Hamilton | LA CASA DE PAPEL

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Hamilton es una talentosa artista que, junto al Profesor, ha ido perfeccionando el robo más grande de la hist... More

Prólogo
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Domingo 12:06
50 horas de atraco

Ya llevamos dos días encerraos. Dos días imprimiendo billetes, dos días más cerca de ser millonarios, dos días más cerca de salir de aquí y olvidarme de esta pesadilla, volver a ver a Alain y Astrid. Escribo todo esto con Río mirándome por encima del hombro.

—¿Tienes algún dibujo mío?—asiento, recorro unas páginas más hacia delante, he hecho una pequeña ficha de cada uno. Los dibujos que tengo de Río son dormido o mirando hacia otro lado, siempre de perfil. —Tu tío Río, se llama Aníbal, pero nunca lo llamamos así, es el ser más dulce del universo, siempre me hace sonreír. Y vaya dibujos me has hecho dormido eh, voyeur.

—¿Cuando quieres que te los haga si no paras quieto?—Río me besa, acabamos de hacerlo, durante nuestro descanso. No tenemos prácticamente momentos en los que podamos estar solos, así que, hemos aprovechado.

Está desnudo, bueno, en calzoncillos. Desprende calor y yo estoy recogida sobre sus rodillas, aprovechando mi calefactor personal. En Toledo también estábamos así, solo que tumbados en la cama, mucho más cómodos que en el baño de minusválidos.

—¿Tus padres lo saben?—pregunta Río con un murmullo.

—Mis padres asistieron a mi funeral hace cinco meses.—me pongo en pie y empiezo a vestirme con el mono rojo. Sergio y yo lo planeamos, un accidente de coche. Asistí a mi propio funeral.

—Hamilton.—Río me agarra del brazo y me hace mirarle. —Lo siento.

—Parece que los dos nos hemos quedado sin padres.—Río tuerce el gesto y me aparta el pelo de la cara.

—¿Quieres que vayamos a visitar tu tumba cuando terminemos aquí?—pregunta Río con burla.

—Está en Poitiers y no vamos a pasar por allí.

—¿También naciste ahi?—niego. Nací en Marsella, como mi madre y mi abuela. Mi madre es muy tradicionalistas respecto a ello, mi hermana nació en Argel, como nuestro abuelo materno y, Alain, nació en Kadanhar, Afganistán. —Sí que sois internacionales. 

—Tengo más familia, en Croacia, al menos un medio hermano mayor. —Río abre los ojos como platos. —No hablo croata, no te preocupes. 

—Tampoco me sorprendería.—Río empieza a besarme y vuelve a desabrochar mi mono, a bajarlo con rapidez. Se arrodilla y besa una y otra vez mi vientre, baja mis bragas para continuar su tarea. 

Río me coge en brazos y me sienta en el lavamanos para que ambos estemos más cómodos, agarro su pelo y clavo mis uñas en su cuello, él emite un jadeo y volvemos a empezar. Río sube y vuelve a besarme. 

—Después del homenaje nos vamos a dar nosotros.—murmura entre dientes. 

Ambos nos vestimos, él sale primero, después me quedo yo a terminar de recogerme el pelo y estar presentable para no ser descubierta por Berlín. Me miro al espejo, por primera vez en dos días, tengo unas ojeras asquerosas, la piel seca y agrietada. Estoy hecha un desastre. 

Cada día imprimíamos doscientos millones, merece la pena estar echa un Cristo a cambio de tal cantidad de dinero. Dos mil cuatrocientos millones de euros en doce días, toda una hazaña. 

Salgo del baño y voy directa a mi despacho, el señor Torres me rinde cuentas. Vamos bien, nueva serie, nueva letra y nuevo país. Dejo el cuaderno sobre la mesa y empiezo a escribir, a escribir sobre Berlín, Helsinki y Sergio. Reflexiones absurdas y datos que algún día podrían interesarle a Alain. 

