ASIGNATURA PENDIENTE

By ut0pica

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El pasado y el presente se cruzan enlazando una misma historia de amor atravesada por la búsqueda personal de... More

Prólogo
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Epílogo.

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By ut0pica

Todavía falta ponerme los zapatos cuando me siento a desayunar. Un té de hierbas con galletas dulces mientras leo el diario matutino que todas las mañanas cae en la puerta de casa. Juez vuelve a aparecer después de dos días sin vernos y se sienta sobre la isla de la cocina. Lo saludo con un mimo en el hocico y mueve la cola lentamente sin dejar de observar mi taza de té en la que giro la cuchara. Se inclina a oler las galletas y lo corro porque nunca me gustó que deambule por entre la comida o los utensilios de cocina. Busco una golosina apta para animales y se la ofrezco en su plato plástico. También enciendo la luz del bajo mesada porque la iluminación externa todavía es nula. Los días empezaron a cortarse a causa del otoño y la cercanía del invierno, por eso es que cuando me levanto todavía es de noche. Teniendo en cuenta que al regresar a casa después de un día laboral también lo es, parece que vivo en la oscuridad. Bueno, tal vez sí. Separo los segmentos de espectáculos y deportivo dejándolas a un costado y me concentro en la información política y social que siempre fue la que más me interesó. El asesinato de Ledesma sigue siendo tapa de noticia, igual que la muerte de Marcela, la mujer que violó Sandoval, que ahora pude ponerle rostro y nombre, y que hasta hace un par de días su familia siguió movilizándose. A mí me llegaron mensajes de los parientes de ella en donde recriminaban mi trabajo por haberlo defendido en otra oportunidad. Me limité a ser lo más cordial posible al responderles, pero ¿cuánto más iba a poder excusarme? Tenían un porcentaje alto de razón. Mi celular vuelve a sonar cuando estoy en el último sorbo de té y cuando Juez ya terminó su golosina para saltar hacia arriba de la heladera porque ahí realiza sus mejores siestas. El número es uno desconocido y bufo porque sé lo que significa. Atiendo porque debo, pero corto después de escuchar una respiración agitada que me habla solo con sonidos. Como quien me está diciendo: "de ésta no vas a salir viva, así vas a respirar cuando estés pidiendo auxilio". A ésta altura no tendría que estar preocupándome por amenazas porque no es la primera ni la última que voy a recibir, pero teniendo en cuenta en el ámbito en el que estuve atrapada sin saberlo, un poco me hace erizar la piel y temblar las piernas.

–¿Quién habla? –escucho la voz del otro lado del celular. Estoy sentada en el lateral de la cama calzándome los tacos colorados.

–Bernard, soy Mariana.

–¿Qué Mariana? –y revoleo los ojos. Una parte de mí sé que lo hace a propósito.

–Espósito.

–¡Espósito! –seguro que también sonríe con ese sarcasmo que siempre odié– ¿Cómo andás? Pensé que solo me habías tirado el fardo y nunca más me ibas a llamar.

–Tampoco tenía por qué hacerlo, siempre dijiste que sabías solucionar todo –sostuve el celular con el hombro y ajusté las hebillas de los zapatos alrededor de los tobillos.

–Ya lo sé, pero quizás querías pedirme ayuda.

–No, precisamente. ¿Estás muy ocupado?

–Siempre, corazón –dijo y se me escapó una sonrisa; qué tipo imposible de asimilar– ¿Qué necesitabas?

–Que tu cliente deje de llamarme para amenazarme. Ya dejó de ser gracioso.

–¿Qué cliente?

–El único que nos relaciona.

–¿Sandoval? –y asentí solo con ruido porque abrí el placard para buscar ese bolso que me combina con los zapatos y descolgué una chaqueta– ¿Te está llamando?

–Hace rato. Su última llamada fue hace quince minutos.

–Imposible, no tiene manera de comunicarse con el exterior.

–Le habrá pedido el teléfono a alguien porque siempre figura como privado.

–¿Estás segura que es él? –cuestiona desde la duda, y puedo deducir que ya no lo está haciendo con ninguna doble intención.

–La última vez que hablé con él me amenazó y al poco tiempo empezaron a llamarme –explico mientras me acomodo el cuello de la camisa mirándome al espejo.

–¿Pero le escuchaste la voz? –pregunta, y qué gran manera de abolir todas mis teorías.

