«SUO MORTE»
(Su muerte)
En la mafia todos son familia.
Mi padre protegía a Gustabo Camitti —el líder; su líder. El de todos— y, en una ocasión, me contó que a él le gustaba que todos sus hombres estuvieran dispuestos a dar su vida para protegerlo.
... y mi papá lo había hecho.
—Andiamo —«Vámonos», me dijeron. El funeral ya había terminado; yo tenía dieciséis años.
No lo miré.
Ese día, el sol había salido cálido y brillante, el muy maldito, como si me dijera que la muerte de mi padre no frenaba el mundo...
—¿L'hai trovato? —«¿Lo encontraste?», le pregunté, sin girarme: mi guardaespaldas era un detective retirado de la Arkansas Stealth.
La tierra estaba suave donde descansaba, en un pozo poco hondo, el cuerpo de Raffaele Giordatto...
—Non —un simple no. Asentí, claro que no—, ma sua madre...
«Pero su madre...»
—È morta? —«¿Está muerta?», era algo que ya sabía. Me giré.
Podía pensar que Dios me castigaba, pero... a pesar de haber crecido en un monasterio —o convento, o la casa de Dios, ¡o cualquier puto nombre que tuviera!—, no creía en él.
No al menos en que nos miraba todo el tiempo, desde arriba, porque... ¿qué clase dios omnipotente permitiría a una madre mirar con una sonrisa, fingiendo inocencia, a su novio obligando a una niña de cuatro años a quedarse entre sus manos, para luego, a solas, regañarla por no dejarse tocar por aquel desconocido? ¿Qué clase de espíritu benévolo dejaría a una madre fingir no darse cuenta de que su nuevo novio observa con lujuria a su hija de nueve? ¡¿A qué clase de Dios le parece bien que un padre anime a su hija de catorce a apretar el gatillo de un arma contra una persona?!
... o quizá Dios si era misericordioso y yo debía pagar el precio por mi mente prodigiosa.
No recordaba mucho de mi madre, sabía que era una prostituta. O lo fue —metiéndose con gente como mi padre, es fácil imaginar su muerte: la mafia italiana no toleraba ninguna clase de traición, ni siquiera una pequeña... y yo había sido una muy grande, suponía, pues papá se enteró de mi existencia a mis nueve años—, pero recordaba a mi hermano.
Era mayor que yo.
Antes de los tres años aprendí a leer, y todavía puedo ver a mamá intentando enseñarle a un niño de cinco años las letras del abecedario, confundida de si uno de sus hijos era muy tonto o la otra muy inteligente.
Dejé que mi guardaespaldas abriera la puerta del coche.
—Vivrai con me, sotto la mia protezione —«Vivirás conmigo, bajo mi protección», me prometió el hombre a mi lado, cuando me senté en el cuero de la limusina. Mis hermanos (los hijos de papá) ya estaban adentro.
Era Gustabo Camitti: un hombre de sesenta años, pero que apenas tenía rasgos de expresión al gesticular.
—Sì —decidí, pero... yo estaba contestando. En ese momento, no aceptaba vivir con él, estaba diciéndole lo que él quería para me dejara en paz.
El chofer arrancó.
No me sentía triste. A veces mi padre solía decirme que era fuerte, que sería buena en el negocio porque no parpadeaba al ver a alguien morir —y había matado, incluso—. Pero no lo hacía, no me dolía, porque había un problema con mi desarrollo emocional.
... recuerdo a Andrés, en el convento, frunciendo el ceño al ver mis primeras pinturas —había sido él quien me dijo: ¿te gusta la pintura? ¡Pues pinta!, y siempre se lo agradecería—, de pajaritos muertos.
Me dijo que «algo tenía que haber», cuando yo le pregunté qué tenía de malo mi lienzo.
"Es arte" le reclame, y él revolvió el vino en su copa.
"Lo es" aceptó, dando un sorbo, mirándome.
Yo tardaría un poco en entender sus palabras.
*
Cuando Martín —a quien llamaría Palermo— me encontró, a tres semanas de cumplir diecisiete años, yo acaba de terminar aquel tratado en filosofía teológica que, sabía, Andrés nunca empezó.
... y me ofreció unirme a un golpe.
El atraco más grande del mundo, un palo aún mayor que el de los Dalí a la casa de moneda y timbre: iban a robar el oro del banco de España. La reserva nacional.
Yo tenía dinero, un trabajo en la mafia; era dueña de un convento —era lo único que papá me había dejado, quizá al notar cuánto tiempo pasaba ahí dentro—, y dirigía, junto a mis hermanos, los clubes y bares de papá.
... pero acepté, porque podría ver de nuevo a Andrés.
Y así termine aquí.
—Muchos de vosotros ya sabéis las normas —aclaró el profesor—. Pero, bueno, hay gente nueva y conviene..., recordarlas.
Había escrito «Bienvenidos» en una pizarra. Es muy mono.