—Hamilton.—rápidamente aparto el cuaderno, agarro la pistola y levanto la mirada. Es Tokio. —Te espera en el museo. 

Asiento y voy a salir, Tokio entra al despacho y pasa el dedo por la tapa negra del cuaderno, me mira y me sonríe. 

—¿Un diario?

—Algo así.—con un movimiento de cabeza le indico que salga, ella cumple la orden, con una sonrisa burlona. Tokio es muy coqueta y juguetona, por eso está con Denver. 

Me dirijo al museo, Berlín está en la parte superior de la escalera, me he llevado al señor Torres conmigo y a otros tantos que trabajan en las rotativas. Tokio viene conmigo y me ayuda. No escucho el discurso de Berlín, no me apetece. Escucho los quejidos de angustia de los rehenes. Siempre ha tenido una necesidad patológica de caer bien, sobretodo entre desconocidos. 

—Pero especialmente a una persona.—continúa Berlín. —Al señor Torres. 

El señor Francisco Torres, de carácter extremadamente humilde, se esconde entre el resto de rehenes. Andrés le vuelve a llamar y, no quiero formar parte de esta pantomima, pero doy un paso al frente y me acerco a él.

—No le va a pasar nada, se lo prometo.—le susurro mientras le agarro de la mano. 

—Lo sé, señorita Hamilton.—me responde él. 

—Este señor lleva imprimiendo billetes veintisiete años.—comienzo a decir sin dejar de sujetarle de la mano, él mantiene la cabeza gacha. —Y hoy ha batido su propio récord porque, después de cuarenta horas ha impreso trescientos once millones de euros.

Tokio ríe y Berlín lo alaba. No me separo de él, siento como tiembla.

—Gracias, señor Torres.—me doy la vuelta y miro al resto de los rehenes. —Y gracias a ustedes, sin vosotros no se produciría este milagro. Señor Torres ¿sabe lo que es usted?

—No, señorita Hamilton.—responde en un inaudible hilo de voz.

—Es usted el puto amo.—el señor Torres me mira agradecido. 

—¡Eso es—interviene Berlín. —demos el aplauso que se merece al señor Torres!

Todos aplauden, Berlín mira hacia arriba y empieza a mandar callar, colocando su índice sobre sus labios.

—Pero como las buenas noticias nunca vienen solas,—Berlín me mira, esperando mi aprobación, pero ni si quiera sé que va a hacer.— me gustaría que recibiésemos como se merece, que le demos una ovación inolvidable a Don Arturo, el director general que, por fin ¡Ha salido de peligro!

Aplaudo por él, aunque no me alegro. Es un cobarde, lo ha demostrado en muchas ocasiones, manipuló a Mónica para que ella fuera la que cogiera su segundo teléfono ¿por qué echarle huevos a la vida si puedes mandar a alguien que te ama, aún sabiendo que puede morir?

Mercedes levanta la mano, Berlín vuelve a acallar el aplauso, agradece una vez más al señor Torres y se dirige hacia la profesora del colegio británico. Lo sigo con la mirada, porque a saber que hará, me mira de reojo y Mercedes lo sigue hacia su despacho.

—¡Venga, alegría, todo el mundo a trabajar!—Tokio se lleva a la mitad de los rehenes, yo me llevo a la otra mitad. Me coloco al lado del señor Torres, aún tiemble, pero un poco menos. —Si necesita descansar un rato dígamelo ¿de acuerdo?

Este asiente, llego al despacho y cierro la puerta tras de mí, alguien rodea mi cintura, saco mi pistola y clavo el cañón en la quijada del que me tiene atrapada. 

—Río.—tiro el arma a un lado y lo abrazo con todas mis fuerzas, lo he asustado. 

—He visto pasar mi vida por delante de mis ojos.—murmura él, ambos empezamos a reírnos. —Ha sido rápido. 

—Has vivido poco. —él asiente y luego tuerce el gesto. —No me digas ahora que el que te saque once años es un problema. 