–Solo respiraciones fuertes, a veces voces y las amenazas fueron por mensaje –enumero tratando de recordar cada una.

–¿Entonces cómo estás tan segura que es él? –no me gusta darle la razón a Bernardo– no te estoy discutiendo como abogado, y ambos sabemos que nunca tuvimos la mejor relación del mundo, pero te puedo asegurar que Sandoval continúa detenido y aislado de cualquier tipo de comunicación porque lo exigí yo. No quiero que hable y embarre más la situación –y esa pequeña información me descoloca porque si no es él, ¿quién?– ¿Estás segura que no hay nadie más que pueda estar molestándote?

–No –susurro, y voy calzándome la chaqueta de a movimientos lentos– ¿Estás seguro que no es él?

–Es imposible, Marian –repite con una seguridad que más que tranquilizarme, me asusta– ni siquiera le permití que se comunique con la familia... o con lo que le quedó de familia, qué se yo. Fijate si podés rastrear el número y cualquier cosa avisame.

–Okey. Gracias.

–Cuidate –y corta rápido porque, evidentemente, está ocupado. Bernardo tendrá un montón de adjetivos que califiquen su carácter, pero siempre se manejó con integridad y verdad en el trabajo. Por eso le derivé a Sandoval, porque sabía que lo único que haría sería restarle uno o dos años de prisión de los treinta a los que estaba condenado sin dejar su condición de psicópata y violador; y por eso también le creo.

A medida que voy sacando el auto del garaje, chequeo que Richi esté en su lugar. Me saluda con una mano y me desea buena suerte mientras se ceba un mate en el interior de su garita. Le respondo inaudible y con una sonrisa para luego arrancar. Creo que una de las peores cosas que pueden pasarme es estar segura de algo, lo que sea, y que alguien venga a confirmarme que mi razón no es la acertada. No solo estaba segura que las llamadas pertenecían a Sandoval, sino que también no existían otros motivos por los que sentirme insegura. En cada semáforo en rojo intento pensar en las posibilidades de aquellas personas que pueden estar hostigándome, hasta creer también que puede tratarse de una equivocación. ¿Pero quién se equivoca llamando tantas veces al mismo número para amenazar? En cada cruce me detuve a observar a los conductores que esperaban mi señal para pasar porque, a ésta altura, ya todos podían ser sospechosos, hasta los que no conozco; y en cada bocinazo de un vehículo que esperaba atrás de mí a que tomara una decisión, volví a la realidad.

Estacioné el auto a dos cuadras del estudio jurídico porque la manzana siempre es un caos de vehículos que no respetan señales de tránsito en mitad de una avenida muy transitada. Antes de bajar chequeo que no me falte nada, ajusto la correa de la cartera para que no se me deslice por el hombro, saco las pastillas mentoladas que tengo en la guantera y cuando vuelvo la vista al frente me sobresalto por culpa de una paloma que choca contra el vidrio. Después se queda sentada en el capó sacudiendo la cabeza y también agarro el blíster de alplax porque presiento que será un día bastante arduo. Camino tranquila por las calles internas que son arboleadas y que tienen casas lindas. Me gusta mirar las fachadas y hay una que es mi preferida porque tiene un jardín delantero con el pasto bien cortado, muchas flores y una hamaca de madera colgada con dos sogas gruesas que se sostienen de la rama de un árbol que reconozco es un limonero. Ésta vez hay dos nenas jugando; una está sentada y la otra se encarga de empujarla desde la espalda para que tome envión. La que está en la hamaca tiene el pelo castaño, dos trenzas, flequillo recto y luce un gorro de lana que combina con los guantes; la que está detrás de ella, lleva el pelo oscuro, los ojos muy claros y cubierta con campera de jean y bufanda de lana. Una de ellas me saluda con la mano, no deben superar los seis años, y le respondo del mismo modo con una sonrisa chiquita mientras continúo mi recorrido. Alicia me obliga a atenderla cuando me llama por teléfono y la escucho parada en la esquina de la avenida esperando a que cambie el color del semáforo. Cruzo por la senda peatonal acompañada del malón y sin perder de eje la conversación. Ya me había quejado en la sede comunal de la zona respecto a ese semáforo que no duraba el tiempo necesario para llegar al otro lado sin escuchar que empiezan a arrancar los motores de las motos, pero no alcanzo a llegar a la vereda que un auto arranca y me roza las piernas. No me choca porque, por reflejo, me corrí a un costado.

