Primavera de 1791. Viena. El Kapellmeister Wolfgang Amadé Mozart trabaja en su próxima ópera, La Flauta Mágica, sentado al piano. El pequeño salzburgués, en mangas de camisa, la cabellera rubia alborotada tras un sueño escaso y agitado, ataca la compleja obertura que ya hace tres días que le ronda la mente. La melodía principal está clara, ahora el genio se ocupa de engarzar los pequeños detalles motívicos, los tutti, los pasajes solistas. En la ventana repiquetea una gruesa lluvia.