La maldición del 24

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Odio cuando mis padres discuten, y más si es por una tontería sin sentido. Ni que nadie tuviese culpa de la ventisca, y mucho menos de que hayan cancelado el vuelo de la prima Amaya.
—¿Qué se supone que vamos a hacer esta noche? —dijo mamá por enésima vez. A veces, cuando estaba nerviosa, se quedaba pillada y repetía una y otra vez la misma cantinela.
—Ya se nos ocurrirá algo, Mercedes —contestó papá, a esas alturas malhumorado—. Podemos salir a cenar fuera.
—¿Dónde, Andrés? Es Nochebuena, estarán todos los restaurantes cerrados, o a tope de reservas los que estén abiertos.
Ahí había dado en el clavo, implacable, lo que se traducía en un punto directo para mamá.
—¿Y luego de cenar? ¿Nos damos un paseíto hasta que amanezca, con la que está cayendo? —Segundo punto para ella. Tras reponerse del shock por la llamada de la prima Amaya, estaba sembrada.
Después de aquella pregunta retórica sobrevino un agradable silencio que aproveché para volver a pillar el hilo de la serie que estaba intentando ver en la tele. La seguía desde hacía años, iba por su cuarta temporada y todavía no me había aburrido. Cosa rara en mí porque tengo la misma capacidad de concentración que una carpa de estanque. El capítulo de hoy me tenía entusiasmado, acababan de aparecer los extraterrestres que habían arrasado la Tierra y diezmando a la humanidad. Por fin daban la cara y me lo estaba perdiendo por culpa de la ventisca que había provocado la cancelación de todos los vuelos y la vuelta a casa de la prima Amaya.
Que Amaya fuera a pasar la Nochebuena con nosotros era preocupante, aunque poca solución había a menos que fingiéramos no estar en casa cuando llamara al timbre. Por lo tanto era una soberana idiotez seguir discutiendo (sobre todo mientras alguien intentaba ver la tele). La prima Amaya no iba a entender que insistiéramos en pasar la noche del 24 en la terraza, con el frío que hacía, tampoco comprendería la necesidad de semejante sacrificio y si se lo explicábamos, conociéndola, se lo tomaría a pitorreo. No es que fuera mala chica, ni una borde -bueno, un poco sí-, es que ni yo mismo me lo hubiese creído si me lo hubiesen contado.
Debimos haber cambiado las costumbres familiares cuando todo empezó y, en lugar de invitarla en una fecha tan comprometida para nosotros, haberle pedido que viniese en Semana Santa; pero resultaba que para ellas era tradición verse los días previos a Navidad. Era ahijada de mi madre, además de su única sobrina, quizás por eso la quería tanto como a mí y a mi hermana. Para mamá fue un disgusto que su único hermano se marchase a Barcelona, al cual veía una vez al año cuando nos reuníamos en el pueblo durante el verano. Teniendo en cuenta que en casa llevábamos en crisis desde que nací, un viaje para cuatro a Barcelona era un lujo que no podíamos permitirnos. Papá era taxista, tenía un sueldo que habría estado bien de no ser por el piso fantasma que seguía pagando tras una estafa inmobiliaria. Cargaba sobre sus espaldas con dos hipotecas, dos hijos y la televisión por cable. Por eso no podíamos permitirnos viajes a Barcelona para cuatro. También era el motivo por el que seguíamos viviendo en el mismo piso. Cambiar de casa habría sido la solución a todos nuestros problemas navideños porque el piso, aparte de tener solo dos habitaciones, estaba maldito. Al menos era una maldición que se manifestaba una sola vez al año. Cada 24 de diciembre, para ser más concreto.
—¿Qué hacemos esta noche?
Mamá se había vuelto a atascar.
—¡Mercedes, déjalo ya!
Resoplé.
—¿Cómo quieres que lo deje? A ver cómo le explicamos que tiene que pasar la noche en la terraza, metida en un saco de dormir…
—Ejem —los interrumpí. Ya iba siendo hora de que tomara cartas en el asunto o al final me iba a perder el capítulo entero—. Podríamos dormirla.
—Tu prima es un poco mayorcita para caer rendida con nanas —refunfuñó mamá.
—A ver, es Nochebuena, le dais una cerveza con un par de esas pastillas que toma mamá para dormir y ya está. En cuanto se sobe la sacamos a la terraza y ni se entera.
