Capítulo 42: Jardín Vaie

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Año Caxacius, Mes de las Almas, día 22

16:00 horas

Encontró que la bañera que se dio en la bañera de bronce se llevó todo el cansancio de su cuerpo, dejándolo limpio de pies a cabeza y con un aroma de algo cítrico.

Se había vestido con un elegante traje que se ajustaba a su cuerpo perfectamente pero, sentado en la orilla de la cama en medio de la habitación que le habían asignado, no podía dejar de mirarse las manos.

¿Estaba preparado para regresar a ese lugar?

No había dejado de sentirse incómodo desde que pisaron esas tierras, aun cuando la incomodidad se mezclaba con el asombro y la emoción de recorrerlas. Pero aún más incómodo se sintió dentro del castillo, vigilado y juzgado en cada paso.

A pesar de que él y su hermana mantuvieron los mentones en alto, un gesto de indiferencia y orgullo grabado eternamente en sus rostros, no era a lo que estaban acostumbrados. Ya sentía que iban a tener que arrebatar sus posiciones y defenderlas a cada segundo. Y estaba bastante seguro de que conocía lo suficiente y más para moverse en ese mundo, pero se seguía esperando demasiado de ellos, supuso.

Todos se inclinarían sobre ellos para presionarlos como miembros de la familia real.

Pero no estaba solo, se recordó.

Jamás estaría solo.

Con ese pensamiento, salió de la habitación.

Su melliza ya estaba allí, de pie frente al ventanal de la sala y con la luz del sol rodeándola.

El vestido que llevaba cayó suavemente hasta sus tobillos, la tela cerúlea degradando su color desde el bajo dobladillo hasta llegar a un tono pálido en sus hombros, haciendo que sus ojos grises lucieran aún más intensos y brillantes, aún mientras los rayos y tormentas en ellos se mantenían ocultos, su rostro -enmarcado por tirabuzones castaño-dorado- estaba muy serio mientras miraba por la ventana.

Sacudió la cabeza, recordando las palabras de su padre hace tantos años.

Había estado bromeando mientras practicaban movimientos con las espadas, pero no se equivocaba. Su melliza estaba destinada a reinar, aún mientras dudara si lo que estaba haciendo era lo correcto.

Él mantendría siempre una mano en su hombro, en apoyo, y en su otra mano una espada para cubrirlos.

Cada centímetro de ella gritaba <<reina>>, digna y orgullosa aún si no tenía un reino que gobernar, un trono sobre el cual dar órdenes o siquiera la esperanza de ello en un puesto muy lejano en una larga lista de sucesión.

Pero giró la cabeza hacia él, y algo en sus ojos casi hace que su corazón se detuviera.

En un segundo estaba a su lado, pasando un firme brazo por encima de los estrechos hombros de ella, notando su ligero temblor.

Jamás se había sentido celoso de su hermana, y si alguna vez lo había sentido, el juramento que habían hecho eliminó cualquier rastro de ello.

Lo único de lo que estaba seguro en su vida era de la lealtad que ambos se tenían.

Ese vínculo inquebrantable.

Por eso, cuando su hermana fijaba la mirada en algún punto del paisaje –más allá de las extensiones magníficas de terreno en explosiones de colores y formas-, buscando algo –lo que sea que fuera-, y no lo encontraba, haciendo que la luz en sus ojos grises parpadeara y menguara, él se preocupó.

Pero su hermana tomó una gran respiración, cerrando los ojos, y cuando los abrió, la fragilidad había desaparecido.

Se volvió hacia él, acerando de a poco su mirada.

Reino de Sombras y EsmeraldasWhere stories live. Discover now