Arles había permanecido haciendo guardia en la sala del trono. Él estaba hablando con su padre acerca de las acciones que deberían tomar para que el pueblo no muriera de hambre, el exceso de lluvia había matado gran parte de las cosechas. Habían tenido esperanza en que la sequía por fin terminara, pero eso era diferente, era un castigo de los dioses, quienes se burlaban de su fe. La lluvia, había sido a ojos de Arles, como la orina de los mismos dioses regada sobre el campo, era la respuesta a las oraciones del pueblo. Ellos estaban cansados de la creación de la tierra.
Estaba en medio de esa reunión con su padre el rey, cuando Gabriel, el líder de la élite de asesinos, entró en la sala, sin avisar sin ser anunciado. Ni siquiera los guardias de la entrada se atrevieron a detenerlo, y es que, Arles debía admitir que incluso él sintió miedo. Nunca había visto a Gabriel demostrar otra emoción que no fuera calma o desprecio.
El líder de la élite no estaba armado, pero no hacía falta, el príncipe sabía que de quererlo, el asesino podía matar a todos ahí con sus propias manos. Eran pocos los datos que tenía sobre él, y es que era como si Gabriel formara parte del reino de la luna, había estado ahí cuando Arles nació y creció, oculto entre las sombras, haciéndose cargo de las tareas del rey, mostrándole al mundo quien era la mano derecha del monarca y porque era el más fuerte de todos los reyes cardinales.
Sin embargo, Arles tuvo que retroceder un paso cuando el asesino habló.
―Has faltado a tu palabra― gruñó Gabriel, los hombres de la corte y Arles se quedaron en silencio, mirando al rey.
―Salgan― ordenó su padre―. Lárguense de aquí.
Arles dirigió a los hombres de la corte hacia la puerta de la sala del trono, quiso decir algo, pero bastó una mirada del rey para que el príncipe no insistiera. Cualquier persona que pusiera en duda la palabra de su padre, perdería la cabeza en el acto ¿Por qué Gabriel no?
El príncipe se había asegurado de que los miembros de la corte abandonaran los pasillos, y simplemente se quedó él, recargado en los pilares, sentado sobre el borde, en el suelo, hablando con los guardias... y Gabriel no salía de la sala del trono, pudo jurar que escuchó algo como si estuvieran gritando, pero ¿Quién en su sano juicio levantaría la voz en contra del rey?
Arles no se consideraba una persona impaciente, quizá era porque nunca lo habían hecho esperar, él era el hijo favorito del rey, bastaba con solicitar las cosas una vez para que estas llegaran a su mano. Comprendía un poco los sentimientos de su hermano Bertrán ahora.
Escuchó pasos en el pasillo, miró en dirección al lugar del cual provenía ese sonido. Era un guardia, uno de los encargados de entregar los mensajes al rey, uno de los hombres de más confianza del capitán.
―Su alteza― dijo el guardia e hizo una reverencia para el príncipe.
Arles inclinó la cabeza en su dirección.
― ¿Tienes un mensaje para el rey?
―Si, señor.
―Entrégamelo. El rey no está dispuesto en este momento.
El guardia frunció el ceño.
―Tengo órdenes estrictas de...
Arles asintió, tenía curiosidad por el mensaje, también por la urgencia del mismo, pero no quería presionar a ese hombre. Solamente tenía que conocer el contenido de ese mensaje antes que Bertrán o que cualquiera de sus hermanos.
Hizo un ademan en dirección a la puerta, el guardia intercambió un par de palabras con los vigilantes en las puertas. No conocía el contenido de ese pergamino, pero tenía que ser importante si permitieron entrar al guardia. El hombre se quedó dentro de la sala del trono, en su lugar salió Gabriel, quien parecía más tranquilo en comparación al asesino enojado que había entrado.
―Necesito hablar contigo― dijo Arles y caminó detrás de Gabriel.
El líder de la élite no dejó de andar, pero inclinó la cabeza, lo estaba escuchando. El príncipe se preguntó cómo lo hacía, como podía manejar sus emociones a ese nivel, quizá era porque el asesino ya no tenía sentimientos.
―Mis guerreros volvieron― comentó Gabriel cuando se detuvieron en un pasillo que parecía vacío―. Lord Tahuer cuenta con un ejército amplio y extraño. Deméter describió camellos y hombres del desierto.
