EL PODER DE LA TENTACIÓN - 1

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Nana encajó el pie en el pedal y calculó la velocidad indicada antes de deslizar el pedazo de tela bajo la aguja y contemplar, con cierta satisfacción, cómo se replegaba sobre sí misma. El dobladillo de aquella falda de vuelo solo fue el preludio; luego vino el turno de los encajes, y eso costó mucho más. Un tejido como ese, delicado a más no poder, necesitaba que lo tratasen con todo el cuidado del mundo. Y ella era experta en convertir retazos de paños en obras de arte.

Era su trabajo. Exigente, agotador, satisfactorio. Se pasaba las horas del día inmersa en su mesa de trabajo plagada de diseños de vestidos y ropa interior femenina que ella debía hacer una realidad. De las que se tocaban con los dedos y creaban una mueca de asombro en el afortunado o afortunada que lo llevase puesto.

Los rayos débiles de sol de mediados de marzo penetraban a través de los ventanales del taller donde agonizaba sin su café diario. Por el fondo se escuchaban los traquetos de las máquinas de coser, idénticas a la suya, y las risas o conversaciones de sus compañeras. Ese ambiente distendido le gustaba casi siempre, pero esa mañana, con la cabeza embotada y un vestido lleno de volantes entre manos, solo quería mandar callar a todos mientras se aferraba a cualquier bebida con cafeína.

¿Por qué se había estropeado la máquina de café de esa planta? Y aún más importante... ¿por qué nadie había llamado con urgencia al técnico para que viniese a arreglarla? Dios, le iba a salir un tic en el ojo a esas alturas, y no le apetecía nada alcanzar la hora de comer con la energía por los suelos.

Nana terminó la parte más complicada del vestido —que solía ser la falda— con una melodía repitiéndose en su cabeza como un mantra. A veces le ayudaba a concentrarse en lo que se traía entre manos y no saltar a la mínima. Estaba siendo una semana terrible y el que no hubiese café le había rematado.

¿Cuántas desgracias más le aguardaban? No tenía muchas ganas de averiguarlo.

Abandonó el taller con la idea de escaquearse a cualquier cafetería de la manzana en la que estaban, pero intuía que no llegaría a la puerta sin recibir, al menos, dos llamadas de atención para que les ayudara con algo.

Solía ser su rutina, le gustara o no.

Dio cortos pasos hacia el final del pasillo sin muchas esperanzas de probar una gota de café esa mañana.

Uno, dos, tres, cuatro...

—Nana —la voz de Marisa Deison, su jefa, la paró en seco—, necesito que vengas un momento.

Conteniendo un suspiro y las ganas de soltar un «mierda» en veinte idiomas diferentes, compuso su mejor sonrisa y giró sobre sus talones. La cabeza de su jefa y la dueña de ese imperio de la moda asomaba a través de las puertas dobles que daban al salón de preparativos.

—De acuerdo.

Subida a una tarima y con expresión de hastío, la nuera de Marisa y futura señora Deison, contemplaba su reflejo en el inmenso espejo que cubría parte de la pared que tenía frente a ella. Con movimientos algo torpes, Amanda Fox trataba de encajar aquel corsé de pedrería hecho a mano a sus caderas amplias y cintura estrecha. Pero como le quedaba algo grande, todo lo que mostraba eran caras de disconformidad.

—¿Quién ha cosido esta parte del vestido? —Preguntó Marisa.

No era un reproche, solo una duda.

Nana se acercó con un cojín pequeñito lleno de alfileres y se arrodilló de manera que pudo empezar a trabajar en el corsé cuanto antes.

—Yo, guiándome de las medidas que dejasteis sobre mi mesa.

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