobre una mesa color caoba, se hallaban los dos sires y la reina.
Los tres levantaron la cabeza en cuanto vieron correrse la tela.
«Integra, pensábamos que habías muerto» fue la frase que le dio la bienvenida a lo que quedaba de la destartalada nobleza inglesa.
No había tiempo de formalidades ni explicaciones al detalle. Integra explicó a grandes rasgos su situación, la de su Organización y lo ocurrido con Millennium, pidiendo a su vez información del estado del país. La vieja monarca aseguró que se repondría, sin embargo era necesario tiempo para infundir de nuevo la confianza entre los súbditos. Hasta el momento la única ciudad atacada era Londres, el corazón de Inglaterra; pero eso brindaba la posibilidad de que el resto del país se levantara en ayuda a su capital sin sucumbir al caos.
Lo que estaba causando problemas eran las apariciones de nuevos grupos de midians, que aunque reducidos eran capaces de mellar el frágil lazo de seguridad de los habitantes. Era necesario contar con nuevos soldados con urgencia; por otro lado las relaciones con el Vaticano estaban en un punto bastante tenso debido a la actuación de Iscariote en el asunto –más específicamente la actuación de Maxwell y las Órdenes de Caballeros–, aunque por el momento se mantenían ajenas al mundo. La Organización Hellsing, quedase lo que quedase de ella, era indispensable para acabar con dichas amenazas.
Lamentaron la desaparición de Alucard «La Organización ha perdido a su arma más importante» comentó Sir Walsh, su compañero asintió e Integra se limitó a apretar los labios. Ella no lo consideraba como una simple arma, pero eso era algo que no iba a discutir con ellos.
Las horas pasaron y los dos respetables nobles solicitaron su retirada. Tenían mucho por hacer y el tiempo corría rápido. Una vez a solas, la venerable anciana tomó un sorbo de su té y miró a la muchacha frente a ella: "¿Qué es lo que deseas contarme, Integra?"
La aludida dio un respingo, su mente todavía debatía acerca de informarle a su reina del hombre lobo o no. Ella siempre había sido una persona casada con su deber: no había secretos para la reina, pero ahora una minúscula parte de su cerebro le sugería la posibilidad que –tal vez–, al informar sobre la situación del hombre lobo la realeza dictara su eliminación definitiva por considerarlo un peligro. Y si lo pensaba con la cabeza fría, él era un peligro, pero ese peligro le había salvado la vida y se sentía en deuda. Esa idea le molestaba más de lo que quería.
Al fin, no del todo convencida, decidió que era mejor soltarlo todo, sin tapujos.
La reina frunció los labios y escuchó paciente el relato sobre los anteriores planes de Max Montana para hacerse con el control del país y su sueño de una guerra mundial. Se mostró sorprendida cuando Integra relató su confinamiento en manos de los nazis, pero su asombro se fue a las nubes cuando esta le confesó cómo había logrado escapar y –más específicamente–, quién le ayudó en ello.
—¿Dices que ese hombre traicionó a su Comandante y te salvó la vida?
Integra asintió: También perdonó a Seras y al capitán Bernadotte.
—¿La draculina bajo tu servicio? —la anciana recostó la cabeza en el respaldo de su sillón, analizando—. Esto no es algo que me esperaba, ¿te ha dicho los motivos de sus acciones?
Integra negó con la cabeza, dejando escapar un suspiro de frustración: Creo que es mudo. No ha emitido ni una sola palabra desde que le conocí. Y, además... —dudó de nuevo, pero la mirada interesada de la otra mujer la hizo continuar— se trata de un hombre lobo.
Las arrugadas cejas de la anciana se elevaron todo lo posible en su frente, la cabeza gris despegándose del cómodo respaldo para mirar a su subordinada. ¿Es que acaso esa chica jamás estaría rodeada de gente "normal"? Vampiros, draculinas, shinigamis, almas sin cuerpo, hombres lobo...una lista bastante pintoresca en el currículum de cualquiera.
Pidió detalles, pero no era mucho lo que Integra sabía. La rubia necesitaba su opinión sobre cómo actuar con el ex capitán nazi, ¿se trataría de una trampa? Ella trató de tranquilizarla; a sus expertos ojos, el sujeto no parecía estar engañándola —aunque nunca se podía confiar en un cien por cien, ahí estaba el ejemplo de Walter—, de lo contrario no habría acabado con sus antiguos Comandantes y a ella ya la habría matado. Posibilidades no le faltaban y sinceramente, si Seras tenía razón y se trataba de un hombre lobo con tanto poder, contando también con que Alucard ya no estaba, no había nadie que pudiera detenerlo en caso de que planeara algún ataque sorpresa. Le aconsejó que lo pusiera "a prueba" un tiempo. Si demostraba ser digno de confianza podría llegar a ser de gran ayuda para la Organización y para el país; en caso contrario, tenía que estudiar desde ya la forma de acabar con él, fuera como fuera.