Arles sintió presión en su pecho. Ningún Lord actuaba a espaldas de su padre o perdería la vida en el acto de traición. Coná estaba comprometida con ese Lord para hacer los lazos más fuertes, pero ¿Gente del desierto? ¿En que estaba pensando el rey? ¿Y por qué motivo no lo había consultado con él? El príncipe se jactaba de ser el hijo favorito, la mano derecha de su padre.
Lord Tahuer, aquel que poseía riquezas y tierras, esas que colindaban con la frontera de los abismos ¿Cómo había hecho para conseguir a la gente del desierto? No era cualquier cosa, eran guerreros salvajes. Y un punto más; el desierto de los nativos se encontraba más allá del reino de las montañas ¿De qué manera lograron cruzar ese lugar? Si en el momento en que murió su rey, la magia actuó para esconder el reino. Nadie sabía cómo entrar, a no ser...
Si Gabriel no hubiera estado pendiente de la reacción del príncipe, Arles se habría dejado caer contra la pared.
―Si es todo lo que necesitas― dijo Gabriel.
―No es todo― replicó Arles―. Lord Tahuer tiene una reputación, respecto a sus esposas.
El asesino le dio una mirada indescifrable.
―Muchos tienen esa reputación, son las esposas quienes llevan la carga del pecado de los esposos.
Gabriel no preguntaba, no le importaba cual era el interés de Arles sobre Lord Tahuer, y lo agradecía, pero el príncipe necesitaba saber, él debía proteger a Coná.
―Mi consejo no es solicitado― gruñó Gabriel y le dio la espalda―. Pero si la vida de mi hermana estuviera en esta situación, yo la sacaría del reino y asumiría las consecuencias después. Pero como dije, mi consejo no es importante.
El guerrero continuó caminando sin mirar atrás, como si sus palabras no tuvieran efecto.
Arles caminó hacia sus habitaciones lo más rápido que pudo, tenía que consultarlo, tenía que poner sus ideas en orden.
Lord Tahuer tenía una reputación, y la vida de Coná peligraba. El mismo Lord que había logrado traer nativos del desierto, esos salvajes que eran capaces de arrancar la piel a sus enemigos. Ese era un problema grande, porque ¿Cómo iba a enfrentar a su padre para defender la vida de Coná si un trato de tal importancia dependía de ese matrimonio?
Llegó a sus habitaciones, cerró la puerta y encendió las velas. Era igual que un espectro moviéndose en la oscuridad. Revisó los libros que estaban sobre la mesa, descartando por los escudos y páginas, no encontraba aquel que había consultado por simple entretenimiento, uno que hablaba de magia y cosas antiguas, de traiciones y Seres... Arles logró ver la parte frontal del libro, aquel que contenía el escudo de los reinos cardinales, era el único que lo tenía. El norte, el sur, el este y el oeste formaban un mismo escudo. Lo abrió en aquellas páginas más gastadas.
Ahí estaba lo que buscaba: Los reyes cardinales habían matado a su hermano mayor, regando la sangre sobre el reino, después de tal acto de herejía, ellos abandonaron aquel dominio entre las montañas, y cuando quisieron volver, les resultó imposible, pues la magia de los Seres había sellado el camino al reino, no solamente eso, si no que este había desaparecido por completo para aquellos ojos que lo buscaran por poder. Únicamente uno que poseyera la sangre del rey muerto podría abrir de nuevo ese camino.
Los reyes habían fabricado su propia destrucción. La traición de los reyes cardinales había sucedido hacía más de cien años. Y ellos, temiendo un levantamiento, eliminaron la descendencia del hermano mayor.
Si esa información era correcta, entonces ¿Cómo pudieron abrir el camino hacia las montañas y buscar a los nativos del desierto?
Arles lanzó el libro al otro lado de los aposentos. No podía ser de esa manera. Porque si sus conclusiones eran correctas ¿Lord Tahuer trabajaba para el rey? Y en todo caso ¿Para qué rey? Y el hecho de que ocurriera cuando el Oráculo había aparecido, después de cien años...
Solamente había una respuesta para ello: El heredero al reino de las montañas estaba vivo.
-------------------------------------
Amaris esperó a que nadie la siguiera. Campana se había quedado dormido en sus habitaciones, y ella las abandonó. Con todo lo sucedido, nadie tenía tiempo para montar una nueva guardia en sus aposentos. Después de todo, era Abel quien se encargaba de ello.
