Calculó que el vuelo de Colorado a Nueva York duraría unas tres horas y cuarenta y cinco minutos, después de los cuales sabía que su vida cambiaría para siempre, mucho más de lo que ya había cambiado.
Aferrándose a los reposabrazos del asiento, con las palmas sudorosas, Demet cerró los ojos mientras los motores se preparaban para el despegue. Volar nunca le había hecho mucha gracia; de hecho, la aterrorizaba. Sin embargo, recordaba tiempos en los que la tortura de estar a diez mil metros de altura valía la pena: la primera vez que salió de casa para ir a la universidad, la escapada a una isla tropical, o la visita para ver a su querida familia. Sin embargo, este viaje no era nada alegre, solo albergaba sentimientos de dolor y de pérdida.
Al lado, mirándola, tenía a uno de los motivos por los cuales seguía levantándose cada mañana: su novio, Dilan. Sabía que él le vería en el rostro que estaba completamente
insegura sobre lo que el futuro le deparaba.
Con las manos entrelazadas, se inclinó y le apartó un mechón de pelo de la cara.
—Todo irá bien, Demo —susurró—. Volveremos a pisar tierra firme en un abrir y cerrar de ojos.
Forzó una sonrisa y volvió la cabeza para observar las montañas nevadas que desaparecían bajo las nubes. Se le cayó el alma a los pies al despedirse mentalmente del único hogar que había conocido. Apoyó la cabeza en la ventana y pensó en los últimos meses.
Recibió la llamada a finales de octubre de su último año en la universidad. Hasta entonces, la vida le había sonreído. Dilan había entrado en su mundo el mes anterior, sus notas no estaban nada mal, y su compañera de piso, Olivia, había resultado ser una de las amigas más íntimas que había tenido nunca. Al coger el teléfono aquel día, no sospechaba las noticias que iba a recibir:
«Ya tenemos el resultado de las pruebas, Demet —le dijo su hermana mayor, Asli—. Mamá tiene cáncer».
Con esas ocho palabras, supo que su vida nunca volvería a ser la misma. Ni por asomo, vaya. A su pilar, la mujer a la que había adorado más en la vida y sin apoyo de una figura paterna, le quedaban meses de vida. Prepararse para lo que pasó hubiera sido imposible. Los largos viajes en fin de semana desde la Universidad de Ohio a Colorado para ayudar a su madre en los últimos meses se convirtieron en la norma.
Vio cómo su madre se marchitaba y dejaba de ser esa alma fuerte y vibrante que había sido, para terminar siendo una mujer débil e irreconocible poco antes de morir.
De repente, les sacudió una turbulencia y apretó la mano de Dilan. Lo miró y él esbozó una sonrisa y asintió, como diciéndole que no pasaba nada. Demet apoyó la cabeza en su cálido hombro y empezó a pensar en el papel que él había desempeñado en todo esto: incontables vuelos de Nueva York a Colorado para estar con ella, los preciosos regalos que le enviaba para que olvidara la locura que consumía su vida, las llamadas a horas intempestivas para hablar con ella y asegurarse de que estuviera bien. Estuvo a su lado para preparar el
funeral, la aconsejó sobre cómo vender la casa familiar y, al final, la ayudó a mudarse a Nueva York. Por estas cosas, además de otras, lo adoraba.
El avión empezó las maniobras de aterrizaje en el aeropuerto de LaGuardia de Nueva York y Dilan la miró al tiempo que ella le apretaba la mano hasta dejarse los nudillos blancos.
Soltó una leve carcajada y la besó.
—¿Ves? Tampoco ha ido tan mal — dijo acariciándole la mejilla—. Ya eres oficialmente neoyorquina, cariño.
Después de tardar una eternidad —o eso le pareció— en salir del aeropuerto, Dilan paró un taxi y fueron al apartamento que Demet compartiría con Olivia, un tema que causaba cierta controversia entre ellos.
Cuando hablaron de la mudanza, Dilan le dijo que quería que se fuera a vivir con él. Sin embargo, ella pensó que lo mejor por el momento sería alojarse con Olivia. Cruzar el país ya era un gran cambio de por sí y no quería añadir más presión a la situación. Aunque amaba a Dilan con locura, una vocecilla en su cabeza le decía que esperara. Ya tendrían tiempo para ir a vivir juntos. Al final él claudicó, no sin rechistar.
