3
Natalie despertó con el ruido de los pasos sobre las hojas. Había logrado armar un pequeño cambuche valiéndose de toda clase de ramas arrancadas de algunos de los árboles. Todavía se preguntaba cómo había logrado hacerlo. ¿De dónde había sacado la fuerza para evitar quedar tumbada sobre la arena de la playa? Recordaba haber logrado llegar a la orilla, y en medio de la lluvia, los rayos, los truenos y los fuertes vientos, haber buscado un lugar alejado de las aguas del mar para construir su refugio. Lo había encontrado en el borde entre la playa y la vegetación. Sin embargo las fuerzas del viento y de la lluvia habían sido muy superiores a cualquier tipo de defensa, y el lugar en el que se encontraba acostada estaba tan mojado como si no hubiese tenido ninguna clase de protección. Se puso de pie rápidamente esperando lo peor. Sabía que no se trataba del África, continente en el que estaría expuesta a que un animal salvaje la atacara, pero lo último que quería era darle la oportunidad a lo que fuera que se estaba acercando. Pudo notar, gracias a la agilidad de sus movimientos, que su energía estaba de regreso, a pesar de no haber desayunado ni cenado la noche anterior. Buscó en los alrededores tratando de encontrar al dueño de las pisadas, pero después de unos minutos supo que estaba perdiendo su tiempo. Se preguntó si habría estado soñando o si lo que había escuchado era real. Se le erizó la piel de pensar en que alguien la habría podido estar observando mientras dormía. Decidió acercarse al borde del agua para mojarse la cara. Caminó sobre la suave arena hasta que las olas golpearon contra las cintas de colores que solía mantener amarradas a sus tobillos. Puso sus manos en forma de coca, se agachó para llenarlas de agua salada y mojó un par de veces su rostro. La frescura del agua la ayudó a dejar la modorra que aún sentía. Miró hacia el horizonte tratando de encontrar restos de la embarcación, pero después de un par de minutos supo que su búsqueda era más que infructuosa. Todo parecía indicar que en esa bahía no existía resto alguno. Volteó a mirar a su derecha sintiendo cómo su corazón se aceleraba. Una figura avanzaba hacia ella. Se trataba de un hombre cuya única vestidura consistía en una pantaloneta verde encendido. Estaba a más de doscientos metros de distancia y avanzaba rápidamente. Cuando estuvo a menos de cincuenta metros, pensó que su sorpresa no habría podido ser más agradable al reconocer de quien se trataba: era Sebastián, el apuesto muchacho que hacía parte del grupo de personas con que había estado navegando durante los tres últimos días. La sonrisa que exhibía la obligó a fijarse en su atractivo rostro y olvidar por un momento todo lo concerniente a la situación en que se encontraba. Sebastián, con una inminente expresión de júbilo contenido fue el primero en hablar:
–Me alegro no ser el único que sobrevivió a este desastre...
Natalie observó cómo Sebastián se acercaba mientras enfocaba su mirada en las prendas que ella vestía. Se trataba de su camiseta esqueleto azul y su short naranja. Agradeció el haberse cambiado de su bikini a aquellas prendas minutos después de que se desatara la tormenta.
–¡Sebas! ¡Me alegro tanto de verte! –hubiera querido abrazarlo, pero lo último que deseaba era que el muchacho se llegara a imaginar lo que no era.
–¿Has encontrado a alguien más?
–No, eres la primera persona que veo desde ayer en la tarde...
–¿Y dónde pasaste la noche?
Natalie lo condujo hasta el pequeño cambuche y le volvió a dirigir la palabra cuando se encontró dentro de este.
–Construí esto anoche, pero creo que no sirvió de nada... –dijo ella mirando los pequeños charcos que rodeaban sus pies descalzos.
–¿Has visto algún resto del velero que haya llegado hasta la playa? –el torso del muchacho estaba parcialmente cubierto de arena.
–Nada, ni restos ni a nadie más... Si mal no recuerdo, anoche me quedé en la playa por unos minutos tratando de recobrar el aliento... Después encontré este sitio y me puse a arrancar hojas para armar este techo... pero no fue lo suficientemente fuerte para detener el agua.