—No, no lo es, nunca lo ha sido para mí. 

—No te merezco, Rayo.

Volvemos a besarnos, le murmuro que le quiero y le necesito en los siete idiomas que conozco y él va respondiéndome en castellano e intenta decirlo en francés, pero es horrible. 

—Me toca repartir neceseres.—se queja.

—Voy contigo, así aprovecho y me echo un agua.—Río asiente. 

Voy un segundo a mi cubículo y dejo echas otras tres series, con letras y países. Cojo mi propio neceser y empiezo a andar a uno de los baños. Mis padres han elegido todo lo que he hecho en mi vida, así que, en contrapartida, me he convertido en atracadora, pero con la edad de Alison me apunté a un curso de dibujo. 

—He vuelto a defender a tu novio. —me advierte Tokio con una sonrisa ladeada. 

—Y yo te he dicho que no hace falta, cariño mío. —entro al baño y ella se sienta en el lavamanos, moviendo los pies. Me desabrocho el mono y me lavo como buenamente puedo. 

Alguien tira de la cadena, de uno de los baños sale Moscú con el chaleco y un periódico, se lava las manos y nos mira de reojo. 

—Fuera.—le ordeno a Tokio, ella cumple mi orden a regañadientes. Moscú y yo nos miramos, él lo hace con seriedad. —¿Lo has escuchado todo?

—Sí. 

—Necesito que me guardes el secreto.—Moscú tuerce el gesto. —No te gusta Tokio. 

—No hay que ser un lince para darse cuenta, Hamilton. 

—No trata mal a tu hijo.

—Es demasiado impulsiva, egoísta y se cansa rápido, llevará a Daniel por la mala vida y lo dejará cuando se canse de él como si fuera un muñeco.—me suelta Moscú a bocajarro. —Y yo no quiero que lo haga. 

—Hablaré con ellos, pero dudo que pueda hacer nada. —Moscú asiente y sale del baño, se cruza con Río, ambos se miran y siguen su camino. —¿Qué pasa, Río?

—He pensado que podríamos poner un poco la televisión.

Nos vamos a la sala donde hemos dejado la televisión, Río la conecta y empezamos a besarnos. En verdad ese aparato es una excusa para poder follar con tranquilidad. 

Andrés de Fonollosa, dice la periodista. 

Detengo a Río. La cara de Andrés está en primera plana. Río se viste y sale corriendo, yo hago lo mismo y me dirijo al despacho donde normalmente se inyecta su medicina. Abro la puerta, sin llamar. Mercedes hace un movimiento rápido, pero apenas lo percibo. Andrés está de espaldas, mirando entre las rendijas de la cortinilla, escuchando unos jadeos lastimeros. Berlín entorna la persiana cuando me ve, nervioso.

—¿Qué ocurre, Hamilton?

—Estás saliendo en la tele. —Berlín da dos pasos hacia delante, no quiere creerlo pero asiento. 

—Oslo.—Oslo entra en la habitación. —Ha sido un placer profesora, vuelva cuando quiera, hablaremos de ética.

Oslo le ordena que se la lleve, detengo al gran serbio y le ordeno en ruso que libere a la menos y la lleve con sus compañeros, al principio parece reticente, luego recuerda que le prometió al Profesor cumplir mis órdenes, así que, asiente. 

Avanzo con paso rápido hacia la sala de la televisión. Andrés y yo nos conocemos desde hace bastantes años, coincidimos en un atraco, por pura casualidad. Él iba a robar un furgón y yo acababa de robar una colección de joyas que habían sido anteriormente suplantadas por copias. Lo sabía todo sobre él, hasta que me di cuenta de que había vivido en una mentira. 

—Wow, vaya currículo.—Berlín no deja de mirar la televisión. —Andrés de Fonollosa ¿quien lo iba a pensar? Con esa finura que tienes y ese palo que parece que te han metido por el culo. Y al final mira, lo que te van son las putas, después de cinco matrimonios ¿también las engañabas con esas mujeres?

