Martes

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Aquel martes, como tantos otros días, Aureliano salió al porche de su casa para observar la quietud del campo. Le gustaba sentarse en su mecedora y mirar hacia la vieja carretera de tierra. A veces veía a los chicos del Gitano subiendo la pendiente con sus pantaloncitos cortos y sus calcetines altos, sucios por el polvo.

Antes, cuando aún no se había instalado el nuevo carpintero en el pueblo, jugaba con su silla de mimbre mientras la María, que nunca había podido dejar de ser madre, lo regañaba desde el interior de la casa.

—Como un niño chico —murmuraba con los pocos dientes que le quedaban, arrastrando sus pasos por la vieja casa. —Te caerás, Aureliano. Te caerás y te romperás la cabeza, y me dejas a mí más sola que la de la Alameda. A mi edad y enterrando un marido sin hijos que me ayuden. —Y seguía rumiando para sí, cambiando los jarrones de sitio y buscando las gafas que tenía colgando del cuello.

Él sólo agitaba la mano y hacía un sonido cansado para seguir balanceándose.

Un día, el Gitano llegó con el balancín y la María le regaló dos macetas de magnolias por las molestias. Aureliano no dijo nada. Se quejó durante un tiempo por su silla de mimbre, a la que tenía cariño, pero pronto descubrió las comodidades del balancín. Además, crujía, y eso le producía una satisfacción incomprensible. Mientras se balanceaba en el porche podía sentir sus huesos sonando al ritmo de la madera, con compañerismo, y pronto aprendió a apreciar el regalo, aunque nunca dijo nada.

Esa tarde, la María salió al porche y se sentó a su lado para leer. Desde que la conoció ya tenía esa costumbre, y con los años el hábito se había convertido en obsesión. La primera vez que la vio, estaba sentada tras el muro de su colegio de monjas, con el pelo recatadamente recogido y su vista perdida en la Biblia. Él y sus amigos le llamaban La Mojigata, y hacían rimas con el apodo y sus gafas.

En aquel momento no se enamoró de ella. Aureliano no podía decir cuándo sucedió, ni siquiera estaba seguro de que hubiese sido en un momento concreto, pero podía jurar, mano en el corazón, que había ocurrido.

Posiblemente fue con su primer hijo. En ese momento los hombres aman a sus mujeres, y él la vio ahí, en la cama sucia con el olor de la sangre aun flotando en la estancia, tan menuda, pálida y serena que no pudo evitar pensar que estaba ante alguna clase de misterio divino, de esos de los que hablaba el padre Victorio los domingos. Respetuosamente se había quitado la gorra, y no fue para saludar a Aurelito, su primogénito, ni dar gracias a la monja ni al doctor que les habían asistido; fue para rendir un culto secreto y espontáneo a su santa esposa.

Durante su noviazgo, Aureliano se había preguntado muchas veces qué era lo que hacía con esa mujer. Él no era de buena familia, ni siquiera acomodada, y ella era la hija del carnicero, un hombre si bien no rico, con vida desahogada. María había tenido que dejar sus estudios a los trece años para encargarse de sus hermanos, pero Aureliano siempre se había sentido amenazado por el recuerdo de la joven al otro lado de la verja del santo recinto.

Una vez, en una de sus primeras citas, había censurado su pasión por la lectura religiosa, y le había preguntado qué encontraba entre esas aburridas hojas de tinta monótona y negra.

—Paz —le había respondido ella al cerrar su pequeña Biblia.

A pesar de lo común de la situación, había una nota de misterio que incomodó a Aureliano. Sintiéndose provocado, gruñó algo en contra de las beatas y las mentiras del clero.

—Paz —había escupido con un tono seco y rasposo, despreciativo. —Porquería de mujeres. ¡Revolución! ¡Una revolución es lo que necesita el país! Sólo después de la revolución encontrará la paz nuestros estómagos y nuestras conciencias.

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