El timbre grita que ya soy libre. Voy corriendo a casa, más deprisa que Forrest Gump. Paso por callejones y calles secundarias, evito el río de gente que sale del mercado. Luego, de repente, algo se me enreda en los pies y levanto el vuelo.
– ¡Me cago en la puta!
Se me han roto las gafas. Mi madre dirá: “Tenían que romperse; es el destino.” Para ella siempre es el destino, no se puede hacer nada para evitarlo, sólo seguir por un camino ya trazado. Y eso me cabrea un montón.
Me toco la rodilla y compruebo que tengo todos los huesos en su sitio. El fémur sí, el cúbito también, el metacarpo sí… Sí, no falta nada. Me levanto. Entre los pies veo el objeto que me ha puesto la zancadilla. Debe de tener unos veinte centímetros de longitud, quizás más; el lado derecho está abollado. ¿Lo han tirado? ¿Así? ¿En mitad de la calle? Bueno, no sé si es que tengo algo de pordiosera o que respeto todo lo que los demás desprecian, pero me meto esa porquería de hojalata en la mochila.
Subo las escaleras corriendo. “hola, mamá”, y cierro con llave la puerta de mi habitación. Me siento sobre el parquet, con las piernas cruzadas y la espalda apoyada en la cama, y le doy vueltas y más vueltas a esa ridícula cosa abollada. Pero ¿qué será? ¿Una flauta? Sólo tiene dos agujeros, uno en cada extremo. Y además es demasiado curvado para ser una flauta. ¿Qué es? Algo mágico, algo destinado a mí. Si no, ¿por qué iba a tropezarme con él precisamente yo? Estoy hablando como mi madre… Es absurdo, el destino no existe y tengo que tirar este objeto. No lo puedo tirar así, no puedo hacerlo. Para tirar algo tienes que poder llamarlo de alguna manera, tienes que saber que no lo vas a necesitar. Quién sabe, quizás este artilugio de hojalata tenía que ser mi descubrimiento, mi secreto, mi varita mágica, mi lámpara de Aladino. Quizás, si pienso un deseo… ¡Ojalá! Porque un deseo sí que lo tengo. Siempre es el mismo, desde hace unos años: me gustaría ser como mis compañeros de colegio, guay. Me gustaría ser más como los demás, porque así me siento fuera de lugar. Como esas respuestas estúpidas que no tienen nada que ver con la pregunta.
Miro este trozo de hojalata y no sé si creerlo. Hasta ahora he confiado mis deseos a estrellas demasiado distantes para que pudieran oírme, a un Dios demasiado ocupado. Y los resultados han sido bastante decepcionantes. Me he puesto en manos de otros; las mías no, son pequeñas y escurridizas. Mejor en manos de otros, pero ¿de qué otros? Las manos de los hombres son inestables, cogen algo y lo tiran. Ahora puedo probar con esta lámpara de Aladino, frotarle la barriga y decirle: “Quiero ser como ellos.” “Por intentarlo que no quede”, decía mi abuela. Sí, pero cuando lo intentas y la cosa no te sale bien, te reconcomes.
Muy bien, no pasa nada. Limpio con la manga el borde de esta chatarra y apoyo los labios encima. Soplo fuerte, con los dos pulmones. Un extraño olor empieza a esparcirse por la habitación. Olor a hojas secas y a niebla. Me lo saco de la boca y capturo otra vez el olor con la nariz. Me mece durante toda la noche y me vuelvo de algodón. Ligera.
¿Cuánto debo de haber dormido? Horas y horas, días, meses… Me he despertado con un extraño sabor en la boca, sin ganas de hacer nada y la impresión de saberlo todo de este mundo. Cojo un jersey limpio del armario, me pongo las lentillas, me meto dos tostadas en la boca, la mochila en el hombro y… ¡a la calle! Empieza el juego de equipo. En el terreno de juego: brazos, piernas, pulmones. Mientras, el tiempo se abre paso a codazos; él también quiere llegar el primero. Pero yo soy de goma; si el adversario se estira con prepotencia, yo me escabullo, me adapto a su presencia. Ocho y treinta y dos…, treinta y tres…, seis… Ya se ve la puerta: me está esperando. Un último tirón…
– ¿Carla Rossi?