Cuando llegaron, Demet salió del taxi y de inmediato la abrumaron el bullicio y los ruidos de la ciudad: las alarmas de los coches que sonaban por doquier, los frenazos y las sirenas que zumbaban en el aire. Gente que hablaba y gritaba, pasos presurosos en aceras abarrotadas y el flujo del tráfico en un mar de taxis amarillos; era un caos que no había visto ni oído antes.
El vapor subía por las alcantarillas en forma de fantasmas que flotaban sobre el asfalto caliente.
Los árboles frondosos y los lagos cristalinos de Colorado habían dado paso al acero y al hormigón, a los ruidos ensordecedores y a un tráfico infernal. Estaba claro que tendría que acostumbrarse. Inspiró hondo y siguió a Dilan hacia el edificio. El portero se quitó el sombrero y llamó a Olivia por el interfono para hacerle saber que habían llegado. Subieron
hasta el decimoquinto piso; por suerte había ascensor.
Cuando entraron en el apartamento, Olivia dio un gritito. Se acercó a Demet corriendo y la abrazó.
—¡Qué contenta estoy de que estés aquí! —exclamó al tiempo que le acariciaba las mejillas con ambas manos—. ¿Cómo ha ido el vuelo?
—Pues bien, no me han hecho falta pastillas ni alcohol. —Sonrió—. Así que puedo decir que ha ido muy bien.
—Todo ha ido bien. —Dilan se acercó a Demet y la abrazó por la cintura—. No hubiera dejado que le pasara nada de todos modos.
Olivia puso los ojos en blanco y se cruzó de brazos.
—Sí, claro, como si pudieras haber evitado que se estrellara el avión, Dilipollas… digo, Dilan.
Dilan la fulminó con la mirada.
—Eso mismo, Oliver Twist, soy el puto superman, que no se te olvide.
Demet suspiró.
—Hace tanto que no estabais juntos que se me había olvidado lo bien que os lleváis.
Olivia hizo una mueca y le cogió la mano.
—Ven, que te enseñaré el piso. —Arrastró a Demet por el pasillo, no sin antes darse la vuelta para mirar a Dilan—: Haz algo útil, anda, y deshazle la maleta, Donkey Dick Kong.
Sin hacerle ni caso, Dilan se sentó en el sofá y encendió la tele.
—Por Dios, Olivia —dijo entre risas—. ¿De dónde sacas estos apodos?
—Bufff. —Olivia hizo un gesto con la mano para quitarle importancia—. Me lo pone a huevo.
—Bueno, ya veo que me vais a sacar de quicio. Lo noto.
—No te prometo nada, pero intentaré contenerme un poco.
Mientras Olivia le enseñaba el lugar, reparó en que había dos dormitorios y dos lavabos. Aunque era modesta en cuanto a tamaño, en la cocina había ebanistería antigua de color blanco, encimeras de granito y electrodomésticos de acero inoxidable. Había un gran ventanal en el salón que daba a Columbus Avenue, una zona muy bonita del Upper West Side. El apartamento era realmente cautivador y, sin Olivia, nunca se lo podría haber permitido, por lo menos no sin ayuda de Dilan. Aunque su amiga trabajaba y pagaba sus gastos, venía de una familia acomodada, así que el dinero no era problema. A pesar de nacer en la orilla norte de Long Island, Olivia y su hermano, Burak, eran dos de las personas más centradas y con los pies en la tierra que conocía.
Después de ayudar a Demet a instalarse, Dilan se fue, no sin antes decirle que volvería aquella noche. Olivia se apresuró a coger una botella de vino tinto y dos copas, y la llevó al
sofá.Se echó la melena rubia a un lado y esbozó una media sonrisa.
—Sé que has pasado por mucho, pero me alegro de que estés aquí.
Demet también sonrió. Se sentía dividida entre la tristeza por las circunstancias que la habían traído a Nueva York y la felicidad por dar un paso tan grande en su relación con
Dilan al mudarse aquí, aunque no viviera con él. Le dio un sorbo al vino y acomodó los pies en la otomana.
—Yo también me alegro.
Olivia tenía una expresión curiosa.
—¿El capullo este te ha dado más la brasa sobre lo de vivir juntas?
—No, no ha dicho nada más, pero quiere que me mude con él a finales de verano.