–Al menos lo intentaste... ¿Y nadaste hasta aquí?, ¿o lograste adherirte a algún pedazo de madera que te trajera?
–Creo que nunca había nadado tanto en mi vida –dijo ella intentando mostrar una leve sonrisa.
–¿No tenías chaleco? –preguntó Sebastián mirando a su alrededor.
–No... –respondió ella bajando la cabeza–, nunca creí que lo fuera a necesitar...
–Bueno, al menos eres buena nadadora...
–Supongo... Pero me imagino que tú también llegaste nadando...
–Así es, pero al menos tenía la ayuda del chaleco...
–No te lo veo puesto...
–Lo dejé en la playa, junto a la roca que me sirvió para pasar la noche, ya sabes lo que pesan esas cosas cuando están mojadas. Pero ven –dijo él extendiéndole la mano–, salgamos de aquí, creo que lo mejor es que tratemos de averiguar si hay más sobrevivientes.
–Sebas, ¿tú no me habías visto antes, cuando estaba dormida en este sitio?
–¿Crees que me hubiera ido así no más? Nattie, me acabo de enterar de que lograste llegar a la playa, ¿por qué lo preguntas?
–Esta mañana me despertó el ruido de unos pasos, pensé que podrías haber sido tú...
–No, te puedo asegurar que no había pasado por este sitio, solo he recorrido el lugar por el que me viste venir, pero podría tratarse de un animal, no creo que de haber sido otra persona se hubiera ido así no más...
–Sí..., seguramente era un animal... –dijo ella tratando de convencerse a sí misma, pero sintiendo algo de intranquilidad en su interior.
Tardaron algo más de una hora recorriendo la bahía y sus bosques aledaños sin encontrar rastro de algún sobreviviente o de algún tipo de señal que les indicara la presencia de vida humana. No faltó la presencia de pequeños micos, pájaros de diferentes colores que Natalie nunca había visto en su vida, insectos de diferentes tamaños y un sinnúmero de iguanas y lagartijas. Para un amante de la naturaleza hubiese sido el sinónimo del paraíso, pero para los dos agotados muchachos, quienes no probaban bebida ni alimento alguno desde la noche anterior, no representaba más que un lugar poco menos que inhóspito.
–Sebastián, ni siquiera se ven los restos del velero, ¿y no se supone que cuando hay un naufragio, algunas cosas terminan siendo arrastradas a la playa? –preguntó Natalie al mismo tiempo que se sentaba sobre la arena, recostando su espalda contra una palmera.
–Es verdad... –respondió él dirigiendo su mirada hacia el mar.
–Parece que hubiéramos naufragado a cientos de kilómetros de aquí...
–Lo sé, aunque nunca se sabe con las corrientes del océano...
–Si no bebemos pronto no vamos a durar mucho –Natalie puso sus codos sobre las rodillas mientras las palmas de sus manos se posaban a los lados de su frente y sus dedos se entrelazaban con los mechones de su cabello naranja.
–La respuesta está encima de ti –dijo Sebastián mirando hacia la copa de la palmera.
–Sí, que me caiga un coco en la cabeza y acabe con esto de una vez... –dijo Natalie mirando hacia arriba.
–¿Nunca has tomado agua de coco?
–No, pero en este estado tomaría aceite de carro viejo –la angustia dibujada en su rostro, de alguna manera, hacia que luciera aún más hermosa.
–Podría tratar de subir y bajar un par de cocos, pero no tenemos con qué abrirlos –dijo Sebastián con sus manos en la cintura.
Sin esperar respuesta alguna, el apuesto muchacho fue testigo de cómo Natalie, casi que adhiriendo las plantas de sus pies a la superficie de la palmera, y abrazando su tronco con los brazos, no tardó más de quince segundos en lograr la altura suficiente para agarrar y soltar un par de cocos. Apenas estos cayeron pesadamente sobre la arena Sebastián se apresuró a cogerlos.
–¿Te vas a quedar allá arriba?
–Desde aquí veo un pequeño lago, creo que no está muy lejos... Pero espera, más allá se ve humo, como si hubiera una fogata...
