El Señor J estaba acostado a tu lado, con una mano bajo su rostro, observándote. No tenía sueño. Tú tampoco. Y ya había pasado la medianoche.
Llevabas siete días durmiendo con él. Sólo eso. Durmiendo. Y sintiendo que estabas cayendo cada vez más bajo su encanto.
Su almohada estaba manchada en tres colores, y su maquillaje estaba corrido, dejando a la vista su verdadero rostro humano bajo ese payaso.
Y vaya que se veía guapo.
— No es lo mismo dormir en ese sótano que aquí, Señor J. Te lo he dicho más de una semana.
Se rió por el comentario. Y se acercó un poco más a tí, tocando tu mejilla, en donde semanas antes te había golpeado.
Cuando sus ásperas yemas tocaron tu suave piel, tu corazón se aceleró.
Él, por su parte, sintió que ese mismo órgano iba a estallar en su pecho al ver que ya no le tenías miedo.
— ¿Cómo es que sabes mi nombre?
No te había contestado eso cuando apenas te secuestró. Ahora, tal vez lo haría.
— Vivía en el edificio de enfrente. Te he visto durante más de un año. Pero nunca me animé a hablarte, por la diferencia de edades. Además, tú nunca me hubieras visto. No tenía sentido intentar nada. De seguro tenías novio---
— No he tenido novio. Pero siempre quise uno.
Se quedó en silencio. Pensaste en cuántas veces debió quedarse viéndote tras la ventana, admirándote.
— Tal vez si me hubieras hablado, no hubieras llegado a éste punto, Señor J.
— ¿Qué punto?
— El de secuestrarme.
Se rieron juntos. En esos momentos, tal y como tuviste el impulso de abrazarlo la noche anterior, ahora querías besarlo.
Te contuviste.
— Siempre he tenido miedo de encontrarte. — dijo de repente.
— ¿Porqué?
— Porque nunca supe si en realidad eras real o no. Y cuando pude huir de... De ese maldito hospital... Sólo pude pensar en tí. Pero ahora era peor. Tantos tratamientos... Y pensé que si te buscaba, tal vez era cierto todo lo que decían.
— ¿Qué decían?
— Que estoy loco. Y que imagino todo. Que tú... No existes.
Se quedo viéndote, algo apesadumbrado, y cerró los ojos. Tocaste su rostro por primera vez en esas tres semanas. Él se sintió seguro bajo tu toque.
— ¿Cómo puedo hacer para que veas que soy real? — preguntaste en un susurro.
Él te miró de nuevo. Y esbozó una sonrisa.
— Ponte de pie, gatita. Vamos a jugar a las escondidas.
Cuando lo hiciste, puso ambas manos en su rostro, cubriendo sus ojos.
— Si tú ganas, te dejaré ir. Si yo gano... Bueno. Tendré mi premio.
A pesar de que eso debió asustarte, no reaccionaste de otra forma más que reírte. Sabías a qué se refería al decir "premio". Y no te importaba.
— Contaré hasta 60. ¡Corre!
Se rió mientras comenzó a contar. Tu saliste corriendo de la pequeña habitación, dispuesta a hallar un escondite.
La recóndita posibilidad de volver a tu hogar afloró en tú mente. Pero al mismo tiempo, rogaste que te hallara.
Bajaste las escaleras hacia el sótano. Recordabas que en un largo pasillo habían tres casilleros. Sería difícil que te encontrara allí, puesto que él sabía que odiabas el sótano.
Pasaron tres minutos en el que te quedaste prácticamente sin respirar en ese estrecho casillero de la izquierda, hasta que oíste sus pasos bajando las escaleras.
Un minuto después, se quedó de pie frente al casillero, y dando una pitada al cigarrillo, lanzó el humo por la rejilla, haciéndote toser.
— Te encontré, gatita. Gané. Sal de ahí.
Saliste del casillero, entre risas y tos, y te quedaste viéndolo.
— ¿Cuál es tu premio, Señor J?
— Ven conmigo.
Subiste las escaleras detrás suyo. Apenas entraron a las penumbras de la pequeña habitación, volteó y sorpresivamente te besó.
Habías besado a un par de tus compañeros del colegio. Pero era sólo para ver qué se sentía.
Ahora aceptaste su beso porque lo deseabas. Fue un beso suave que fue tornándose cada vez más feroz por parte de ambos.
Te aferraste cada vez más a él, y él a tí. Sus manos bajaron por tu espalda hasta apretar tus nalgas, cosa que te hizo dar un respingo.
— Te mereces un regalo por haberme ayudado con mis ataques de risa, gatita.
Sus besos bajaron hacia tu cuello. Y te dieron cosquillas y escalofríos al punto de hacerte escapar un jadeo.
Entre sus besos, te fue llevando hacia la cama. Cuando te sentaste en el borde, se quitó el saco, el chaleco y la camisa.
Su torso, delgado pero musculoso, se develó ante tí. Con algo de rudeza te recostó en la cama mientras seguía besándote, ésta vez en la clavícula.
Se fueron ubicando cada vez más en la cama, hasta que tu cabeza acabó en la almohada y él encima tuyo.
— Señor J... Yo nunca...
— Shhh... Shhh... — dijo, haciendo una seña con su dedo índice en sus labios. — Tranquila, gatita. Seré bueno.
Desprendió su pantalón carmesí, para luego quitárselo. Ya estaba muy duro, y una gota de pre-semen cayó en las sábanas.
Por un segundo, dudaste. ¿De veras querías hacer ésto con él? Era tu primera vez, y te había secuestrado en plena calle.
Y no debías olvidar que durante un año te había observado. Te había deseado. Y ahora te tenía a su merced.
Tú... Sólo asentiste, con una sonrisa, esperando a ver qué se sentía.