–¿Qué hacés, pelotudo? ¿No ves que todavía está rojo? –le grito y golpeo el capó. Puedo escuchar la voz de Alicia del otro lado de la línea preguntando qué está pasando. No puedo descubrir quién está adentro, pero se trata de un hombro porque lleva el pelo corto y los pómulos marcados. Vuelve a hacer ruido con el motor– ¡Bajate del auto, si sos tan vivo! ¡Dale, vení! –lo invito a una pelea grito a grito, pero él solo baja muy poco la ventanilla, solo para que pueda cruzarle la mirada; una muy fría, por cierto. Y solo hace eso: me mira. Me fija la mirada incluso hasta cuando el semáforo regresa a verde porque él no arranca y continúa mirándome con tanta fuerza que siento algo quebrarse adentro de mí.

–Marian, ¿qué hacés? –Agustín me tironea de un brazo y me obliga a subir a la vereda. Es tal mi trance que no le bajo la vista a ese desconocido que está en el auto y que arranca inmediatamente. Como si al haber llegado otra persona, se haya tenido que esconder– ¿Estás bien? ¿Qué pasó?

–Nada, no... –y tardo un poco en volver en sí– me llevó puesta, nada más.

–¿Pero estás bien? ¿Te lastimó?

–No, estoy bien –pero chequea algunas partes de mi cuerpo– ya estoy bien, Agustín.

–¿Lo conocías?

–No, no sé quién era. Entremos, por favor –exijo, pero antes de empezar a subir las escaleras de la entrada del estudio jurídico, me volteo para corroborar que el auto no esté.

En nuestro estudio ya está Candela terminando de espolvorear desodorante de limón porque le gusta entrar a lugares y que tengan rico olor. Otras veces nos ha bañado a naranja, lavanda, chocolate y flores varias. Avisa que pudo arreglar la cafetera y Agustín ni siquiera se acerca a saludarla que va directo a la cocina. Después lo vemos cruzar a su oficina con tazón de café y paquete de galletitas de chocolate que siempre reponemos en la alacena. Cuando trabajé como secretaria en aquel estudio jurídico liderado por los tres hermanos, tenían una cocina amplia que era la de una casa y siempre había comida, tanto dulce como salada, para abastecernos en cualquier horario del día porque las jornadas a veces eran extensas y era imposible sobrellevarlas con el estómago vacío. Busqué adaptar todo aquello experimentado en mi propio estudio, porque sabría que un día lo tendría y quería que los demás lo disfruten de la misma manera que yo lo disfruté en aquella época. Me encierro en mi oficina durante toda la mañana, hasta pasado el mediodía. Agustín toca a mi puerta preguntándome si quiere que lo acompañe a almorzar y, aunque primero digo que sí, después me niego. Prefiero quedarme ahí adentro porque, bueno... ya saben.

–Cande, puede que en un rato te llame Alicia... –aviso cuando salgo de la oficina. Ella asiente con la mirada fija en su celular– es una colega, te va a pedir que le mandes un e-mail que ya te mandé.

–Okey –pero no me mira al hablar. Continúo hasta la cocina, me sirvo un vaso de agua y al regresar ella se mantiene en la misma posición. Quiero regresar a la oficina, pero me llama más la atención su concentración en la pantalla que lo que yo puedo hacer allá adentro.

–¿Te fijaste si te llegó el e-mail? –no responde– chequea que puede estar en la casilla de spam –asiente– parecés esos muñecos que usan los tacheros y mueven la cabeza todo el tiempo –comento y recién ahí me mira– odio esos muñecos.

–¿Qué muñecos? ¿Encargaste muñecos? –está desorbitada y un poco me hace reír.

–¿Escuchaste algo de todo lo que dije hasta recién? –abre la boca para responder, pero no expulsa ninguna palabra y entrecierra los ojos como haciendo fuerza para recordar– que quede en claro que no te echo porque estás hace mucho tiempo y me caes bien.

–Ay, perdón, Marian. Es que estaba... –deja el celular a un costado del escritorio– no importa. ¿Qué me habías dicho?

–Que Alicia va a llamarte para avisarte que ya podés enviarle un e-mail que te mandé.

–Ah, okey –y busca rápido en la computadora– ¿Es éste último que me mandaste? –gira la pantalla.

–Sí. Va a llamarte en un rato, quizás yo no esté porque tengo una reunión –explico. Ella a todo asiente y noto que de reojo espía el celular que se encendió su pantalla– ¿Puedo preguntar con quién estás hablando tanto?