–¡Entonces tiene que haber gente! –exclamó un emocionado Sebastián.
–Sí... –dijo la hermosa muchacha desde la altura–, a menos que sea un fuego de aquellos que arrancan solos...
–¿Qué más puedes ver?
Antes de contestar, Natalie giró su cabeza en dirección al mar.
–Nada más, no hay rastros del velero... ¡Pero espera! Hay otra bahía más allá, detrás de esas rocas –dijo ella señalando con su brazo derecho unas enormes rocas que marcaban el final de la bahía en que se encontraban.
–Bueno, se supone que debe haber varias playas...
–Sí, pero me parece que hay unas huellas –dijo Natalie sin poder esconder su emoción.
–Entonces baja de ahí y vamos a ver de qué se tratan las huellas y ese humo.
Minutos después cada uno de ellos, cargando un coco en sus manos, bordearon la enorme roca que separaba las dos bahías y se encontraron mirando las huellas que Natalie había visto desde la altura.
–Estas huellas son de alguien que lleva zapatos –dijo Sebastián arrodillado sobre la arena.
–Y por el tamaño, parecen ser de un hombre –dijo Natalie posando su pie descalzo sobre una de las huellas.
–A menos de que se trate de una mujer con los pies bastante grandes –dijo Sebastián fijando su mirada en la dirección que seguían las huellas.
–Puede ser..., en ese caso tendría que ser bastante alta.
–Supongo –dijo él poniéndose de pie.
–Solo nos queda seguir las huellas, creo yo... –dijo ella antes de fijar su mirada en otras huellas que se encontraban a unos pocos metros–, mira aquí hay más, y se trata de unas mucho más pequeñas...
–Sí, y de pies descalzos... Por el tamaño se nota que son de mujer o de un niño –dijo Sebastián con sus ojos grises clavados en las huellas.
–Son como de mi tamaño –dijo Natalie volviendo a poner su pie sobre una de las huellas.
–Y van en casi la misma dirección que las otras...
–No queda más que seguirlas –dijo Natalie arrugando la boca.
No tardaron más de tres minutos en llegar al punto en el que la playa daba paso a una selva de espesa vegetación. Las huellas desaparecían y se hacía casi imposible descifrar el camino que unas u otras seguían.
–No podemos seguir descalzos por ahí, no pasarían más de dos minutos antes de que nos enterráramos una espina –dijo Natalie apretando los labios.
–Entonces vamos a tener que aprenderle a Tarzán y a Jane si queremos explorar el resto de la isla.
Natalie pensó que Sebastián no estaba lejos de tener la figura del famoso personaje de los comics, más aun teniendo en cuenta que su única prenda de vestir era una pantaloneta de baño. Pero ella misma tampoco estaba distante de gozar de la espectacular figura con la que los dibujantes representaban a la pareja del rey de la selva. Su esbelta figura siempre había sido la envidia de sus compañeras de colegio, y el short naranja que vestía junto con su top azul tipo esqueleto, lograban resaltarla aún más, aunque hubiese preferido tener la clase de ropas que la pudiesen proteger un poco más de los insectos y de los fuertes rayos del sol caribeño.
–Propongo que antes de todo, tratemos de abrir estos cocos, estoy muriendo de sed.
–Yo también, pero no se me ocurre como... –dijo Sebastián mostrando una arruga en sus labios.
Natalie decidió sacrificar sus pies y adentrarse en la selva en busca de algo que les pudiera servir. No tardó en encontrar una piedra con terminación en punta y con el aspecto de ser lo suficientemente fuerte para abrir el fruto. Continuó buscando sin descansar hasta que encontró una pequeña roca, la cual pretendía usar como martillo.
–No está tan mal pisar ahí adentro –fueron sus palabras al regresar a la arena de la playa–, espero que esto nos sirva.
Sebastián tomó las piedras de las manos de ella, puso uno de los cocos en el piso, le pidió a Natalie que lo sostuviera, y colocando la punta de una de las piedras en uno de los tres ojos del fruto, golpeó fuertemente la piedra filuda con la piedra más grande. Después de cuatro golpes, parecía que el intento iba a fracasar.
