Capítulo Uno (primera parte)

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Palacio Topkapı, Constantinopla

8 de agosto de 1648

La luna asomó entre las nubes, iluminando el palacio que, desde hacía unas horas, permanecía en penumbra. Se habían apagado velas y antorchas a la espera del momento que todos llevaban horas anticipando. En algún lugar se oía el castañetear de dientes, señal inequívoca del miedo que se había apoderado de las sesenta ortas de beyliks que protegían al sultán a diario. Y si bien el ejército jenízaro era muy conocido en el mundo por su valor, este se desintegraba ante la sola mención del Asesino de Jade, sobrenombre puesto por alguien tres años atrás, cuando había comenzado su reinado del terror. Se decía que llevaba una máscara de jade, que su mirada era tan intensa, que si alguien cometía el error de mirarlo a los ojos, moría al instante y él les robaba el alma. Decían también que su yatagán era de oro y brillaba con los miles de almas que había devorado. Y es que si de algo estaban seguros los allí presentes, era de que el Asesino de Jade era letal. Nadie dudaba de que era la Reina Madre quien lo manejaba, puesto que la mayor parte de las muertes relacionadas con él, convenían a los planes de la mujer que gobernaba el Imperio con mano de hierro. Por supuesto, otros asesinatos no estaban tan claros. El jenízaro —porque todos sabían que era un jenízaro— no dudaba a la hora de masacrar a familias enteras, bebés incluidos. Al parecer, seguía la máxima de que un ser inofensivo hoy puede convertirse en un enemigo terrible mañana. Cuando el Asesino entraba en una casa, no sobrevivía ni el gato. La leyenda decía que, si se colocasen en hilera todos los cadáveres que había dejado atrás, cruzarían el Imperio de norte a sur y de este a oeste, y todavía tendrían que adentrarse en tierras fronterizas para que cupiesen. Así que, con ese historial, era normal que hombres tan avezados temblasen de miedo al pasar horas y horas esperando por él.

Todo el mundo sabía que aquel tipo era como un gato, que veía en la oscuridad y lo hacía mucho mejor que aquellos que montaban guardia. El apagar velas y antorchas les parecía absurdo, pero eran las órdenes del sultán que, sin lugar a dudas, estaría encerrado en su cuarto, pertrechado tras el voluminoso cuerpo de la favorita de turno, como hacía siempre que había peligro. Desde luego, su madre había dado con el mejor remedio para mantener a raya a su hijo: las mujeres obesas. Cuando más voluminosas, mejor. Y lo había surtido de ellas, llenando el harén de mujeres con un volumen descomunal. Muchas de ellas habían muerto por capricho de Ibrahim, que disfrutaba de verlas saltar al pozo o desde la muralla del castillo. Las obligaba a hacerlo por placer, por el gozo de tener pleno poder sobre la vida y la muerte. Él, que tanto disfrutaba del sufrimiento ajeno, había puesto el palacio patas arriba ante la amenaza de la incursión del Asesino en su territorio. Se había meado de miedo. Literalmente. Muchos de ellos habían visto la vergonzosa mancha en la ropa del sultán, aunque él parecía no haberse dado cuenta de la forma en la que se había humillado a sí mismo.

La situación en palacio era cada vez más tensa. Al descontento del pueblo, se unía el de los jenízaros, el personal de palacio y los altos mandos, pero también la astucia de su propia madre, que no quería abandonar el poder. Además, que hubiese lanzado a sus doscientas ochenta concubinas al Bósforo metidas en sacos, no lo ayudaba demasiado. Y, por otra parte, la corrupción latente en cada rincón del país, hacía muy complicado que el sultán pudiese salir bien parado de todo aquello.

Un murmullo recorrió el palacio, pasando de jenízaro en jenízaro y de criado en criado: el sultán había muerto ahorcado con una cuerda de arco. Las luces se encendieron y la agitación se extendió por todo el palacio. El Asesino había entrado con facilidad y lo había asesinado. Al menos esa era la versión oficial. La real, lo que realmente había sucedido, era que el jenízaro más cercano al rey lo había hecho por orden del Gran Visir. El Asesino no se había presentado en palacio para nada. Pero sería él quien cargase con la culpa de la muerte del sultán. Y sería el ejército el encargado de buscarlo por todas partes para decapitarlo al amanecer. No habría piedad para el asesino, por más que este no hubiese puesto ni una sola mano sobre los miembros de la familia real.

Samsara (primer borrador)Where stories live. Discover now