–¿Por qué? No voy a hablar más, me voy a portar bien, ahora lo apago, no me despidas –habla acelerada, casi sin respirar.

–Solo quiero saber, Cande.

–Ah, eh... nada, una pavada –y se le escapa una risa tímida, casi infantil– estoy hablando con... un chico –baja la voz.

–¿Y por qué hablás así? ¿Te hackeó el celular y te está escuchando? –pero se ríe.

–No sé, porque no hablo de éstas cosas.

–¿Están saliendo? –pregunto y cruzo los brazos al apoyar el cuerpo en el escritorio.

–No, pero hablamos un montón. Es muy lindo y compañero... me hace reír mucho –cuenta, y en sus ojos claros descubro la sinceridad. Y tal vez, quizás, el amor.

–¿Dónde se conocieron?

–En la facultad –dice– en la clase de Teoría General del Derecho cuando recién arrancamos a estudiar –esa materia debe tener un máster en unir parejas– pero solo éramos compañeros y después amigos. Él estaba de novio y no lo registré mucho. Pero el año pasado se separó y empezamos a hablar más.

–¿Y siguen compartiendo materias?

–Sí, a veces nos juntamos a estudiar. Y me di cuenta que me gusta un poquito.

–¿Un poquito? –enarco una ceja.

–Bueno, un montón –corrige– ay, es que es muy lindo –y se tapa la cara con ambas manos. Tal vez la primera etapa de enamoramiento sea la mejor– ahora estábamos hablando. Me mandó una foto de un apunte para preguntarme si estaba bien lo que estaba haciendo, porque yo siempre le presto mis apuntes, y después empezamos a hablar de cualquier cosa. Mira, tiene un perro –me muestra la foto que le envió al whatsapp. Desde ahí puedo ver que su nombre figura como Bautista– lo rescató de la calle y lo llamó Vikingo. Ya que rescate animales es suficiente para pedirle matrimonio.

–Eso y que no tenga un muerto guardado debajo de la cama –acoto– bueno, ojalá que todo salga como querés mientras no te olvides de acatar mis órdenes.

–Nunca, capitana –y hace una seña como si fuese soldada– hay tanta gente en la facultad y es tan poca la atención que le doy a los demás que nunca pensé que alguien iba a fijarse en mí. ¿Vos saliste con algún compañero de la facultad? –pregunta.

–¿Y yo qué tengo que ver?

–No sé, pregunto... –sube un hombro y deja caer la cara entre sus puños cerrados como si fuese una niña que está esperando a que le cuenten una fábula– ¿Solo ibas a estudiar o te diste el tiempo de salir con algún compañero?

–Creo que no se trata de tiempo, sino de ganas. Y... –exhalo– sí, tuve una... historia.

–¿En serio? –Candela sonríe mostrando todos los dientes– qué divertido. ¿Estuvieron mucho tiempo juntos? ¿Es abogado también o abandonó? ¿Lo seguís viendo?

–Ni mi madre me hizo tantas preguntas, Candela. Y sí, es abogado, pero... nada, tengo que volver a la oficina –corto– acordate de hacer lo que te pedí y no te desconcentres mucho –niega con movimientos rápidos de cabeza y vuelve a esconderme en mi guarida.

Me entretengo tanto narrando una demanda que cuando vuelvo a mirar por la ventana, el cielo está anaranjado y el sol a poco tiempo de despedirse hasta el otro día. Chequeo la hora en el reloj y me quedan varios minutos libres antes de tener que presenciar la reunión pautada entre demás colegas y algunos jueces. Ya estaba sintiendo los dedos fríos y Candela me alcanza un mate cocido antes de irse. Avisa que realizó todas las tareas que le indiqué y que está apurada porque no quiere llegar tarde a la clase de esa jornada. Aprovecho el silencio sepulcral del estudio para ambientarlo con música bajita, que no me haga doler los oídos, mientras me masajeo la cara por la cantidad de horas que llevo sentada frente a la computadora. El celular vuelve a sonar y otra vez descubro el número privado en la pantalla, pero ésta vez elijo no atender. Al salir del edificio, me cruzo con algunos colegas que siempre deambulan por el hall y me saludan con un simpático "doctora" en vez de hacer como los demás mundanos en decir un simple y más corto "hola". Pero no tengo tiempo para correcciones y me voy. Encamino hacia el lado contrario porque dejé el auto dos cuadras más adentro, pero de la mano contraria a la entrada principal del edificio. Vuelvo a corroborar la hora para verificar que no tengo la necesidad de apurarme y después me volteo a mirar a mi espalda porque la sensación de inseguridad que carga mi cuerpo desde que Bernardo me dijo que las llamadas no provienen de Sandoval, es mucho mayor de la que creí. Contrario a otras veces, a pesar de mi seguridad, ésta vez me siento incómoda y molesta. Estoy buscando mi celular en el interior de mi bolso cuando Peter emerge por un costado, sin previo aviso, y asustándome más de lo que pudo asustarme Bernardo.

