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Leah

Azel y yo estamos en la cocina, en una especie de competición de mirada fija, que no pienso perder.

Come cereales de un cuenco enorme que tiene un trozo de porcelana rota y yo acaricio el borde de mi taza con un dedo. Me he preparado un té digestivo porque me duele el estómago por el estrés que me produce la llegada del ser que tengo delante. He decidido que es un demonio, salido directamente del infierno, y aunque no puedo probar mi teoría, de alguna forma mi intuición me lo está gritando. Hay algo corrupto en su mirada alzada mientras tiene la cabeza agachada sobre el bol para llevarse cucharadas a la boca sin apartar sus ojos de mí. Me pone la piel de gallina. Quiero creer que los alienígenas, si han descubierto el modo de viajar entre planetas y hablar nuestro idioma, deben tener un carácter contrario al ser que tengo enfrente: sobrado, mandón, arrogante. Peligroso.

La palabra se cuela en mis pensamientos y algo me dice que no, no tengo idea del tipo de criatura que es Azel o sus amigos, pero sé que son peligrosos. Tengan la apariencia de jóvenes apuestos, seguros de sus encantos y sin más problemas que decidir qué camiseta elegirán, algo falla en la imagen. Son... demasiado perfectos. Se mueven como el viento, escurridizos y cambiando de postura en función de la persona que tienen enfrente. No hay un puto grano es su piel, el más minimo corte de la maquinilla de afeitar. No huele a sudor, salga de la ducha o haya echado unos balones en la canasta a cuarenta grados, su cuerpo mantiene ese perfume que no recuerdo de donde conozco. Creo creer que aunque su hechizo haya funcionado conmigo y aceptaría la absurda idea de que es mi hermano, tarde o temprano descubriría la mentira simplemente porque no encaja.

—Espero que eso no sea una infusión relajante, Leah —dice, una vez que separo la taza de mis labios, sin despegar tampoco mis ojos de los suyos—. Habíamos quedado en que ya no es seguro para ti dormir.

—No te tengo miedo. —Mi respuesta le hace reír de forma burlona—. ¿Quién come cereales antes de la cena?

—Me has dicho que no habría nada para cenar —se defiende, aún masticando.

El movimiento de la mandíbula resulta igual de decadente que sus ojos. Debe de ser una criatura de la oscuridad. Una aberración oscura y retorcida con un embalaje demencialmente atractivo para tentar a los incautos. No a mí, por suerte. Cada resquicio de mi ser siente repulsión por él.

—Me refería a que yo no voy a preparar nada para ti —esclarezco.

—¿Qué hay de papá y Bradley?

—Han ido al partido.

—Ah, sí. Los demonios de New Jersey contra los tiburones de San José.

—Los demonios de New Jersey —repito más bajo, pensando que los tenemos aquí en Sacramento, mientras arranco la etiqueta de una botella de agua con la uña.

—¿Qué dices?

Abro la boca para responderle pero me interrumpe la vibración de mi teléfono sobre la encimera de la cocina. Es una llamada de Kadal. Descuelgo, echándole un vistazo a Azel, quien se ha terminado los cereales y ahora está repantingado en su silla al otro lado de la isla de cocina en la que ambos estamos sentados.

—Ya era hora —la regaño.

Hace una hora y media que la he contactado y estaba preocupada porque no me respondía. Kadal vive pegada a su móvil.

—Está aquí —musita en tono bajo pero entusiasmado.

Se me hiela la sangre.

—¿Quién está ahí?

—Seth, ¿quién si no? —continúa—. Sé que había dicho que me iba a hacer la dura pero al final le he preguntado si le apetecía pasarse por mi casa. Estaba aburrida.

Tu nombre al Ocaso por Beca Aberdeen y Haimi SnownDonde viven las historias. Descúbrelo ahora