—Bueno, pues ya puedes irle diciendo que se prepare porque no voy a dejar de pelear. —Resopló. Demet sacudió la cabeza y se rio—. Lo digo en serio, Dem. Con esta mudanza tiene que darte un respiro.
—No te preocupes. No me voy a marchar de aquí en una temporada. —Miró el apartamento. Su mirada se posó en los montones de cajas de mudanza que había en un rincón—. Aunque eso de ahí no me apetece nada. —Señaló las cajas con la cabeza.
—Mañana no trabajo —respondió Olivia mientras le llenaba de nuevo la copa—. Lo haremos entonces, pero de momento vamos a relajarnos un poquito.
Y durante las horas siguientes, eso fue exactamente lo que hicieron: relajarse. Nada de hablar de la muerte o de las expectativas sobre su vida. Solo eran dos amigas que compartían una botella de vino en su apartamento mientras una de ellas empezaba un capítulo nuevo de su vida.
Dos semanas después, Demet se encontraba delante de un restaurante italiano del centro de Manhattan. Abrió la puerta que la llevaba a lo que sería su nuevo trabajo para el verano. Examinó el interior en busca del hombre que la había contratado unos días antes: Antonio D’Minato, un neoyorquino de nacimiento.
—¡Ah, ya estás aquí, Demet! —Antonio sonrió mientras se le acercaba—. ¿Estás lista para tu primer día?
Ella sonrió, fijándose en su pelo largo y oscuro.
—Desde luego
—Puede resultar abrumador para una chica de Colorado, pero estoy seguro de que te amoldarás.
Lo siguió hasta la cocina, donde le presentó a los cocineros. Todos sonrieron con amabilidad, pero ya sabía —porque fue camarera durante la universidad— que esa simpatía
terminaría pronto. Al final, acabarían gritándole para que fuera a recoger los platos y, sin duda, sus rostros serían algo menos cordiales. Se puso el delantal negro mientras Antonio se aproximaba a una camarera que debía de tener la edad de ella. Con una sonrisa, Demet reparó en el pelo de aquella chica. Era un arcoíris de todos los colores imaginables encima de una capa de rubio teñido.
—Hola, soy Demet —se presentó sonriendo mientras se acercaba a la chica—. Antonio me ha dicho que hoy seré tu sombra.
La chica le devolvió la sonrisa y le dio un bloc de notas y un bolígrafo.
—Ah, eres la nueva que ha llegado al barrio, ¿no? Soy Alina. Me alegro de conocerte.
—Sí, soy la nueva. Encantada de conocerte.
—Bueno, no tienes de qué preocuparte. Me da la sensación de que llevo trabajando desde que nací. —Sus divertidos ojos grises estaban abiertos de par en par—. Te enseñaré los intríngulis del negocio y cuando quieras darte cuenta, te las arreglarás por aquí hasta con los ojos cerrados.
—Me parece perfecto. —Se echó a reír.
—He oído que eres de Colorado.
—Sí, de Fort Collins, para ser exactos.
—¿Quieres? —le preguntó, ofreciéndole un café.
—Claro, una de mis adicciones. —Cogió la taza—. Gracias. ¿Llevas toda la vida en Nueva York?
—Sí, nací aquí. —Alina se sentó en la barra y le hizo un ademán para que la acompañara—. Aún es pronto. El trajín empezará dentro de una hora más o menos.
Demet se sentó a su lado y le dio un sorbito al café. Miró alrededor y observó a los demás camareros cómo preparaban las mesas. Antonio les hablaba en lo que supuso que sería
español. El hombre alzaba la voz nervioso mientras señalaba las calles de Nueva York.
—¿Y qué te trae desde el otro lado del país hasta esta ciudad que nunca duerme? ¿Eres actriz o modelo?
—No, ninguna de las dos cosas —contestó ella, tratando de no pensar en el dolor que le hacía un nudo en el pecho. Parecía que a esa herida tan reciente que llevaba dentro le hubieran echado sal—. Mi… mi madre murió en enero. No había ningún motivo para quedarme allí después de eso.
A Alina se le suavizó la expresión.
—Te acompaño en el sentimiento. La muerte es una puta mierda, te lo aseguro. Mi padre murió hace unos años de un ataque al corazón, así que sé cómo te sientes. —Suspiró y apartó la vista un momento—. Da igual la edad, la raza o la posición económica que tengas, la muerte nos toca a todos en algún momento.
