Sintió sobre sus hombros aquella mirada, aquel odio contenido y bien disimulado, pero no dejaba de sonreír.
Ante sus ojos, a lo lejos, la imagen del príncipe recibiendo su obsequio ante la mirada de todos le regocijaba en desmedida. Caleb, a pocos metros de él, debería captar el claro mensaje de la situación, o al menos así espera él que suceda.
Muy a pesar de lo sucedido entre ambos, Gabriel seguía con esa aguja pinchándole la mente, diciéndole que Caleb era un rival de cuidado, que ese muchacho de cabellos nocturnos estaba, sin duda alguna, interesado en lo que debía ser sólo y únicamente suyo.
La verdad había sido develada como se devela un escenario al correrse el telón: Caleb estaba absoluta y brutalmente celoso y aquello le causaba gracia.
Sonreía, simplemente sonreía.
Sonreía por dos motivos: el primero, porque la sorpresa fue tal como la había planificado, magnífica y perfecta; el segundo, evidentemente, incluía a Caleb en sus resoluciones mientras insistía en mandar al diablo la tapadera que lo encubría tras su dichosa popularidad.
Había dos príncipes en el instituto: uno, en el patio principal, yace rodeado por sus atenciones a la distancia, el otro, a pocos metros, con sus cabellos nacidos en la noche, lo mira con una tenebrosa energía y oscuras intenciones.
Entonces vuelve la mirada hacia él y, con aquella sonrisa dibujada en el rostro, responde la silente amenaza de sus miradas.
–¿Ves que yo tenía razón? –pregunta a modo de provocación.
–¡Vete al diablo! –responde Caleb de golpe apartando la mirada de él, intentando, también, mantenerla lejos de la escena que se desarrolla abajo.
–Seamos honestos ¿quieres? –dijo Gabriel dándole la espalda al ventanal; –Él te gusta, admítelo. No hay de qué avergonzarse. Además –añade cambiando un poco de tono– tengo el presentimiento de que algo pasó y pretendo saberlo todo.
La voz, la mirada, la decisión con la que su postura, ahora erguida ante él, insinuaba un reto fue, en cuestión de analizarlo de momento, la más clara de todas las señales: lo atacaba sin atacarlo.
Gabriel era, en todo caso, la imagen de la contradicción superpuesta: su apariencia no distaba demasiado de la de un nerd cualquiera con esos anteojos gruesos y su siempre bien peinada cabellera cobriza.
No le había visto, nunca, desde que llegó, un mínimo descuido en su apariencia: siempre estaba pulcro y arreglado: volvía a casa tal y como había llegado al instituto, como si no sudara ni una gota, como si el sucio y las manchas huyeran de él.
Caleb pensaba no tomarlo enserio, prestarle la más nula de sus atenciones, pero Gabriel ya se había empecinado en confrontarlo, en desenmascararlo y, de cualquier modo, posible o imposible, deshacerse de él con tal de mantenerlo lejos de Jeremy.
–Haz lo que quieras –dijo Caleb con hastío; –No hay nada que saber, pierdes tu tiempo con fantasías absurdas.
–Tal vez, pero prefiero no dejar pistas al aire –dice Gabriel cruzándose de brazos, recostándose contra el ventanal una vez más.
–Entonces dime una cosa –dice Caleb haciendo una pausa breve antes de continuar; –Si de verdad pretendes saberlo todo, quiere decir que pretendes resolverlo todo también hasta quedarte con él ¿no es cierto?
–Ciertamente –responde Gabriel intrigado por lo que dirá Caleb a continuación; –¿A dónde quieres llegar?
–Pues, es solo curiosidad, pero... –lo mira una vez más; –¿Cómo pretendes resolver el asunto con Diana? Pues, imagino yo, eres capaz de lidiar con eso... quiero decir, con ella.
