AMANECER

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Todo se ve oscuro. Sus pies galopando a una precipitación urgente presionan lo fangoso, y hacen bailar los compuestos del suelo con cada pisada. La desesperación de su huida despierta su mente animal, pero ¿pierde el control? No lo creo. Con toda su destreza abre su paso entre vetustos cedros y alerces que, así como las astillas de ramas muertas que se hunden en el barro, lastiman su piel con cada roce, a cada paso.

Sus pulmones no descansan; respiran desidia, de un gusto amargo, de pecado, de injusticia; se hacen fuertes. La tenacidad que le brota en sus músculos combate con astucia el creciente agotamiento; y su energía, destinada a la evasión de errores, de choques, de caídas, desenvuelve su cuerpo por el camino planificado y memorizado – el único camino.

Le pesan los parpados superiores de sostener una visión atenta del violento recorrido, pero los descansa rápidamente cuando lo cree necesario y siente cómo la brisa le acaricia las mejillas, le vuela el pelo de la cara, le ayuda a recuperar oxígeno. Sus ojos se ven firmes frente a un mundo que no les corresponde, sostenidos por vasos sanguíneos que laten furiosamente, desde su legal, acaecido ensanchamiento, y disfrutan valientes, con rabia masoquista, los últimos segundos del final.

Su audición cansada percibe timbres y campanas que hablan, y que asiduamente martirizan su integridad. Le hierve la sangre, le explota la cabeza, le pesa el cuerpo. Aun así, sigue creando su presente, a una ligera velocidad, con intuición y decisión. El aullido de los lobos hambrientos le erizan la piel que hace todo de si para escapar, reparando las heridas, y así evitar esa eternizada realidad de suplicio. Ellos desean saciarse de su sangre, tal cual hierve. Lo creen natural. Creen tener la verdad de la naturaleza. Olvidan qué es la naturaleza. ¡Que suenen las campanas! Que mientras corre, pone en marcha la erradicación de los históricos principios hegemónicos, y sienta la base para la última revolución.

Ya no se escucha la brisa, ni los lobos. Ya no le duele su cuerpo ni su alma. Ya todo es calma, en el sonido de su respiración agitada, en ese rio cristalino que corre tan rápido como el tiempo, atravesando el bosque ensangrentado; que nace en el comienzo de la humanidad y desemboca en su extinción. Se detiene y lo admira durante un momento.

Recuerda con un suspiro la razón por la cual se encuentra frente a sus aguas, siente con los pies las rocas que alfombran la orilla, y corre hacia él.

Se zambulle, pero flota en vacío. Su mente se desprende y se apaga. Su cuerpo ya no es un todo, es una parte del rio. Éste toma su alma y la humedece; la vuelve blanda, llena de semillas su interior, y la deja ir.

Se levanta del otro lado del rio. Su entereza aún siente las caricias de la corriente que le devolvió la tranquilidad. Ya no hay razón para seguir corriendo. Entonces, en calma, se sienta en las rocas a ver la calidez del comienzo de un nuevo día.

 Entonces, en calma, se sienta en las rocas a ver la calidez del comienzo de un nuevo día

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