—¿Pero cómo le voy a dar una cerveza a mi sobrina? —dijo mamá escandalizada. De drogarla no mencionó nada. Igual con un zumo…
—Es para que haga más efecto —dije—. De todos modos la prima tiene ya veinte tacos, qué te crees que hace cuando sale de botellón.
—Si usaras tu ingenio para los estudios, serías un alumno de sobresaliente —dijo papá, encantado con el plan.
—¡Andrés! ¿Cómo se te ocurre pensarlo siquiera? No vamos a drogar a la niña.
Al final ni cerveza ni pastillas.
—Pues a ver cómo te las apañas para explicárselo —dijo papá.
Llamaron al timbre. La prima Amaya había vuelto.
—Voy a abrir. Ni una palabra más sobre el asunto —nos advirtió mamá.
Papá esperó a que se fuera para decir:
—¿Tú te encargas?
—¡Claro!
El trato estaba sellado. Ahora me tocaba averiguar cómo darle las pastillas a Amaya sin que mamá se diese cuenta. Lo bueno es que aún eran las doce del medio día y tenía tiempo de sobra para trazar mi estrategia.
—Uff… Menuda está cayendo —decía Amaya por el pasillo.
Cuando entró al salón llevaba a Sofía en brazos, la niña no le había dejado ni quitarse el abrigo. Mi hermana sentía devoción por Amaya, decía que era su prima favorita. Claro que como era la única no tenía mucho mérito. Lo de mi hermana era un caso porque había nacido de chiripa. De no ser por la botella de Don Periñón que les envió mi tío desde Barcelona por su aniversario, mis padres habrían moderado su pasión tras la cena y ahora seguiría siendo hijo único. No me malinterpretéis, la mocosa me cae bien, es solo que los bebés son ruidosos y huelen raro. A los doce años sienta regular la noticia de que tus padres han encargado un hermanito, sobre todo si te sueltan que vas a tener que aprender a cambiar pañales. ¡Puaj! Menos mal que crecen rápido, cuatro años han pasado desde el día que me soltaron la buena nueva. Aunque ahora es peor porque no para quieta ni medio segundo.
—¡Ha vuelto la prima, ha vuelto la prima! —La emoción de Sofía siempre era estridente.
—Hey… —Saludé sin despegar la atención de la pantalla. Al final me iba a quedar sin enterarme de dónde venían los extraterrestres.
—Qué pasa, cabezón. —Amaya me devolvió el saludo con la misma gracia—. Parece que voy a tener que aguantar la peste de tus pies una noche más.
Amaya siempre dormía en mi habitación. Cuando éramos críos estaba bien, era divertido porque jugábamos y charlábamos hasta que mamá se enfadaba y venía con la zapatilla en ristre. Pero ahora, a mis dieciséis años, me daba vergüenza compartir habitación con ella. La prima Amaya estaba buena, los veinte le habían sentado muy bien pese a ser una mezcla rara; el resultado de fusionar una gótica con una punki aficionada al Manga de pelo rosa y dos peras como dos…
—Esta noche no vamos a caber en la terraza. —Sofía, tan indiscreta como siempre, interrumpió mis pensamientos y puso en jaque a toda la familia.
Como un poema, así se le quedó la cara a mamá después de lo que acababa de soltar la mocosa. Menos mal que papá fue capaz de improvisar.
—¡Qué cosas tiene esta niña! Ja, ja, ja.
La risa no podía ser más falsa.
—Que sí, papá, que hoy viene el oso —insistió.
—¿Quién me ayuda a preparar la cena para esta noche? —canturreó mamá con cara de póker.
—¡Yooo! —dijo Sofía, entusiasmada.
Si mi capacidad de concentración era similar a la de una carpa, la de mi hermana venía a ser como la de una ameba. Podías distraerla de mil formas. Si bien había estado a punto de destapar el pastel, la prima Amaya sabía que la niña estaba un poco grillada y no hizo el menor caso.
—¡Ala! Han aparecido los extraterrestres —dijo al tiempo que se dejaba caer en el sofá.
Al menos pasó de preguntar sobre el supuesto oso. Fuera como fuese, tenía que poner en marcha mi plan cuanto antes o me pillaría el toro, o el oso, según se mire. En cualquier caso unos minutos más no iban a suponer mucho así que esperé a que terminase el capítulo. Pude ver el final, tranquilo y sin sobresaltos.

La maldición del 24Where stories live. Discover now