Diana. Gabriel se puso serio al escuchar el nombre. ¿Por qué él sabía de Diana? ¿Acaso la conocía? ¿Qué cosas ignoraba, todavía, para que semejante individuo pudiera sacarle una ventaja como esa en una simple charla? Diana: el comodín oscuro que Gabriel, desde siempre, ha intentado derrocar sin éxito alguno. Y este muchacho, esta superestrella, creída como todas las que existen, la nombra como si nada, como si aquel nombre no pesara nada sobre sus labios. Diana: palabra agria, nombre amargo, estaca de madera sobre el pecho. Un monstruo.
–¿Te comió la lengua el gato? –preguntó Caleb con una sonrisa burlona en el rostro; –¿O acaso fue Diana? Porque no me sorprendería, la verdad.
–¿Cómo es que la conoces? –preguntó Gabriel con alarmado interés; –¿Qué tanto sabes?
–Esa maldita bruja es mi prima.
Jeremy recogió el pequeño ramo de girasoles con cierto nerviosismo. La tarjeta la guardó entre sus cuadernos, con sumo cuidado, preguntándose el porqué de tanta delicadeza con los detalles de alguien tan... y no sabe cómo llamarlo ya.
Toma posesión del trono una vez más y, entonces, los curiosos se acercan, preguntan, ríen, quieren saber más, quieren saber qué dice la tarjeta, quiere conocer el nombre del autor, aunque muchos ya lo saben y solo los despistados parecen no captar el mensaje.
Jeremy y Samuel hacen lo posible por superar la situación, pero solo dos contra el mundo es un asunto complicado.
Entre los presentes el palabreo es intenso. Rumores empiezan a nacer una vez más, así como ciertas verdades son retomadas y vueltas tema. Entonces surge Diana entre voces anónimas y preguntas de interés público.
Jeremy evade cuanto puede las preguntas absurdas y responde las que sabe que no hacen dañó, pero algunas le parecen demasiado peligrosas como para responderlas.
Luego, aunque no tan luego, en una especie de pre-caos, una vocecita surge de entre el gentío y acalla todas las demás al disparar lo que, para él, es el peor de todos los juicios que podrían dictaminarle.
–¿Qué hay de cierto en eso de que entre los príncipes hay algo? –pregunta con cierta emoción; –¿Es verdad eso de que Caleb Murphy también tiene interés en el príncipe Jeremy?
Los ojos de Jeremy se abrieron de par en par. El tono de su piel recobró los colores que solo el nombre suele generarle cuando le piensa a escondidas, o cuando lo mira de reojo cuando nadie está al pendiente, o cuando se quedan prensadas las miradas de ambos en una especie de silente conversación visual.
Y varios notan el súbito nerviosismo del príncipe y su actitud esquiva. Algo hay de cierto en los rumores y los estudiantes empiezan a despertar de su tan ciego letargo, de su tan aguerrido despiste.
Le cuesta responder casi tanto como ignorar. Entonces toma sus cosas y se aleja a toda máquina, perdiéndose tras la puerta, huyendo por el corredor hacia la derecha, enfrentándose a las escaleras y, luego, para la mayor de todas sus calamidades, tropezarse con la cobriza cabellera de Gabriel y el azul intenso tras la mirada de Caleb.
Las palabras de aquel par se vuelven nada cuando lo ven llegar, cuando lo ven seguir de largo por el pasillo con la mirada huidiza y las mejillas ardiéndole en rojos.
Caleb, en un momento de fragilidad, intentó ir tras él, entonces cayó en cuenta que se había puesto una trampa a sí mismo y cayó ciegamente ante los ojos del enemigo. Gabriel notaría su reacción y, en su rostro, un gesto enseriado le moldearía las facciones.
–Lo que no te mata –dijo entonces Gabriel con fría voz.
–No te conviene –respondió Caleb a modo de completar la frase.
En su tono, al igual que Gabriel, no pudo evitar esbozar un reto, un duelo, una pelea. Las cosas empezaban a ponerse complicadas, más de lo que ya estaban.