–Vamos a morir de sed ni lo logramos, ¿qué tan lejos crees que esté ese lago que viste?
–No puede estar a más de un kilómetro, creo... –respondió Natalie mirando hacia la selva.
Sebastián bajó la mirada y volvió a golpear la piedra filuda, esta vez con la fuerza suficiente para lograr que al tercer golpe la cáscara del coco cediera y uno de sus ojos se abriera. Su grito de emoción no se hizo esperar, y con un ademán de su cabeza le indicó a Natalie para que fuera la primera en probar el refrescante líquido. Ella tomó el fruto entres sus manos y llevó el orifico tan cerca de su boca como pudo. Su líquido le pareció un poco dulce, y sin embargo pensó que era lo más refrescante que había probado en toda su vida. Después de tres sorbos, que no fueron suficientes para calmar su sed, pero pensando en que su compañero también era víctima de la situación, no dudó en entregarle el jugoso fruto. El apuesto muchacho alcanzó a tomar algunos sorbos antes de que el preciado líquido se agotara. Sin mediar palabra, tomaron el segundo coco y repitieron el procedimiento, esta vez logrando abrirlo más rápido. Terminaron rápidamente y sin que Natalie alcanzara a preguntar qué era lo que Sebastián hacía, observó cómo este utilizaba el ojo abierto del coco para romperlo en dos.
–Creo que esto tendrá que ser nuestro desayuno –dijo Sebastián mientras continuaba partiendo el coco en pedazos. Instantes después entrego a la bella muchacha uno de los pedazos del destrozado fruto.
–Nunca lo había probado, pero no está nada mal –Natalie no paraba de comer la suave carne de color blanco que iba pegada a la parte interior de la cáscara.
Los dos cocos fueron suficientes para que la pareja de amigos lograra saciar la sed y el hambre que los había acompañado durante las últimas horas.
–Bueno, creo que al menos esto nos va a ayudar por un rato –dijo un Sebastián algo más relajado.
–El sol está empezando a subir, si no queremos que nos achicharre, lo mejor es que nos metamos en la selva.
–Pensé que no querías estropear tus bellos pies –dijo Sebastián con una sonrisa en la que se podía captar un trazo de burla.
–Ya te dije que no está tan mal, hay muchas hojas en el piso que ayudan a suavizarlo, además de que está mojado por la lluvia de anoche... Y si queremos averiguar el origen de ese humo, tenemos que ir hasta allá, y de pronto hasta nos encontremos con los dueños de esas huellas...
Natalie no había terminado de hablar en el momento en que escucharon un fuerte grito. Por la agudeza de su tono, parecía provenir de una mujer, y por lo cerca que se escuchó, ella calculó que no podría estar a más de cien metros de distancia.
–¿Qué hacemos? –fue lo único que se le ocurrió preguntar a Natalie en medio de su expresión de angustia.
–Sígueme, es obvio que alguien está en peligro –dijo Sebastián alcanzando a pronunciar sus últimas palabras cuando ya se había adentrado un par de metros en la espesura. Natalie, a pesar de los nervios producidos por el grito, no tuvo más remedio que seguirlo.