Le pareció muy madura en ese momento, claro que era consciente de que la muerte traía consigo una manera de ver la vida completamente distinta cuando te arrebataba a alguien.
—Cierto. Lo siento por tu padre.
—Gracias. No hay día que pase sin que piense en él. —Hizo una pausa—. ¿Y tu padre? ¿Se ha mudado aquí contigo?
Otro tema espinoso; últimamente abundaban y eran inevitables.
—No. No tengo ningún contacto con él o con su familia desde los cinco años. En realidad ni lo recuerdo.
—Vaya, no acierto ni una contigo —bromeó ella—. Lo siento. Tal vez debería preguntarte sobre perritos o algo así.
Demet negó con la cabeza y sonrió.
—No te preocupes, no pasa nada. Además, no tengo perritos, así que eso también sería un callejón sin salida.
—Yo tampoco. Son monos, pero no llevaría muy bien eso de que se cagaran por todas partes. —Se echó a reír y se recogió el pelo en una coleta—. Entonces, ¿qué te ha hecho venir
a Nueva York? ¿Tienes más familia aquí?
—Aquí no. Tengo una hermana mayor en California. —Le dio un sorbo al café—. Pero mi novio, Dilan, vive aquí. Empezamos a salir el último año de carrera.
Alina sonrió.
—Un romance de universidad, ¿eh?
—No, ya vivía aquí cuando nos conocimos. El hermano de mi compañera de piso vino a visitarla un fin de semana y lo acompañaba Dilan.
—Es increíble cómo la vida une a las personas, ¿verdad? —La miró a los ojos—. Es decir, si Dilan no hubiera acompañado al hermano de tu amiga, no os hubierais conocido nunca. La vida puede ser muy rara.
A Demet le cayó bien de inmediato.
—Completamente de acuerdo. El destino y los caminos que se abren ante nosotros son como un enorme rompecabezas cuyas piezas solo encajan al final.
—Exactamente. —Alina sonrió—. ¿Y qué carrera has estudiado?
—Magisterio. He empezado a dejar currículos con la esperanza de encontrar algo en otoño.
La chica frunció el ceño; el brillo del piercing del labio brillaba con la luz.
—¿Entonces nos dejarás cuando acabe el verano?
—No, seguramente trabajaré a media jornada.
—¡Qué guay! —Se incorporó—. Oye, ¿sales de clubes?
Demet arqueó las cejas.
—¿De clubes?
—Sí, que si sales de marcha —contestó Alina moviendo las caderas de un lado a otro.
—Ah, te refieres a bailar. —Se echó a reír—. Sí, en Colorado salía, pero aún no lo he hecho aquí.
—Genial. Me encanta enseñar la vida nocturna a los novatos.
—Encantada de que me la enseñes. Ya me dirás cuándo.
—Bueno, salgo con un tío de cuarenta que me cuela en los mejores clubes de Nueva York por la cara.
Demet asintió y le dio un sorbo al café.
—El sexo es un buen extra —añadió.
Ella casi se atragantó.
—Ya me lo imagino, ya.
—Me lo suponía. —Sonrió—. Venga, novata, manos a la obra.
A lo largo del día, Demet siguió a Alina, que le enseñó a usar el ordenador y la presentó a algunos de los clientes habituales del restaurante. Había de todo, desde empresarios trajeados a obreros de la construcción. Llegó la hora punta de los almuerzos a mediodía y una de las camareras llamó diciendo que estaba enferma, así que tuvo que ocuparse de algunas mesas.
Aunque no estaba familiarizada con el menú y se sentía insegura al ordenador, salió adelante sin demasiados problemas. Al final del turno, Alina le había puesto la cabeza como un bombo con tanta información, desde los comensales que daban más propina hasta los compañeros más insufribles. En general, y teniendo en cuenta que era su primer día, pensó que le había ido bastante bien.
Cuando estaba a punto de salir por la puerta, Antonio la detuvo con una caja de reparto.
—Demet, el repartidor acaba de despedirse —dijo con una mirada llena de preocupación—. ¿Pasas por delante del edificio Chrysler?
—Pues no, pero está a unas pocas manzanas, ¿verdad?
—Sí, está en Lexington con la Cuarenta y dos.