Y ella había sabido esperar. Esperó a que Gabriel saliera de esa reunión con el rey, a que enviaran al capitán de la guardia a declarar un estado de paz con la élite. Fue entonces cuando Amaris se atrevió a salir de su encierro. Sabía que Dwyer podía salvar la vida de Abel, y que ella no sería más que un estorbo en esa habitación, deseaba ser útil, pero no lo era. Así que esperó, y Amaris era muy buena cuando de esperar se trataba.
Colocó la capucha sobre su cabello y caminó por los pasillos vacíos a la luz de la luna. Esa noche era cálida, pero la capa la ayudaba a no ser fácilmente reconocida. Podía ver a otras figuras pequeñas moverse en la oscuridad del palacio. No los había visto antes, pero Dwyer le había advertido sobre ellos, los amorfos al servicio del rey. Llevaban una máscara de obsidiana para ocultar sus rostros de los demás.
Amaris apretó el paso cuando salió hacia los jardines, su prioridad era llegar a la torre de los asesinos, donde estaban las habitaciones de Abel. Se percató de que varios de los amorfos la miraban, pero no le importaba, podían decirle al rey que aquella joven que pensaban era el Oráculo, salió a dar paseos bajo la luz de la luna.
Era otra cosa extraña, pensó Amaris, que a pesar de los pensamientos del rey sobre ella, no había pedido su consejo, simplemente la mantenía en el castillo, como un trofeo o un juguete, tal vez la llamara cuando ella menos lo esperara y era su deber acudir a ese llamado.
Otra duda que había surgido en sus momentos de soledad era la idea de libertad, porque ella era libre ¿No era cierto? Podía abandonar el castillo si quisiera... Incluso pensarlo le pareció ridículo. Solamente en esos momentos se daba cuenta de que había cambiado una prisión por otra. Al menos ahí conocía un poco más el mundo, tenía acceso a libros, podía hablar con Dwyer, con Coná y ver entrenar a los asesinos. Podía bromear y pelear con Adam, también pasar tiempo con Abel. Jugar con Taisha, y escuchar hablar a Gabriel acerca de todas las cosas que sus guerreros hacían mal.
Una pequeña chispa de vida se instaló en su pecho, pues sintió que su existencia dejaría marca en otros. Así como ellos estaban dejando una prueba de vida en ella. Porque si Amaris moría en esa torre en el bosque, nunca nadie sabría de su existencia, nadie además del Ser. Pero en ese castillo... todo un reino sabia de ella. Y existía, y vivía. En contra de todo lo natural de ese mundo, Amaris estaba viva.
Llegó hasta la torre de los asesinos, la puerta no tenía cerrojo. Miró hacia la luna antes de entrar, aquella que había sido su única amiga y confidente. Quien conocía las profundidades de su alma y así la aceptaba.
Amaris sonrió en dirección al cielo y entró en la torre. La sala principal estaba vacía, era donde los asesinos se reunían a comer, siempre la había visto llena de personas, de la élite y sus aprendices, todos bebiendo y comiendo sin parar, para Amaris era como una fiesta que no tenía fin. Sin embargo, en ese momento se veía sola. Sin vida, tan fuera de tono como se sentía ella en ese lugar. Un simple lugar construido sobre roca.
Sacudió la cabeza, se quitó la capucha y caminó hacia las escaleras que rodeaban el salón. No tuvo que adaptarse a la oscuridad, pues las antorchas estaban encendidas. Subió las escaleras con cuidado, recargando las manos en la dura roca con la que estaba construida esa vieja torre. Tan antigua como la historia de los guerreros que la habitaban. Amaris había leído acerca de la élite. Ellos habían sido borrados de la línea de sus familias, ya no eran herederos, no pertenecían a nadie más que a sus propios compañeros, a quienes confiaban sus vidas. Esa idea le gustaba. Porque a pesar del rechazo de sus familias, ellos pertenecían.
Amaris dio la vuelta bruscamente, al sentirse observada. No había nada más que sombras. Al principio creyó que se trataba de las antorchas, pero luego se dio cuenta de que esas mismas sombras se movían, y no de una manera natural. Ella giró y trató de dar un paso, pero se tropezó con el último escalón. Estuvo a punto de golpearse, pero un par de manos enguantadas la hicieron recuperar el equilibrio.
Amaris se quedó de pie a mitad del pasillo que daba las pocas habitaciones en esa torre.