—Integra —su tono de voz era serio—, ten en cuenta que esto es cien por ciento tu responsabilidad. Pero si ese hombre lobo resulta ser merecedor de tu confianza, tendrás la oportunidad de recuperar tu carta de triunfo una vez más. Además, es mejor tener a enemigos y posibles enemigos cerca.
Integra asintió. ¿Sustituir a Alucard? ¿Reemplazar un monstruo por otro? La idea no dejaba de tener un gusto amargo, pero era necesario.
Integra no era una persona materialista, no podía serlo cuando se tiene una vida como esa. Pero su casa era un patrimonio familiar, un baúl de recuerdos. Toda su vida –absolutamente toda– había transcurrido entre esas paredes ahora destrozadas. La habitación donde había nacido, la sala de juegos que apenas ocupó, la biblioteca donde pasaba la mayor parte de los días de infancia, la oficina de su padre que luego pasó a ser de ella. La cocina donde Walter solía estar preparando su infaltable tetera de té. Los cuarteles con los soldados, las mazmorras.
Por eso le pidió a Seras que la llevara hasta el sitio donde solían vivir hasta hace apenas unas semanas.
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—¿Y ahora, Sir Integra? —Seras levantó un estante de libros caído en medio de la sala polvorienta, mientras su jefa se dedicaba a examinar los destrozos de su mansión. Manchas de sangre pintaban los pasillos y las paredes, pero ningún cadáver adornaba el lugar con sus tétricas facciones pintadas de terror. Seras se había dedicado a darles sepultura a todos sus compañeros, incluido el propio cuerpo de su capitán.
—Vamos a volver a nuestra casa, pero primero tendremos que hacerle los arreglos correspondientes —sentenció la rubia—. Hasta entonces, viviremos en la casa que Bernadotte encontró para nosotros.
Dio media vuelta y bajó por las escalas. Mientras caminaba, iba pensando en el cuadro gigante de su padre perdido en la destrucción de su oficina, en la fotografía de su madre en su mesa de tocador, en la caja de recuerdos que mantenía escondida entre los últimos cajones de su ropero: viejas fotografías de familia, un diario de niña; en Teddy, el oso de peluche al que Walter le había cosido un ojo de botón, uno que otro chinche de sus únicos días de escuela, habanos sueltos de su padre que aún conservaban su olor, una corbata vieja y tantas otras cosas que ya había olvidado.
Había sacado –con rabia– de la caja de recuerdos todo lo que le recordaba a su tío poco después de haberlo asesinado. En su lugar habían aparecido pequeños objetos que la relacionaban con Walter, y más adelante el obsequio "anónimo" de sus quince años: una rosa seca, muy oscura, que aún conservaba entre sus pétalos el aroma con el que fuera cercenada. El último objeto en entrar a la caja fue un trozo de papel, un dibujo lindo que Seras bosquejó donde representaba un murciélago con el logo de Hellsing.
Todo eso había desaparecido ahora, igual que Alucard y Walter. Tan solo le quedaba Seras, su capitán de guardia –aunque en un estado bastante inusual– y, posiblemente, un hombre lobo.
De regreso a casa, el werewolf estaba tal cual lo habían dejado: sentado en uno de los sillones de la sala, con la vista fija en un punto imaginario.
Integra lo estudió con la mirada, sacó un cigarrillo viejo de su bolsillo y lo encendió. Luego tomó asiento frente a él, con la draculina de pie tras su espalda.
—No sé qué causa te llevó a estar con nosotras, ni los motivos que tienes para abandonar tu tripulación —comenzó diciendo, luego de que la nube de toxina abandonara su cuerpo—. Ni siquiera sé si esto se trata de una trampa o no... pero me salvaste la vida, y eso merece aunque sea el beneficio de la duda —Seras asintió con la cabeza, mientras la rubia mayor abandonó su cigarro a medio consumir en un cenicero cercano. Cuando volvió a dirigirse al hombre ante ella sus ojos adquirieron una tonalidad más oscura—. Estarás a prueba por un tiempo para demostrar si mereces mi confianza. Dame una sola duda, y seré yo misma quien ponga una bala de plata en tu corazón y te corte la cabeza —sentenció.
Hubo un silencio en común mientras ambos se miraron a los ojos; azules y chispeantes los de ella, color miel los de él. Entonces élmovió la cabeza en asentimiento e Integra dio por terminada la plática levantándose de la silla.
—Por cierto —agregó, cuando ya salía de la sala y sin necesidad de girarse a mirarlo—, no estaría de más que me hablaras de vez en cuando.
Un leve atisbo de sonrisa –que nadie descubrió y muchos dudarían de su posible existencia– pareció asomar en las comisuras de la boca del soldado.