Intentó acostarse conmigo un par de veces, después conoció a Tatiana, a la que afirma que ama con locura aún después de su divorcio. Andrés no creo que realmente la amara, sino que quería acostarse con ella. 

Se le atribuyen varios delitos de proxenetismo, extorsión de menores, privación de libertad...

—¿Menores? ¡Menores!...menores.—Berlín me mira de reojo, esta es la gota que colma el vaso. —Eres un cerdo ¿se puede saber a que coño viene tener a esa niña atada en tu despacho? ¿Qué pretendes hacer? Pedazo de escoria...

Según las últimas informaciones, Andrés de Fonollosa habría eludido este último cargo gracias a su colaboración como confidente de la policía...

—Encima eres un soplón.—siento tanta rabia y él mira impasible a la televisión, clavo mi índice en su pecho, él lo mira y me vuelve a mirar a los ojos. 

En un movimiento rápido, demasiado para mí, me agarra del cuello y me arrastra hasta una mesa. Me empieza a ahogar. Engancho mi pierna alrededor de las suyas y tiro hacia abajo con todas mis fuerzas, haciendo que pierda el equilibrio durante dos segundos, en ese tiempo puedo liberarme e inmovilizar sus manos. La sangre va manchando la mesa. 

—Yo nunca vendería mujeres y mucho menos sería su chulo.—dice él con seguridad, pero no dejo de inmovilizarlo ni un segundo. —Tengo un código ético que me lo impide, como me impide delatar a un compañero por mucho que sea un miserable despojo. Y eso no tiene nada que ver con mis gustos y aficiones. Me conoces de sobra Regina y deberías saber que todo eso es mentira. 

Lo suelto. En la televisión hablan del botón encontrado en el Seat Ibiza rojo del Profesor. Berlín mira a la televisión y me mira a mí. 

—Yo nunca me he subido a ese coche.—sentencia. —Pero sí sé de alguien que lo hizo. 

La noche de San Juan. Salí por la noche para hablar con él, como hacíamos muchas veces en Florencia. Salimos fuera y nos encontramos a Denver durmiendo en la parte de atrás del coche, llevando aún la americana de Andrés. Todo empezó como una broma y esto va a acabar muy mal. 

—Dime una cosa, Hamilton ¿sabes dónde está Denver?

—No y, si lo supiera, tampoco te lo diría.

—Que manía con no contarme cosas eh, Marquesa.— Berlín se acerca a mí y me acaricia mi mejilla. —Te has manchado. 

—No vayas detrás de Denver. 

—Estoy seguro que si jodieran tu honor como ha hecho Denver con el mío, no sólo lo querrías recuperar , sino que lo vengarías. —empiezo a negar, él sólo niega . —No somos tan diferentes, al fin y al cabo.

Berlín busca a Denver por todas partes, gritando su nombre una y otra vez, yo le sigo, intento alcanzarle y adelantarme, pero su sed de venganza le da poder. Helsinki y Oslo ayudan en la tarea yo no hago más que disuadirlo. No está en ninguna parte, pero yo sé donde está.

—¿Se habrá ido a la verbena otra vez?—me pregunta Berlín. Les dice a los serbios que no se preocupen, me coloco delante de él y lo detengo.

—Entra en razón, energúmeno descerebrado, no puedes pegarle un tiro porque te robara un botón.

—¿Qué pasa con mi dignidad, Hamilton?—Oslo y Helsinki nos escoltan. —Tengo una reputación que mantener, mis amigos de la Costa Azul han visto mi nombre asociado a esas infamias. Denver ha jodido mi honor y si alguien jode mi honor, yo lo machaco. Estamos hablando de integridad. 

—¿Y tú te crees que disparándole y acabando con su vida vas a recuperar tu puñetero honor?  Y hablando de integridad y siguiendo tus reglas morales yo tendría que torturarte y matarte de mil maneras por todo lo que me has hecho, grandísimo hijo de puta. 

