Interludio: Aurora

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Era un día gris de septiembre, hace quince años. El aire carecía de calidez y también de frío. El viento estaba estancado entre las calles de la ciudad. Las nubes anunciaban una lluvia que parecía que nunca iba a caer.

El teléfono de una solitaria casa comenzó a sonar con un pitido repetitivo y monótono. Una fina y temblorosa mano lo descolgó vacilante.

—¿Lo has hecho? —preguntó una voz grave al otro lado de la línea.

—Sí —murmuró una voz ronca.

¿Y las maletas?

También.

¿Estás bien?

Sí.

Te espero.

Vale.

Te quiero.

Y yo a ti.

La línea se cortó.

~***~

¿Fue muy duro contigo?

Ella sostenía una taza de té caliente entre las manos pero sin darse cuenta ya se había enfriado.

No, solo se marchó y me dejó a solas.

Él la acarició la mejilla con ternura y ella lo miró.

—No te preocupes. Has hecho lo correcto.

¿De veras?

Por supuesto, mi amor —le acarició sus labios con los suyos—. Ahora vivirás conmigo.

Aurora sonreía con tristeza y aunque no quería admitirlo del todo, dudaba si la decisión que acababa de tomar de dejar a su actual novio y apostar por una nueva relación era la más correcta. De todas formas, ya no podía echarse atrás.

~***~

El tiempo pasó más lento de lo esperado. Las horas se convirtieron en días, los días en semanas y las semanas en meses. Aquella relación se había mantenido en pie de forma increíble tras numerosos golpes bajos y la presencia de la asfixiante rutina. Durante todo ese tiempo, la soledad se había convertido en la mejor compañera de Aurora.

~***~

Tres y treinta y ocho de la noche. Ella se abrazó a sus piernas, encogida en una esquina de la cama. Sonó la cerradura de la puerta y unos pasos tambaleantes se acercaban por el pasillo; la puerta del dormitorio se abrió de golpe y un desagradable olor a alcohol y a tabaco invadió toda la habitación. Sin una moneda encima y completamente borracho, él se derrumbó sobre la cama, inconsciente, después de vomitar todo el alcohol que llevaba en el estómago.

Sin mover un solo músculo, Aurora no dijo nada, solo enterró su cabeza ente las piernas y lloró hasta que el sol iluminó su temblorosa figura.

~***~
¡Déjame!

Los golpes eran más y más fuertes.

¡Aurora, abre la puerta!

¡No!

¡Por favor! Te prometo que no volverá a pasar.

¡Vete!

Aurora, por favor... es algo importante. Abre...

¡Déjame en paz! No quiero volver a verte. ¡No te importo una mierda! Solo tus jodidas apuestas y tu puto dinero.

De verdad, Aurora. Te quiero, sal del baño por favor.

Silencio.

Aurora, mi amor... Te lo juro, te quiero más que a nada, sin ti... no sé qué habría sido de mí. No sé lo que me ha pasado, yo no era así, yo no soy así. Por favor, créeme. Perdóname, por favor. Abre...

Hubo unos segundos más de silencio pero el pestillo al final sonó, el picaporte giró y la puerta se abrió sin mucho entusiasmo. Una chica de dorado cabello ensortijado, de ojos hinchados y mejillas cubiertas por una mezcla de rímel y lágrimas apareció en el umbral.

Estoy cansada de esto...

Lo sé, mi vida. Perdóname. Déjame compensarte.

Entonces, él comenzó a inclinarse hasta arrodillarse del todo. Rebuscó en los bolsillos de su pantalón y sacó un pequeño estuche azul aterciopelado.

Aurora se tapó la boca con las manos, emocionada.

Me hubiera gustado pedírtelo en otras circunstancias pero... bueno, allá voy —Ella estaba temblando—. Aurora, ¿querrías hacerme el hombre más feliz del mundo más de lo que ya lo haces? —Él abrió el estuche y dejó al descubierto un anillo de oro blanco coronado con un diamante y adornado con diminutos zafiros a su alrededor— ¿Quieres ser mi mujer?

Ella ya estaba llorando cuando él formuló la última pregunta. No respondió, solo se fundieron en un beso eterno. Ahora todo iría bien: estaba prometida.

~***~

En los días siguientes estuvieron más unidos que nunca. Él pasaba las noches junto a ella, mantuvo su trabajo a pesar de las pasadas advertencias y cada uno se convirtió en el mundo del otro. Pero aquella felicidad poco duraría, tal y como temía Aurora.
Empezó con simples reuniones con amigos, con juegos de cartas y risas; pero pronto desembocaron en peligrosos clubes nocturnos y en apuestas ilegales.

Ella volvía a encontrarse sola por las noches, llenando su almohada de lágrimas y lamentos, creyendo en una esperanza etérea e irreal que nunca llegaría a cumplirse. El dinero se desvanecía y las llamadas con amenazas se sucedieron. Y Aurora entró en una espiral de dolor y miedo de la que le costaba cada vez más salir. Hasta un día, que marcó su vida para siempre.

~***~

La noche anterior, como todas las demás, él no se había despedido, tampoco dijo a dónde iba ni cuando volvería. Los primeros rayos del alba despertaron a Aurora, abriendo sus ojos enrojecidos y vacíos. Se frotó la cara con la mano derecha y notó algo extraño. Algo que debería estar en su dedo anular y no estaba. Su precioso anillo de compromiso había desaparecido de su mano. Se incorporó de inmediato, lo que la hizo marearse. Respiró un par de veces y comenzó a buscar su querido anillo, desesperada. Barrió toda la superficie de su mesilla, abrió todos los cajones, miró en los estantes del baño, debajo de la cama, en el armario... Fue hacia la cocina pero se paró en seco. Volvió sobre sus pasos y abrió de nuevo el armario. No estaba.

La ropa de su prometido no estaba en el armario. Ni los zapatos, ni sus enseres, no encontró ninguna de sus cosas en toda la casa, nada. Aquello le produjo incluso más ansiedad que la pérdida de su anillo. Se sentó sobre la cama, aún exhausta y comenzó a unir cabos.

Casi pudo oír como su corazón se resquebrajaba cuando fue consciente de que se acabó: él la había abandonado, para siempre; llevándose su anillo para sacar un pellizco más de dinero.

Quiso llorar, quiso gritar, quiso morirse pero no pudo. Un desagradable mareo volvió a revolverla el estómago. Sintió náuseas, náuseas que se convirtieron en arcadas hasta que ya no pudo aguantar más y corrió hacia el lavabo.

Y entonces se dio cuenta de que él no la había dejado sola.

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