– Preeeeeeeeeeeente –los pulmones chupan aire y gramática–. Presente.
¡Qué grande! Ha funcionado. Me sitúo cerca de Paolo, el Hormiga.
– Buenas, Hormiga.
No contesta, para él las mañanas son parcas en palabras. Pero para sacar algo de pasta, el Hormiga hasta le haría hacer piruetas a la gordinflona de su madre.
– Carla, ¿no tendrás por casualidad veinticinco céntimos para tomarme un café? Estoy hecho polvo.
– No hace falta que uses ese tono de pedir limosna. Sólo hay que verte para darte el dinero.
Él se traga el insulto y alarga el brazo para coger las monedas.
– Guay.
Se va, se da la vuelta.
– Eh, después te los devuelvo.
Lo sigo con la voz:
– Tranquilo.
Total, más tranquilo de lo que está… Si contara todas las monedas que, día tras día, año tras año, le he prestado, a estas horas podría ir en un Mercedes.
Paolo se va a tomar un capuchino tóxico a la máquina, con la excusa de que va a mear. Entra Ludovica y se coloca delante de mí. ¿Sabes cuando dicen que “siempre hay alguien que llega más tarde que tú”? Bien, pues Ludovica es ese alguien.
– Disculpe, profesor, había un accidente y luego el autobús no acababa de llegar.
Dos excusas…, demasiadas. Cuando alguien suelta dos excusas es que tiene algún defecto. Y, además, ¿dónde va con todo ese “disculpe…, disculpe…”? Hay que equivocarse sin pedir nada a nadie.
Ludovica se va a su sitio y me pone mala cara, pero bueno, aunque se haga la ofendida no voy a dejar de llamarla Espagueti. Hemos tenido que sudar para tener un país democrático, y ella, mi Espagueti, se tiene que aguantar.
– Hola, Ludo.
Paolo se despierta de golpe, se tira la felpa hacia delante, así la espalda se ve más ancha. Se coge el pelo con los dedos y lo estira hacia arriba. Se tapa la boca con la mano y se sopla en la nariz. El aliento a café lo hace mayor y más interesante. Yo intento salvarlo:
– Eh, Hormiga, ¿qué haces? Es Espagueti. La que en primaria se pintaba los labios y parecía que se había manchado de salsa.
Él me lanza una mirada de tipo duro. Y luego dice en voz alta.
– Ya vale, Carla, siempre con lo mismo, la gente cambia, el mundo evoluciona, pero tú sigues siendo la misma gilipollas…
Ella está sentada, tiesa como un palo y henchida de satisfacción. Paolo me guiña un ojo y finge que se ríe.
– Después…, en voz baja, la ponemos a parir.
Hoy me faltaba la perla de sabiduría del Hormiga. De vez en cuando le sale, así por las buenas, y te explica la vida. Él está muy a gusto en este mundo; es de su talla exacta. Si él te dice que algo es así, tú te lo crees y punto, porque te lo dice convencido. Yo, mientras hablo, me digo, antes que los demás: “¿Qué estás diciendo, Carla?” Por eso no soy como el Hormiga. ¿Cómo vas a comparar a Carla Rossi, nombre de anuncio de la compañía del gas y un clásico del listín telefónico, con el Hormiga? No tienen nada que ver. Pero precisamente los ídolos están para inspirar a los demás. Y yo quiero seguir todos los pasos de Paolo, quiero robar algo de su vida. No es que la mía me vaya pequeña. Pero la suya queda mejor. Al Hormiga la gente se lo queda mirando embobada cuando cuenta que se pasó el sábado por la noche cocinando una sopa de maría, haciendo carreras con la motocicleta trucada en el Obelisco o dándose el lote con una tía en los lavabos de un pub, una tía a la que dos minutos antes ni siquiera conocía.
– ¿Y tú adónde fuiste? –me preguntan para sentirse, no digo unos ídolos, pero sí al menos un poco superiores a mí.
Intento defraudarlos y me hago la interesante.
– A la manifestación.
– Mmm… ¿Y qué tal?