—¿Quieres que lleve la comida? —preguntó señalando la caja.
—Sí, por favor.
Ella se encogió de hombros.
—Ningún problema. Me acerco en un momento y ya cogeré un taxi a casa desde allí.
—Muchas gracias. —Le tendió la caja y suspiró aliviado—. Tendrás un extra en el sueldo de la semana que viene.
—No hace falta, Antonio. Me gusta hacer turismo.
—No, no, insisto. Mañana nos vemos, Country.
Demet se rio y sacudió la cabeza; le había hecho gracia el apodo. Se dio la vuelta sobre los tacones redondeados de sus zapatos de camarera y salió al exterior, cálido y húmedo. Junio en Nueva York era más caluroso que en Colorado. Recorrió la ciudad con los ojos muy abiertos, como si aún no creyera que estuviera viviendo allí.
Notaba el aire denso por la afluencia de tráfico y el olor de los carritos de los vendedores de comida ambulante. Se estaba amoldando a la ciudad mucho mejor de lo que creía. Desde
el metro que vibraba bajo sus pies hasta la multitud de rostros variopintos, todo en la ciudad le despertaba los sentidos. Era una sobrecarga sensorial que le encantaba. Tres manzanas después, algo sudorosa por la caminata, llegó a su destino.
Aunque su padre le había contado historias sobre eso, hasta aquella tarde profética, Can Yaman creía que el amor a primera vista no existía. La rubia de recepción lo miraba atentamente, pero él se fijó en Demet en cuanto entró. Observó la forma en que sonreía al guardia de seguridad. Se quedó impresionado por su belleza al instante. Más aún, se sintió atraído por ella como si le hubieran atado una cuerda a la cintura y la muchacha tirara de ella al otro lado. Pestañeó un par de veces y sacudió la cabeza por esa conexión tan magnética.
—Señorita, ¿en qué puedo ayudarla?—preguntó el guardia.
—Hola, vengo a hacer una entrega —respondió ella mirando el recibo—. Planta sesenta y dos.
Antes de que el hombre pudiera responder, Can dijo desde el otro lado del pasillo:
—Yo la acompaño, Larry.
La recepcionista, que había conseguido su atención antes de que entrara Demet, hizo un mohín al ver que se iba. Demet levantó la vista hacia el origen de la voz. Se le cortó la respiración al ver a aquel hombre alto e increíblemente apuesto que se le acercaba. Se sintió algo mareada, como si hubiera perdido el equilibrio desde que entrara en aquel edificio.
Reparó en su pelo negro, corto y algo despeinado. Bajó ligeramente la vista hacia lo que parecía ser un cuerpo tonificado en ese traje gris de tres piezas. Tratando de mostrar naturalidad ante este hermoso ejemplar de hombre, se volvió para mirar al guardia corpulento.
—¿Está usted seguro, señor Yaman? Puedo acompañarla.
—Sí, muy seguro, Larry. Ya subía de todos modos. —Can se volvió hacia ella—. Deja que te ayude con eso. —Señaló la caja.
Su voz era tan suave y Demet notó el revoloteo del estómago. Trató de encontrar las palabras adecuadas.
—No pasa nada, en serio. Puedo llevarla yo.
—Insisto. —Can sonrió—. Además, esta amabilidad me viene de los boy scouts.
Ni sus penetrantes ojos marrones ni el encanto que emanaba de todos sus poros; fue esa sonrisa con hoyuelos la que la convenció al instante de que incontables mujeres se habrían bajado las bragas con solo pedírselo. Y a diario.
Le dio la caja a regañadientes e intentó actuar con naturalidad.
—Bueno, si te pones así… Te has ganado la medalla por la buena acción del día.
—Vaya, muchas gracias. Hacía mucho tiempo que no me ganaba una. —Se echó a reír, se dio la vuelta y la acompañó por el pasillo que llevaba a los ascensores.
Demet lo siguió y de repente se vio reflejada en las puertas de acero inoxidable. Sabía que estaba sudorosa después de salir de trabajar y lo único que quería era echar a correr en
cuanto se abrieran las puertas.
—Tú primero —dijo Can con una sonrisa.