»Lo primero es que no quiero nada de relaciones personales —aclaró, firme, pero enseguida miró a la mujer rubia a su lado y... No soy buena leyendo gestos. Fruncí el ceño cuando un muchacho se rió—. Bueno, es-esa regla —tartamudeó, casi no se le notaba—... Lo segundo —ese hombre era interesante, pasaba de la pena a la imposición tan rápido como yo aprendía— es que no quiero nada de nombres ni apellidos y--
—Profesor —esa era Nairobi, me había saludado al llegar—, al solomillo. ¿Cómo vamos a entrar en el banco de españa?
Sonreí, mirando a Andrés, quien, elegante —así, como era él— me sonrió de vuelta. «Caos» me dijo, con los labios, sin sonido.
Caos: así íbamos a entrar.
*
Torcí un gesto.
—¿Tú hermano? —le pregunté a Andrés, en italiano. No sabía que tenía un hermano.
Él dio un pincelada, delgadísima, al retrato de aquella mujer que pintaba.
—Sí —siguió Andrés de Fonollosa—: Sergio Marquina —mencionó, como si aquel hombre fuese grande. Importante. Un genio.
Andrés revolvió el pincel sobre los tonos amarillos de su paleta y, antes de volver a pintar, me miró y sonrió:
—¿Sabes quién es? —pues yo no era. La mujer del lienzo era rubia, sí, pero aunque se parecía a mi (sólo un poco), no era yo. Yo tenía once años.
¿Por qué me pintaría unos años más grande?
—¿Quién? —fingí interés, volviendo a mi dibujo, de él, en carboncillo.
—Tatiana... —suspiró, con esa voz de poema que a veces regalaba.
—Ah —hice un sonidito con mi garganta: no me podría importar menos.
—Mi amor —me llamó; y yo sabía por qué me decía así: sólo me llamaba de aquella forma, con aquella voz hermosa, cuando me notaba desinteresada.
—Dime —lo noté acercarse. Fruncí el ceño y Andrés me tomó por las mejillas, para que lo mirara.
—¿Tirarías rosas en mi boda? —algunas veces, cuando me miraba, lo hacía con admiración. Como está.
Le manche las muñecas de negro cuando, tomándolo de ellas, le baje las manos de mi cara, despacio. Estaba sentada en la tapa de un piano —de uno de esos nuevos que Andrés había comprado para el convento—.
—No.
Oí a Martín reírse:
—Una más, una menos —comentó, en español, hacia Andrés.
No lo entendí, pero supe que, de alguna forma, estaba consolándolo. Esa noche, me explicaría Andrés, Martín había hecho referencia a sus anteriores bodas: una más, una menos en dónde lanzarán pétalos, no importaba..., pero a él le importaba.
—Mi amor —me rogó, cuando yo ya iba hacia la limusina que papá mandaba por mi cada noche, a las diez y media.
Me acarició una mejilla y me besó la frente y... yo lancé pétalos en su quinta boda.
*
—¿Qué estás haciendo? —me preguntó, lento. Se veía guapo con su traje de militar.
Si alguien me hubiera dicho que en mi puta vida me vestiría de militar me cagaba en sus muertos: yo trabajaba para la mafia ¡Militar mis cojones!
Lo miré, parpadeando.
—Rezando —me amarre el casco. Pude ver a Tokio, de reojo, mirarme—, no quiero morir.
Andrés torció un gesto:
—El plan es —ay, ya iba a empezar. Me reí y él se interrumpió.
—Conozco el plan —obvié. Quizá lo conocía mejor que él, o Martín—, y... —dudé—. Ya no tengo quince —le recordé.
No era una niña para recibir regaños, aunque sabía que Andrés odiaba que dudara de él. Era su plan —algo tenía mío—, después de todo.
—Lo notamos —siguió Martín, mirándome. No me veía a los ojos.
Andrés frunció el ceño y yo solté una carcajada; había sido de esas chicas que, todavía a mis quince años, la gente se pensaba que tenía doce.
En ese momento, nos llegó la señal del profesor:
—Atención —llamó—. Sois el primer pelotón de la sexta compañía de la BRIPAC —se escuchó por el radio. Y Andrés, ahora Berlín, se levantó y gritó a todos la nueva información.
Estocolmo comenzó a buscar los sellos entre los archivos.
—¡Dieciséis minutos, cuarenta y cinco segundos! —siguió, mientras yo tomaba un arma.
Esto no era diferente a trabajar en la mafia: peligro, improvisación, planes, armas y sangre. Fácil.
... se ponía difícil cuando algo no salía de acuerdo al plan.
—¡Siete minutos treinta segundos!
Y mientras reinaba el temor, la incertidumbre, de que algo saliera mal, Andrés de Fonollosa se quedó inmóvil y, alzando ambas manos —consiguiendo la atención de todos—, anunció:
—Señoras y señores, ha empezado.