El heredero

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Pensó que la felicidad se sustentaba en todo lo que conocía. Hasta aquella experiencia onírica —y que, sin embargo, nunca antes se había sentido tan vivo en la realidad— no comprendió que estaba equivocado.

En un primer momento de aturdimiento, confundió el sonsonete en la ventana con las primeras gotas que repiquetean en el preámbulo de una tormenta. Solo cuando pegó el rostro en el cristal comprobó que no era lluvia la que emitía el sonido. En el exterior de la vivienda se encontraba una figura yerta ataviada en negro e iluminada bajo la cúpula trémula y tenue de una vela lacrimógena. Alzó una mano enguantada en negrura, pues no observó que tuviera la textura de un guante, y, cuando la pasó por la caja acristalada, extinguió su llama. El pequeño abrió la boca en una exclamación muda, y sus ojos se agrandaron cuando vio al desconocido manifestarse de nuevo, pero unos metros más allá, bajo un nuevo farol. Extendió los dedos y los movió como pétalos de una rosa que se cierran. Quería que lo acompañara. Sin saber por qué, el extraño ejercía sobre él un influjo de confianza hipnótica. Dio un giro grácil con el cuerpo, extendió la mano y apagó otra llama.

Descorrió el pestillo y empujó con templanza apresurada las láminas de madera. Las caricias heladas del viento fueron como espigas en su piel delicada y la melodía que entonaba le rebotaba en los oídos con notas irritadas; la noche parecía contrariada a su escapada, como si lo juzgara profano por el acto que iba a cometer. Se apoyó en el marco, saltó y aterrizó de puntillas en el suelo. Alargó las piernas y caminó a largas zancadas hasta donde había estado la figura. Cuando llegó a la segunda farola, se tropezó con un objeto y cayó arrodillado. Miró por encima de sus hombros y vio tres llamas surgidas de improviso en la oscuridad. La impresión lo derribó y retrocedió unos centímetros con las manos. Tardó unos instantes en cerciorarse que el fulgor procedía del interior de una calabaza con extrañas tallas como muecas sonrientes en su corteza. El crío se acercó a gatas con suspicacia mientras examinaba las formas que albergaban un fuego... que no emanaba de una vela, ni tampoco consumía la hortaliza. Simplemente vivía en su interior. Acercó una mano temblorosa al pedúnculo y la retiró al sentir la calidez que producía, aunque se percató de que no era más que un acto reflejo: no irradiaba calor alguno. Los dedos dudaban y su mente curiosa le instaba a agarrarlo. Impulsado por una determinación que no era suya, cerró los dedos alrededor de la cresta verde. De pronto su piel ya no estaba erizada de la gelidez nocturna y el viento enmudeció acobardado; el miedo pereció ante la valentía y la seguridad desterró el recelo. Aquella lámpara natural tenía un poder vibrátil que arraigó con extraordinaria rapidez en su piel.

Se levantó, giró sobre sus talones y se encontró con una pared que no debía estar ahí. Dio un respingo y retrocedió unos pasos. Alzó con decisión y de forma instintiva el farol artesanal y enfocó el muro. Para su sorpresa, se trataba del extraño que había llamado su atención. Sujetaba un cayado nudoso en cuyo extremo curvado pendía, mediante una cadena, un faro semejante al suyo, aunque en este caso se trataba de un nabo. Su expresión reflejaba una perspicacia sombría: su sonrisa, holgada y ancha, estaba formada por una hilera puntiaguda de dientes amenazantes; sus ojos, dos rasgaduras curvas, y su nariz, una pirámide de lados informes. Cada orificio refulgía con fuego propio, aunque su color era una mezcla bien definida entre verde prado y azul marino.

El chico se fijó en la persona portadora de la linterna. Los andrajos de cuero curtido que vestía parecían proceder de otros tiempos. Tenía grandes tiznajos en la chaqueta, los zahones y el chaleco, y rodales borgoña en la camisa blanca cerosa. El cabello cano le caía en mechones hirsutos, casi como raíces que se le hubieran adherido al cráneo; la piel le quedaba holgada y los huesos del rostro se apretaban contra ella. Sus ojos eran dos pozos de betún, y los párpados se le rasgaron cuando esbozó una sonrisa ladina de dientes ocres.

—Sígueme, pequeño —dijo con una voz rasgada—, si deseas que te enseñe el mundo que se oculta tras el velo terrenal en que estás, mas prepárate, pues en el momento en que te adentres en él dejarás de buscar la luz para ser quien la ofrezca.

El herederoWhere stories live. Discover now