― ¿Se encuentra bien?― preguntó el guerrero Sairus. La oscuridad parecía ser su amiga, ya que se movía con ella.
―Sí, estoy bien― respondió Amaris―. Gracias por ayudarme.
Sairus asintió.
―Mis sombras jamás le harían daño― dijo y la joven pudo jurar que él se encontraba sonriendo. Era difícil saberlo, debajo de toda esa oscuridad.
―Ahora lo entiendo― comentó y sonrió para él―. Imagino que su guardia es importante esta noche.
De nuevo obtuvo un asentimiento de su parte, el guerrero la invitó a caminar a su lado, como si supiera a donde se dirigía.
―Cada guerrero de la élite tiene una importante tarea― explicó mientras caminaban―. La mía es vigilar. Mientras otros pueden revisar un solo lugar, yo puedo hacer que mis sombras exploren los alrededores y me informen sobre cualquier movimiento.
Amaris lo miró con sorpresa. Había despertado su curiosidad y tenía tantas preguntas...
―Es magnífico― dijo con una sonrisa― ¿Qué alcance tienen las sombras? ¿Pueden tocar y levantar objetos? ¿Y personas? ¿Qué pasa si encuentran algo malo y no pueden informar? ¿Ellas pueden atacar o necesitan permiso? Una vez leí una historia sobre Vigilantes. Hay dos tipos, aquellos del desierto, creo que los llaman nativos. También existieron aquellos que venían de los templos del Ser y...
Sairus levantó ambas cejas al observar a Amaris, al parecer se encontraba divertido. Y ella se sintió culpable por no haber hablado con el guerrero antes.
―Puedo responder. Pero ahora, creo que debes hablar con alguien― dijo y señaló una de las puertas―. Me quedaré a vigilar, estaré afuera. Si necesitan algo, simplemente susurren a las sombras, ellas sabrán que hacer.
―Gracias― respondió con una sonrisa y entró a las habitaciones.
Se detuvo en la puerta al darse cuenta de que era la primera vez que ella entraba en los aposentos del guerrero. Había antorchas en cada esquina, y velas sobre las mesas. Las que estaban en el candelabro se encontraban apagadas, al igual que la chimenea. Alguien había dejado la ventana abierta. Había un lugar para aseo al lado del lugar donde guardaba sus ropas. La sencillez de las habitaciones sorprendió a Amaris, pues Abel llevaba en ese castillo muchos años, y su vida se resumía a unos pocos trajes y un par de armas. No había nada más que señalara que las habitaciones le pertenecían. Él podía irse de un momento a otro, llevándose sus posesiones en un solo saco. Y nadie nunca sabría que alguien habitó ese lugar.
Amaris avanzó hacia la cama, donde Abel estaba recostado, mantenía un brazo sobre sus ojos, como si la luz de las velas los lastimara. Una de las pieles lo cubría hasta la cintura, su pecho se encontraba envuelto en vendajes limpios. Ella se detuvo y se cruzó de brazos. Esperaba solo quedarse ahí, ver que el guerrero seguía respirando y luego marcharse.
―Haces mucho ruido al respirar― reclamó Abel y descubrió sus ojos. Una pequeña sonrisa tiró de sus labios―. Ya estaba pensando en salir y buscarte.
Amaris sonrió para él.
―Pensé que Dwyer y Adam no se marcharían nunca.
Abel colocó sus manos contra la cama y se incorporó tanto como sus heridas le permitieron. Parecía cansado, pero no tenía fiebre.
―Tuve que echarlos― comentó Abel― ¡Dioses! La tensión que emanan es sofocante, los quería fuera de aquí.
Amaris hizo una anotación mental para preguntar luego sobre lo que estaba hablando. Ella se quedó de pie mirando las heridas en el cuerpo del guerrero. Taisha le había contado porque sucedió todo, y admiraba la valentía de Abel al protegerla, pero ¿Por qué siempre quería proteger a todos aun a costa de su vida?
Sintió las lágrimas llenar sus ojos, así que parpadeó fuerte. Abrió los ojos y vio el semblante preocupado del guerrero. Ella miró a su alrededor.
―Nunca me imaginé que tus habitaciones fueran de esta manera.
Abel siguió la dirección de su mirada.
―No veo algo de malo.
―Es simple. Solo eso.
―Siéntate― pidió el guerrero.