Al entrar, él observó la sedosa melena oscura de la chica, que le llegaba por encima de la cintura. Nunca se había fijado en una mujer con coleta, y aún menos en una que pareciera recién salida de una pelea, pero en aquel momento era la criatura más hermosa que había visto nunca. Entre su cara, su cuerpo con curvas, y su perfume que los envolvía a los dos, a Can le costaba respirar. Entró en el ascensor e intentó no hacer mucho caso a esta sensación, pero no lo consiguió.
—Parece que han cambiado a Armando —dijo mientras pulsaba el botón de la planta sesenta y dos.
Demet intentó que no se le notara el nerviosismo al mirarlo a los ojos. Al estar tan cerca de él se daba cuenta de lo apuesto que era. En aquel sitio tan pequeño y cerrado parecía imponente. Entreabrió los labios para poder respirar mejor.
—¿Armando?
—Sí, Armando —dijo él con una sonrisita mirando la caja de comida—. Bella Lucina. En la oficina os hacemos un pedido cada semana. Armando suele ser el repartidor.
—Ah, claro, pero no soy el nuevo repartidor. A ver, trabajo allí, como ya habrás intuido porque llevo el uniforme y, además, soy una chica, no un chico. —Demet hizo una mueca; se sintió muy tonta. Inspiró hondo y volvió a empezar—: Trabajo allí de camarera. Mi jefe me ha pedido que entregara la comida de camino a casa porque el repartidor ya se había ido. —Empezó a ruborizarse y le entraron ganas de caerse muerta allí mismo. Literalmente. Muerta del todo—. Sé construir frases completas, créeme.
—¿Una jornada larga? Cómo te entiendo. —Can soltó una risa al tiempo que observaba su rostro.
Ella sonrió.
—Sí, ha sido un día muy largo.
Sonó un ping en la planta treinta y nueve. Se abrieron las puertas y entró una mujer con unos taconazos negros y tan alta como Can. Llevaba un traje de chaqueta y el cabello carmesí recogido en un moño.
—Vaya, hola, señor Yaman —saludó con voz sensual mientras apretaba el botón de la planta cuarenta y dos.
Esbozó una sonrisa encantadora mientras se le acercaba al oído—: Espero que podamos seguir por donde lo dejamos la última vez que te vi.
Can dio un paso atrás y su rostro se volvió una máscara de impasividad. Se limitó a asentir y la mujer sonrió y se volvió hacia las puertas del ascensor. Este volvió a mirar a Demet, avergonzado porque ese rollo de una noche hubiera aparecido de repente.
—¿Y llevas mucho tiempo trabajando en Bella Lucina?
Demet se mordió el labio y esbozó una sonrisa.
—No, hoy ha sido mi primer día.
—Ah, trabajo nuevo. Puede ser estresante. —Le devolvió la sonrisa—. Espero que haya ido bien.
—Pues sí, gracias.
Cuando se abrieron las puertas del ascensor, la mujer salió y se dio la vuelta hacia Can.
—Llámame.
Él asintió levemente y ella se esfumó. Las puertas se cerraron y volvieron a quedarse solos.
—No es mi novia, por si te lo preguntabas.
Demet lo miró a los ojos, divertida por el comentario.
—¿Y quién te dice que lo hacía?
Ese carácter sexy y peleón le puso el vello de punta, pero se encogió de hombros con aire despreocupado para tantearla.
—¿Y quién me dice que no?
—No me conoces lo suficiente como para deducir lo que estoy pensando —repuso ella con cierta mofa. Se le escapó una sonrisa de los labios.
—En eso tienes razón. —Rio con suficiencia y se le acercó un poco más—. Aunque debo reconocer que me gustaría conocerte.
Fantástico. No solo estaba buenísimo con ese traje moderno y extremadamente caro, sino que también era un creído. Pestañeó para salir del ensimismamiento, tratando de no pensar en lo bien que olía tan de cerca.
—Pues no puedo. Lo siento. —Se escondió un mechón detrás de la oreja.
Antes de que él pudiera responder, se abrieron las puertas del ascensor de la planta sesenta y dos.
—Me bajo aquí. —Demet se dio la vuelta para cogerle la caja—. Te agradezco que la hayas aguantado.
—Ningún problema. Yo también me bajo aquí.
—¿Trabajas en esta planta? —preguntó ella visiblemente confundida.
Como no quería decirle que era el dueño de la empresa de esa planta, se decantó por una media verdad y esbozó una sonrisa.