– Pues resulta que esta guerra de mierda hay que hacerla, aunque haya tres millones de personas que no la quieran. –Por un momento creo que puedo domar las miradas de los que me escuchan. ¡Puedo hacerlo!– Pero valía la pena ir, a pesar de la paz o la guerra. Os habéis perdido una Roma carnavalesca, con la cabeza agitada por mil arcoíris y los pies alfombrados de gente…
Me paro, compruebo si todavía hay alguien mirándome. Se miran entre ellos como diciendo: “¿Quién le dice que se calle?” Lo hace Andrea:
– Pero mira esta gilipollas que va y quiere hacernos creer que es una poeta. –Y se marchan en tropel.
Ya sabía yo que no iba a conseguirlo, no me he acordado de decir “¡cojones!”. Es fundamental cuando hablas con los demás; es uno de esos teoremas que ni siquiera sabes que existe, pero lo respetas. Sólo hay que pensar en las asambleas: gritas el nombre de algún político, le añades una palabrota y te premian con un aplauso. Y si alguien de la derecha se atreve a contradecirte te sacas la historia de los judíos; para los de izquierdas está la de Stalin, siempre funciona. Si eres hábil usando los insultos y los nombres de los políticos puedes hacerlo todo, incluso convencer a la manada de que ocupe el colegio. En una ocasión llegamos a ocuparlo para protestar contra una ley, una cualquiera, que no se sabe qué decía, pero parecía injusta, y luego nos reunimos para entender por qué lo habíamos ocupado. Total, el motín del siglo… Nuestro braveheart era un chico de tercero A con pantalones de colores y camisetas con agujeros, “tomas de aire”, los llamaba él, pero no dejaban de ser agujeros. Cuando acababa de hablar por el micrófono tiraba la colilla al suelo, la aplastaba con el pie y decía: “¡Cójones!” Él sí que era un líder. No como yo, que fuera del colegio salgo con “Roma…, la cabeza…, los pies….” Pero Ludovica se ha quedado. Me mira mientras inspira, aguanta la respiración para mantener a raya algún gramo de carne de más. Es una de esas personas embarazosas, que no sabes si están ahí o sólo lo parece.
– Está bien, he dicho la gilipollez de turno. –Me rasco la cabeza y sonrío.
– No, me gusta, sigue.
¡Y también habla! Por sus ojos pasan todos sus deseos, menos el de escucharme. Yo también intento hacerme la mayor.
– ¿Qué más te da? ¿Has ido alguna vez a una manifestación?
– No, pero he visto un montón de películas… Y tú, ¿las has visto?
– Lo he vivido en directo, no sólo con las imágenes grabadas sino también con las que no se ven en antena.
– ¡Venga! –Y lanza un relincho–: ¿Nunca has visto… Yo qué sé…?
Los ojos le dan un giro en redondo, intentan agarrar una idea escondida no se sabe dónde.
– ¿…Ahora o nunca?
– No, no la he visto. ¿Por qué?
– ¡Anda ya! ¡No me lo creo –chirría–, la película de Muccino!
Ella sigue por donde quiere.
– Te juro que no la he visto. ¿Por qué?
– Tienes que verla, sin falta.
Ahora es ella quien dicta las reglas del juego.
– El sábado. A las ocho y media. En mi casa. Mis padres no están. Sé puntual.
– Vale.
Me digo en seguida: “Carla, pero ¿qué estás haciendo? Es Espagueti…”
– Ah, ponte algo mono.
– Vale.
Carla, pero ¿qué estás diciendo? ¡Me ha salido así! ¿Qué iba a hacer?
Se va, con todos sus movimientos. Deja un rastro de perfume. Perfume de sexo. Ludovica tampoco está tan mal. Andrea y los otros se acercan gritando.
– Eh, Carla, ¿qué te ha dicho Espagueti?
Ella los oye y se vuelve hacia el otro lado de la calle.
– Ya vale, tíos –respondo en voz alta.
Ella me mira y sonríe.
– Vamos a ver una película. Sólo como amigas –dice.
Todos saben que Ludovica no queda con nadie “sólo como amigas”. Sea quien sea.
– Chsss… Después, en voz baja, la ponemos a parir –digo entonces yo.
Me visto con sus miradas durante unos minutos. Unos minutos infinitos de gloria.