Amaris buscó una silla en la habitación que pudiera acercar a la cama. Vio una al lado de la mesa junto a la ventana. Caminó en esa dirección y la arrastró hacia la cama, para sentarse junto a Abel. Él arrugó la frente ante el sonido de las patas contra el suelo. Cuando Amaris colocó la silla donde la quería, tomó asiento y miró todo el lugar, cualquier parte excepto Abel.
Guardaron silencio por un momento, hasta que él carraspeó.
―Si quieres marcharte, quiero que sepas que no puedo seguirte. Mi pierna aún no se encuentra bien.
― ¿Por qué querría irme?― preguntó Amaris.
―Estas incomoda. No es propio de ti el guardar las palabras.
Ella miró sus manos, no había dejado de estrujarlas desde que se había sentado. Respiró profundo y clavó sus ojos en los de Abel.
― ¿Por qué te sacrificas así por los demás? ¿Acaso tu vida no vale nada?
El guerrero parpadeó sorprendido.
―Durante mucho tiempo pensé eso, que mi vida no tenía valor alguno. Que simplemente podía demostrar mi valor al ayudar a otros― respiró profundo, Amaris pudo ver su pecho subir y bajar―. Hay personas en las cuales he puesto mis esperanzas... y si algo sucede con ellas, no podría vivir conmigo mismo.
― ¿Y el sacrificio es la única forma de lealtad que conoces?
―No lo entenderías, ellos me necesitan.
― ¡Yo te necesito!― exclamó Amaris sin detenerse―. Porque si muero... serás mi marca en este mundo.
Abel apoyó sus brazos de nuevo, y giró en dirección a Amaris, parecía estar haciendo acopio de todas sus fuerzas.
―Adam, Gabriel y Taisha―murmuró―. Son los nombres que me han perseguido desde que comencé a dejar mi marca. Son las vidas por las cuales yo moriría.
Amaris bajó la mirada al suelo, ella no había querido reclamar esas cosas, la joven simplemente había querido ver con sus propios ojos que él se encontraba bien, que estaba vivo y que saldría adelante. Pero no pudo detenerse, porque de que servía estar vivo si no valorabas estarlo.
Sintió las tibias manos de Abel envolver las suyas, y se forzó a mirarlo a los ojos.
―Sin embargo, existe una sola vida por la cual yo viviría.
Ella no encontró palabras para responder, simplemente apretó las manos de Abel, sin dejar de mirarlo Amaris se inclinó y besó las cicatrizadas palmas del guerrero. Se incorporó y él tomó su rostro con ambas manos, ella no se dio cuenta de en qué momento cambió de lugar, en un instante estaba en la silla y al siguiente sentada en la orilla de la cama, con el cuerpo del guerrero tan cerca del suyo que podía sentir el calor emanar de su pecho.
Amaris se inclinó sobre él, pero fue Abel quien pareció cortar el espacio entre ellos y la besó.
Había leído cientos de libros donde los héroes rescataban a las princesas, donde cerraban finales con besos. Sabía cómo era, ella conocía esas historias. Pero ninguna descripción podía encajar con sus emociones. Su cabeza estaba llena de pensamientos, su corazón palpitaba tan fuerte que juró saldría de su pecho. Y todo se evaporó cuando sintió el sabor de los labios de Abel, eran dulces y tiernos... eran todo lo que ella había esperado.
Y cuando él se alejó un poco, Amaris abrió los ojos y soltó la respiración que no sabía estaba conteniendo, podría contenerla por siempre, si a cambio recibiría ese contacto.
Unieron sus frentes, sin dejar de mirarse a los ojos, Abel no había soltado su rostro. ¿Él se arrepentiría? ¿Al igual que lo hizo aquella noche de luna llena? No podía hacer eso, porque si él decidía actuar como si ese beso nunca hubiera ocurrido, ella no sabría que hacer...
―No te vayas― murmuró Abel, hablando tan bajo que aunque la habitación estuviera llena de personas, solo ella podría escucharlo―. Porque...
Amaris estaba a punto de decir que no se marcharía, cuando Abel se acercó de nuevo y rozó sus labios, como si de igual forma se preguntara si lo que acababa de pasar era real.
―Porque también te necesito.
Ella sonrió para él, sentía alegría y calma. Si alguien tratara de llevársela de su lado, Amaris pelearía con todas sus fuerzas para quedarse. Después de todo el tiempo que pasó, por primera vez en su vida, experimentó la sensación de estar en casa.