—Sí. Soy yo quien ha hecho el pedido.
Demet lo miró a los labios, esos labios tan apetecibles.
—Entonces, en cuanto he entrado sabías que iba a subir, ¿verdad?
—Como tenía un rato libre, he bajado a recepción para esperarte. —Sonrió—. Bueno, en realidad esperaba a Armando, pero en su lugar me han recompensado con una bella mujer. He decidido portarme como un caballero y ayudarte con la caja. —Salió del ascensor con paso decidido—. ¿Te apuntas a comer? Hay de sobra.
—No… no puedo. Lo siento —contestó ella mientras pulsaba el botón de recepción.
—¡Espera! —Can apoyó la mano en el marco de la puerta para que no se cerrara. Había ido demasiado lejos y se sentía como un capullo, así que intentó salvar los muebles como
pudo—. Ha sido una grosería por mi parte y lo siento. Mi madre no me educó así. —Nervioso, se pasó una mano por el pelo—. Me gustaría invitarte a cenar algún día. Sé que una oficina no es un lugar muy romántico que digamos, pero es que trabajo mucho. Pero como he dicho, me encantaría salir contigo alguna noche.
Antes de que pudiera responder, una mujer morena y esbelta le dijo desde su mesa:
—Señor Yaman, tiene una llamada por la línea dos.
Con una sonrisa, se volvió hacia ella.
—Natalie, que dejen el mensaje, por favor.
Con dedos temblorosos, Demet pulsó rápidamente el botón para cerrar las puertas. El ascensor se cerró antes de que él pudiera darse la vuelta. Se apoyó en la barandilla de latón para recobrar la compostura. Negó con la cabeza, se arrepentía de haber accedido a entregar la comida. A pesar de todo, salió del edificio y se fue a casa.
—¿Tan guapo era? —preguntó Olivia, sentada a la mesa de la cocina.
Demet se puso un dedo en los labios.
—Joder, Olivia, que Dilan está en mi cuarto. No levantes la voz. —Miró la puerta y luego a ella—. Sí, estaba buenísimo. Es de los que te entran ganas de despelotarte y dejar que te
devore con la mirada. El tío es un bombón.
Olivia se echó a reír y se tapó la boca al momento.
—Suena a muy follable, sí —susurró. Demet asintió y soltó una risita—. Tienes que coger el puesto del repartidor.
—No sé, ha sido la reacción más extraña que he tenido con alguien. Y, además, me da muchísima vergüenza cómo he actuado. Una niña de preescolar lo hubiera hecho mucho
mejor.
Sonriendo con aire de superioridad y los ojos brillantes, Olivia dio un traguito al vino.
—El polvo de esta noche con el capullo que tienes en casa puede ser genial si piensas en el buenorro alto, moreno y follable.
Ella le dio una palmada en el brazo.
—Para ya. Basta de pensar en buenorros altos, morenos y follables.—Se deshizo la coleta—. Además, quiero a Dilan. El buenorro alto, moreno y follable será una bendición para otra mujer, créeme.
—De acuerdo, está bien. —Olivia se reía bajito—. Pero al menos ahora ya sabes que tienes a uno de repuesto.
Antes de que Demet pudiera seguir hablando del bombonazo que acababa de descubrir, Dilan salió de la habituación con su mejor traje y corbata. Al verle el pelo rubio mojado y el hermoso rostro, se olvidó del extraño de aquella tarde. No necesitaba más bombones.
—¿No íbamos a quedarnos en casa hoy? —preguntó al tiempo que se le acercaba y lo abrazaba por la cintura—. He elegido una película.
Él le puso los brazos sobre los hombros, algo fácil, ya que era mucho más alto que ella.
—Voy a cenar con un posible cliente. —Se fue a la nevera y sacó una botella de agua—. Ha sido un imprevisto. Ya la veremos otra noche.
Ella frunció el ceño al verlo tan indiferente.
—¿Y cuántas más cenas imprevistas tienes durante la semana?
Olivia suspiró, se levantó de la silla y salió de la cocina. Dilan también suspiró.
—Son gajes del oficio y lo sabes. Soy corredor de bolsa y de vez en cuando tengo que agasajar a los clientes para conseguir la cuenta.