–¿Qué hacés? ¿Estás loco?

–Mirá para adelante y no dejes de caminar –dice con la mirada fija en el frente y pegando mi brazo al suyo.

–¿Qué te pasa?

–Te están siguiendo –y lo primero que hago es intentar darme la vuelta– te dije que no mires para atrás –me reta con rudeza y cruza un brazo por encima de mis hombros para inmovilizarme.

–Me estás apretando fuerte.

–Entonces haceme caso –y afloja la fuerza del brazo inmediatamente, pero no lo saca– ¿A dónde ibas?

–A una reunión de abogados y jue-

–Bueno, no vas a ir –interrumpe.

–¿Perdón? –lo miro y me doy cuenta que está trajeado, usa anteojos oscuros y una gorra con visera– es mi trabajo, querido. No voy a dejar de hacerlo porque vos me estés espi-

–No estás a favor de las reuniones con jueces así que no va a perjudicar tu carrera el no presenciarla. Y ahora haceme caso a mí –sentencia.

Por supuesto que no vamos a buscar mi auto y terminamos dando la vuelta la manzana para volver a entrar al estudio. Ya adentro él me suelta y me obliga a llamar a un ascensor para volver al despacho. Él viene detrás, claro, y le llamo la atención como su tranquilidad renace luego de que las puertas metálicas se cierran y quedamos del otro lado del mundo.

−¿De quién te estás escondiendo?

−De nadie –con una mano se saca la gorra y con la otra los anteojos.

–¿En algún momento me vas a explicar? –tiro la cartera sobre el escritorio de la entrada, y qué suerte que Candela y Agustín no están– ¿Qué fue todo éste acting?

–No fue ningún acting, te estaban siguiendo.

–¿Y cómo lo sabes? ¿Me pusiste un radar o me estás espiando? –y recién ahí caigo– ¿Me estás espiando?

–No, Lali, por favor –gesticula un montón con toda la cara.

–¿Y cómo sabes que me estaban siguiendo? Porque habrás estado durante mucho tiempo escondido detrás de esa pared esperándome.

–Lo supe porque... lo supe –dice, y me doy cuenta que está ocultándome información, por eso asiento, me muerdo la lengua y ubico los brazos de cada lado de la cintura.

–¿Qué más sabes? –él revolea los ojos– te lo estoy preguntando en serio porque a mí esto no me causa nada de gracia. ¿En tus ratos libres jugas a ser El Agente 86 y espiar a tu ex? ¿Sos vos el que me está llamando?

–¿Qué? ¿De qué hablas? ¿Te pensás que voy a perder tiempo con eso?

–No sé, pero me estoy dando cuenta que te gusta perder tiempo espiándome.

–No te estaba espiando –remarca con rudeza porque ya está enojado– estaba en el bar de enfrente reunido con un colega que labura en éste estudio y vi movimientos raros.

–Movimientos rar-¿Cuánto tiempo pasó que ya te convertiste en espía profesional?

–Lali, desde que me contaste que recibís amenazas, no me pude quedar tranquilo –confiesa; pero no sé si creerle, aunque una parte dice que sí– lo que estuvo pasando éste último tiempo no lo considero como algo normal entonces te vi salir de acá, noté que había dos tipos siguiéndote y lo menos que podía hacer era ir a buscarte –pero no puedo refutarle porque hay más evidencias comprobando que dice la verdad, que las que no– ¿Cómo estás?

–Bien, la verdad que en mi mejor momento sabiendo que puede que haya tipos esperándome afuera para apuntarme con un arma –y a él se le escapa una sonrisa porque sabe de mi sarcasmo– ¿Ahora te hace reír que me estén por matar?

