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Al haber dedicado la mayor parte de su vida al entrenamiento, Gustavo aseguraba que tenía garantizado el éxito. Examinó todas las rutas posibles durante meses, y estudió las contrariedades de la elegida. Imaginó su rostro en la portada de los diarios populares, con el título alabando su nombre y hazaña. Solo le faltaba concretarlo.

En la madrugada del veintitrés de mayo del 2017, salió de su habitación con una mochila en la espalda y un bolso colgando de la mano. Se dirigió a la puerta, las dejó en el suelo y se dispuso a revisarlas por séptima vez antes de partir al aeropuerto Ezeiza. Se aseguró de que nada le faltase: blusas y mallas térmicas, botas, crampones, dinero, pasaporte e inhalador. Tomó su celular y revisó la aplicación de Uber, su coche estaba a minutos de llegar.

Sonriendo, sujetó el equipaje y abrió la puerta. Una pregunta lo detuvo.

—¿Podés decirme qué hice mal?

Reconoció la voz de su madre, Sandra. Cerró los ojos y suspiró. Giró la cabeza y observó su rostro serio sobre el hombro. Ella cruzó los brazos e inclinó el cuello a un lado. Gustavo se mantuvo en silencio y reflexionó. ¿Cómo convencerla? Confiaba en sus condiciones, pero ella no. Sin embargo, sabía que no necesitaba de su aprobación. Ya era un joven de veinticinco años con la responsabilidad de tomar las decisiones sobre sí.

Negó con la cabeza.

—No quiero perder otro hijo —balbuceó Sandra.

—No voy a morir.

—Él dijo lo mismo.

Habían pasado cinco años desde la muerte de Gabriel, su hermano. Quien lo inspiró a volverse alpinista y a encontrar la libertad en la adrenalina. Bastó una tragedia para opacar su apoyo y desencadenar las discusiones de las últimas semanas. Pero estaba dispuesto a volver a intentarlo. Quería lograrlo por él y consideraba que esta vez sería así.

Ella interrumpió sus pensamientos.

—Si no volvés ¿qué esperás que haga? —gritó—. Si lo mismo le pasara a alguno de tus amigos ¿cómo se lo explico a sus pa...?

—Y si lo logramos... ¿Gabriel no estaría orgulloso? —Dejó caer su equipaje y giró hacia ella—. ¿Y vos?

Sandra colocó las manos sobre el regazo de una silla y hundió los hombros. Bajó la cabeza y se mantuvo en silencio. Sin mirarlo, volteó y caminó arrastrando los pies hacia su habitación.

—Andate —sollozó, y cerró la puerta con fuerza.

Ahora tenía otro motivo más para lograrlo: demostrarle lo equivocada que estaba. Recogió los bolsos del suelo y salió a la calle. Minutos después, llegó el coche que reservó y partió al aeropuerto. En el camino, tomó su celular y se dispuso a analizar la noticia popular del día anterior. «Así fueron las 26 horas que Jornet necesitó para subir el Everest». La página contaba con un gráfico que detallaba la ruta del alpinista desde China, y mencionaba la altura de la montaña: 8.848 metros.

«El español Kilian Jornet, que alcanzó la pasada madrugada la cima del Everest sin la ayuda de oxígeno ni cuerdas fijas, declaró que durante la subida vio una puesta de sol espectacular».

Abrió la calculadora y dividió la altura de la montaña por veinticinco. Al leer el resultado, concluyó que para romper el récord debía escalar un aproximado de 354 metros por hora. Volvió a la pestaña de la noticia y continuó leyendo.

«A partir de los 7.500 metros comenzó a sentirse débil y con un fuerte dolor de estómago. Por eso volvió a detenerse quince minutos en el campo tres: «No me encontraba muy bien y avanzaba muy lento. Cada pocos metros tenía que detenerme ya fuera con vómitos o con rampas. A pesar de todo, me encontraba bien en altura y decidí continuar».

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⏰ Última actualización: Mar 04, 2021 ⏰

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