Todo lo que le has hecho a Río, quiero decirle, vas a pagarlo caro

—Antes me defendías a capa y espada ¿qué ha pasado, Hamilton?

—Que tus decisiones van a joderme la vida y no me apetece un pelo. —le agarro por las mejillas y le hago mirarme. —Seguiré defendiéndote a capa y espada, pero, por favor, no jodas el plan. 

Berlín me agarra por las muñecas y baja mis manos. Le ordena a los serbios que me detengan, pero a  mí no se me para tan fácilmente. Helsinki clava el cañón del fusil en mi garganta.

—¿Vas a dispararme?—Helsinki no baja el arma, me dice que me quede, me lo ordena, pero yo no cumplo órdenes de nadie más que de mí misma.

Salgo corriendo, siguiendo a Berlín, ni Oslo ni Helsinki se atreven a ordenarme que pare, porque he entrado en modo Terminator.

—¡Berlín!—Berlín se pone de medio lado y luego se da la vuelta. —¡Ten cojones de venir a matarme, porque Denver está dentro por mí!

—¿Qué pretendes, Hamilton?—Berlín se acerca a mí con lentitud, con una lentitud que da miedo. 

—Asumir mi responsabilidad, cosa que deberías hacer tú más veces.—Berlín se va a dar la vuelta pero le agarro y le hago mirarme. 

—Y la voy a asumir, pero él aprenderá a no joderme más. 

Berlín sigue caminando, voy a por un par de pistolas porque esto se va a poner muy feo, cuando termino sigo buscando a Berlín y Denver, me cruzo con Río, me detiene y quita una mancha de sangre de Berlín. 

—Qué ha pasado.—exige saber. 

—Berlín va a matar a Denver.—le doy un beso y él me mira alarmado. 

—No irás a salvarle.—asiento. Él coge otra pistola. —Voy contigo. 

—Ni de coña. 

—Te matará.

—Confía en mí, no lo hará. —Río empieza a negar. —Y si lo hace... podrás ensañarte con él todo lo que quieras, pero no lo va a hacer ¿te he mentido alguna vez?

Río niega, agarra mi mano y yo lo dejo ir lentamente. Río confiaba en mí ciegamente, como yo lo hacía en él, por eso el día de la verbena él salió y yo no. Sabía que lo necesitaba y yo sabía que nada iba a pasar, cuando volvió lo hizo borracho, pero volvió a mí. 

—Berlín.—Helsinki me vuelve a apuntar. Bajo el cañón con mi dedo índice y no me vuelven a retener. 

—Lo siento, no me di cuenta del puto botón.—comienza a disculparse Denver. —Te compenso con diez o quince millones de los míos y pa'lante ¿te parece?

—Quince millones de euros.—responde Berlín con sorna. —Quince millones por un botón... ¿qué está pasando a aquí?

—Es curioso, venía con la idea de meterle un tiro así, no sé, en el pie, para compensar y me están entrando unas ganas de pegarte un tiro en la cabeza y no sé muy bien por qué.

Y el sonido de la cadena condenó a que descubrieran donde estaba escondida la resucitada, que todo nuestro esfuerzo por esconderla se había visto sentenciado al apoyarse sobre la cisterna al ponerse en pie. Y ahí, mientras Berlín recorría las puertas de los baños, con nosotros como espectadores, buscando el origen del sonido, supe, que mi relación con él no iba a ser la misma.

Abre las puertas de una en una, con lentitud, fingiendo sorpresa por cada cubículo vacío. Denver me mira y ambos sabemos que la primera de nuestras farsas está acabada. 

—Pero no hace...—comienza a decir Denver mientras Berlín llama a la puerta del baño.

—¿Denver?—pregunta Mónica con un hilo de voz. —Denver ¿eres tú?

—Te mandé matarla un viernes y hoy es domingo.—Berlín se abre con los brazos en cruz y comienza a reír como un maniaco.—Domingo de Resurrección. Alabado sea el Señor. 


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