4
Michelle llevaba más media hora caminando entre los árboles. Supo que lo mejor sería adentrarse en la espesa vegetación en aras de proteger su bronceada piel y evitar que esta terminara enrojecida. Supuso que estaría exponiéndose a otro tipo de peligros, pero al mismo tiempo llegó a la conclusión de que no sacaría nada quedándose en una playa en la que era evidente la falta de recursos para sobrevivir. Su dolor de cabeza había mermado hasta el punto de sentirse capaz de incorporarse y caminar unos cuantos pasos. La arena había empezado a calentarse, factor que jugaría en su contra a medida que avanzara el día. Maldijo su suerte: hubiese preferido tener un par de jeans, una blusa de manga larga y unos zapatos tennis en lugar de tener que enfrentarse a la naturaleza con sus pies descalzos y un traje de baño de dos piezas. Era consciente de que estaría demasiado expuesta, pero no podría darse el lujo de esperar a que alguien, si es que había alguien más en aquel lugar, apareciera milagrosamente y la rescatara de todos sus sufrimientos. El cambio en la temperatura era evidente, sirviendo la multitud de hojas como filtro de los poderosos rayos solares. Los árboles y matas que la rodeaban habían tapizado el suelo con sus hojas muertas, lo que la llevó a sentir una agradable suavidad en las plantas de los pies. Estaba acostumbrada a caminar descalza durante los días calurosos, siempre y cuando la superficie fuese lo suficientemente benigna, pero hubiese detestado tener que andar por una superficie embarrada y pedregosa .Pensó que el objetivo de alejarse del calor se había logrado; ahora solo tendría que pensar en el segundo. En realidad no tenía un rumbo definido. Solo se le ocurrió pensar que no quería llegar a convertirse en la historia principal del noticiero de la noche, o ser la inspiración para una película o la novela de un escritor. Jamás pensó que algo así le pudiera suceder. Se empezaba a sentir como la versión femenina de Robinson Crusoe, con la diferencia de que la aventura de aquel náufrago había ocurrido en los tiempos de las embarcaciones de vela y no en la de los cohetes que exploraban el espacio. Continuó adentrándose en lo que suponía era el bosque tropical de alguna isla del Caribe, sintiendo cada vez más la necesidad de algo de beber. Su garganta se estaba secando, el dolor de cabeza, producto del golpe con la botavara, aunque había disminuido, se empezaba a mezclar con el que sentía por la falta de líquido y alimento. Se hacía más que indispensable encontrar una fuente de agua, no importaba si se tratara de un río o de una laguna. Minutos más tarde, cuando se empezó a tomar confianza, sintió como la punta de una rama rasgaba su delicada piel a la altura de las costillas de su costado derecho. La herida que le causó no fue lo suficientemente profunda para hacer brotar algo de sangre, pero Michelle lo tomó como una clara advertencia de lo que podría venir más adelante si no tomaba precauciones. Pensó que si hubiese llevado puesto el pesado chaleco salvavidas, algo así no le habría sucedido. Decidió regresar a la playa en su búsqueda. Algunos minutos más tarde sus pies se posaron sobre la cálida arena. El sol empezaba a ganar altura y era evidente que la temperatura había aumentado. Afortunadamente la superficie aún no lograba la hirviente temperatura con la que hubiese sido imposible recorrer los más de cincuenta metros que la separaban del lugar en el que había abandonado el chaleco. Pero su sorpresa no habría podido ser mayor al descubrir su ausencia; ya no se encontraba en el sitio donde lo había dejado. Pero ese no fue el único descubrimiento: las huellas de la persona que se lo había llevado eran bastantes claras. Se trataba de alguien con unos pies mucho más grandes que los suyos y que claramente llevaba alguna clase de calzado. Pero la sorpresa no paraba ahí, había un par de huellas más, estas de personas que claramente andaban descalzas. Se alegró al saber que no era la única persona en ese lugar, que podría tratarse de las huellas de algunos de sus compañeros o de habitantes del lugar. Pero instantes después llegó a la conclusión de que las huellas más grandes, aquellas que llevaban la marca de la suela de zapatos, no podrían pertenecer a alguno de sus conocidos, dado que ninguna de las ocho personas que iban a bordo del velero llevaban calzado en el momento en que la tormenta atacó. Debido a las suaves y cómodas superficies de ese tipo de embarcaciones, era costumbre de sus viajeros el andar por sus alrededores sin ningún tipo de calzado. De repente sintió la manera como los nervios hacían su aparición. En realidad no sabía con quién se tendría que enfrentar. Las personas que habían robado su chaleco podrían ayudarla, podrían salvarla de morir de hambre y de sed, pero también podrían abusar de ella, incluso podrían pedir lo que su cómoda vida de niña rica no le había enseñado a dar. Llegó a la conclusión de que daría cualquier cosa por encontrarse en compañía de Sebastián, pero el solo hecho de pensar que el muchacho por el cual se derretía podría estar muerto, hizo que su mente y su cuerpo se paralizaran por completo.