—Eso lo entiendo, de verdad. —Lo abrazó—. Pero llevo menos de un mes aquí y no haces más que dejarme sola cuando tienes estas reuniones. —Le tiró de la corbata en plan juguetón—. Te veía más cuando vivía en Colorado que ahora.
Él se retiró y entrecerró los ojos.
—Pareces una universitaria quejica. —Giró el tapón de la botella y le dio un trago—. Tranquila, no volveré tarde.
Demet tenía el ceño fruncido.
—¿Una universitaria quejica? ¿Qué se supone que significa eso? ¿Y para qué has venido a ducharte, entonces?
—Porque me han llamado cuando ya estaba aquí.
—Pues lo mejor será que duermas en tu casa hoy —dijo mientras se quitaba el delantal y lo dejaba sobre la mesa—, ya que de todos modos sales a agasajar a tus clientes cinco días a la
semana.
Él alzó la voz sin dejar de mirarla:
—¿Qué insinúas, Demet? ¿Crees que te miento?
—No tengo ni idea, pero pensaba que estarías conmigo más de lo que estás —repuso pasándose la mano por el pelo—. Creía que me ayudarías a integrarme.
Él bebió otro sorbo de agua y ladeó la cabeza.
—Te he pagado la mudanza. ¿Qué más quieres de mí?
—Eso ha sido un golpe bajo, Dilan —dijo con la voz entrecortada y los ojos entrecerrados—. No te pedí que lo hicieras. Podría haberme quedado en Colorado y haber seguido la relación a distancia.
Él se le acercó y le acarició una mejilla.
—No, no podías quedarte. Me quieres y tenías que estar aquí después de todo lo que ha pasado. —Le acarició la barbilla—. Y te quiero y te necesito aquí también. Y ahora, dejémonos de tonterías. Me reúno con el cliente y luego vuelvo, ¿de acuerdo?
Demet evaluó la situación sobre la marcha, se puso de puntillas y lo besó en los labios. Él aceptó el gesto y jadeó ligeramente. La asió por el pelo y la atrajo hacia sí, hacia su pecho.
Ella le dijo contra sus labios:
—Está bien, ve a hacer tus cosas y nos vemos luego.
—¿Entonces no me obligas a irme a casa? —Sonrió—. Si insistes, me voy a mi piso a dormir.
—Venga, ahora no te hagas el listillo. Esperaré a que vuelvas.
—Te prometo que entonces tendrás toda mi atención.
Con las manos entrelazadas, Demet siguió a Dilan hasta la puerta y después de darle un último beso, lo vio marchar.
Cuando cerró la puerta, Olivia salió de su habitación. Se sentó en el sillón y le dio unos golpecitos para que la acompañara.
—Va, desembucha. ¿Qué pasa, mujer?
—No sé, lo veo distante —contestó ella mientras se sentaba a su lado.
—Mira, ya sabes que no soporto a Dilan. —Se quedó callada un momento y se dio unos golpecitos en la barbilla—. Es más, lo odio. —Demet puso los ojos en blanco y ella se echó a
reír—. Pero en su defensa debo decir, y solo porque mi hermano trabaja en el mismo despacho, que es verdad que deben cuidar a los clientes y sus cuentas potenciales.
—Ya, pero ¿Burak también sale cinco días a la semana para atender a esa gente?
—No, pero supongo que Dilli Vanilli es un bolsista más exigente, más dinámico. Teniendo en cuenta que es un capullo, no me sorprendería nada.
—Bueno, basta ya de meterte con él —dijo meneando la cabeza. Su amiga se echó a reír y ella se quedó pensando en lo que acababa de decirle—. Quizá tengas razón, no sé. Tal vez entre asimilar la muerte de mi madre y la mudanza, tengo el cerebro frito.
Ella le puso una mano en el hombro y se le suavizó la mirada.
—Tener que asimilar todo eso a la vez es una putada. No me imagino pasando por lo mismo. —La atrajo hacia sí y le dio un buen abrazo—. Eres una mujer fuerte y lo superarás. Estoy convencida.
—Gracias, Olivia, de verdad. No sé qué habría hecho sin ti. Fue una suerte tenerte de compañera en la residencia y ahora, que vivo aquí contigo, estaré siempre en deuda contigo.
Se echó a reír.
—No te me pongas melodramática. —Se incorporó y cogió la película que Demet había escogido. Después de colocarla, volvió al sofá—. Venga, queda inaugurada la noche de chicas.