–Dudo que sigan afuera –pero no confirma que duda que alguien va a morir, por lo que empiezo a asustarme otra vez. Descubre la placa con mi apellido y el de Agustín colgada en la pared que da la bienvenida al estudio.

–¿Te vas a quedar mucho tiempo más? –e intento que regrese la vista a mí.

–El necesario. Te voy a acompañar a tu casa –y se me escapa una risa que inicia haciendo ruido en la garganta.

–¿En serio?

–Sí. ¿Volviste a recibir llamadas de Sandoval? –niego con la cabeza, bajo un poco la vista y escondo las manos en los bolsillos de la chaqueta– ¿No te quedó nada pendiente con algún otro cliente?

–Me parece que ya lo hablamos esto y te dejé en claro las cosas.

–¿En serio no volviste a recibir ninguna llamada? –me muerdo la lengua; qué bronca que sepa percibirme– ¿Quién te llamó?

–Nadie.

–Entonces no me mientas.

–No te estoy mintiendo. Dejá de meterte en donde nadie te llama.

–Agradecé que aparecí sino mañana...

–¿Mañana qué? –interrumpo y le fijo la mirada. Él decide no continuar– ¿Mañana qué? Decilo. ¿Mañana iba a aparecer tirada en una zanja? ¿Eso me estás queriendo decir? ¿Querés que te agradezca por haberme salvado la vida? –pero él no me mira– ¿Estás acá para eso o estás esperando unas gracias? No te pedí que me salvaras de nada e incluso me hubieras hecho un favor si no aparecías –y cuando me vuelve a mirar a los ojos, creo desvanecerme porque se opacaron de tal forma que recién ahí tomo noción de lo que le dije– yo estoy bien... –agrego después de un silencio tan incómodo que tuve que reprimir la necesidad de llorar– y voy a seguir estando bien.

–Okey –inaudible.

–Ya no voy a ir a la reunión que tenía pautada –aviso– así que... si querés acompañarme a casa, podés hacerlo –asiento despacio, casi sin mirarme, como con culpa por haber llegado en un momento en el que yo no quería verlo, y después me deja el pase libre para volver a subir al ascensor.

Me lleva en mi auto y pide a la seguridad del buffet cuidar el suyo que va a dejarlo estacionado frente al edificio. No me pregunta si quiero manejar yo porque directamente se adueña del volante. Durante el trayecto ninguno de los dos emite palabra. Él se dedica a conducir y yo a mirar a través de la ventanilla. De todas formas, esa pequeñez me revuelve la cabeza de recuerdos. De los feos, claro. De los que quiero hacer un bollo y tirar a la basura para que nunca más vuelvan a mi consciente, pero qué difícil es apartarlos cuando todo el tiempo deciden regresar en fotos, en preguntas, en comentarios o en personas. Cuando llegamos a casa, sube el auto a la vereda y mientras esperamos a que suba el portón del garaje, Richi saluda y él le responde amable.

–¿Lo entrás vos? –me pregunta cuando el portón va por la mitad de abertura.

–Sí, ya aprendí como se mete un auto en el garaje –digo, y él esboza una risa sincera– podés bajarte, no hace falta que también me vigiles mientras entro a casa.

–Un día podrías probar con la amabilidad, ¿no? –pero le respondo con una mueca– ¿Cómo anda Juez?

–Haciendo la vida de gato que se merece. ¿Puedo...? –con las manos le marco la necesidad de agarrar el volante para poder entrar.

–Sí. Cuidate –y aunque sé que tiene ganas de acercarse a darme un beso, no lo hace. Baja del auto y logro cruzar al asiento conductor. Él golpea la ventanilla con los nudillos y me veo en la obligación de bajar el vidrio– que quede en claro que no te estuve siguiendo, sino que solo estuve en el momento justo. Pero que también te quede claro que, aunque vos no quieras salvarte, yo lo voy a seguir haciendo.

Decido no responderle y volver a subir el vidrio. Mientras ingreso el auto al garaje, lo espío por el espejo retrovisor.  Se acerca a Richi, lo vuelve a saludar extendiéndole la mano y también le habla, pero no alcanzo a interpretar. Después se queda parado en la vereda esperando a que termine de entrar y se va antes de que el portón termine de cerrarse. A medida que me deshago de la chaqueta y del bolso, pienso que quizás fue mucho el tiempo que le hice creer que él era el único capaz de salvarme; pero mientras me preparo la cena y escucho el noticiero de fondo, pienso que quizás es mucho más el amor que sigue latiendo.

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