-Capítulo 1-

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Las gotas de lluvia chocaban con intensidad contra el cristal del autobús. A lo lejos, nada. Una llanura de inagotable infinidad se mostraba ante mí mientras la escena se desdibujaba por el vaho y el frío. Por un momento me imaginé trotando sobre un caballo sintiendo picotazos de agua gélida en mi pecho, en mi cara, en mis brazos. Sonreí un poco por aquella imagen tan dantesca que mi mente acababa de enseñarme. Un golpe seco que me levantó levemente del asiento me devolvió a la realidad: delante de mí veía una espalda gigante, y alzando la mirada sólo podía ver que la espalda daba lugar a un cuello muy ancho, el cual daba lugar a una cabeza muy grande, rapada. De hecho mi propia cabeza daba tumbos por los baches del camino, pero aquella no se inmutaba. 

A mi derecha había otro hombre, que era la parte más contraria a lo que os acabo de definir: era delgaducho, con cara de enfermo incluso; se le leía el miedo en cada gesto. No me mofé de ello, ni por asomo... A fin de cuentas, tenía mucho parecido conmigo en ese aspecto.

De fondo se oía un silbido que entonaba la misma melodía desde que empezó el viaje. Provenía de los labios del conductor, y definitivamente, era la única fuente de sonido en aquél autobús. Yo no debía estar ahí, pero, ¡qué diablos! "Nadie" debería estar ahí tampoco, si nos pusiéramos a preguntar...

A falta de un reloj (ya que se me había despojado de él varios minutos, o quizá horas atrás) la caída del Sol y el aumento de la oscuridad fueron los que me advirtieron de que, efectivamente, el día estaba llegando a su fin a medida que recorríamos la carretera. Al menos en cuestiones horarias, porque la verdad es que tenía la amarga sensación de que ese día iba a ser muy, muy, muy largo. Cayó la oscuridad total, solo interrumpida por los faros de nuestro transporte. En su interior había algunos flexos en el techo que hacían el intento de encenderse, pero sin llegar a ello, causando así una tensión más tenebrosa (si cabe). No me podía girar así que no sé qué o quienes tenía detrás de mí, solo sé que al largo del trayecto llegué a escuchar alguna tos ronca, la típica tos de alguien que lleva bastante sin hablar. Como todos aquí, la verdad.

Quería dormir y sentir ese pellizco de realidad en el que todo está bien, en el que yo sigo en mi cálida cama, escuchando el silencio y oliendo el incienso de rosas que embriagaba toda la casa. Estos últimos meses habían sido una pesadilla, y aunque ahora mi cerebro estaba más tranquilo, no podía dejar de pensar en todo. Iba por la fase de la aceptación, lo cual no significa que sea más sencillo. Simplemente necesitaba todo mi ser para convencerme de ciertas cosas. Había sido todo tan raro...

- ¡JODER! - 

El silbido se había evaporado un segundo antes de esa palabra, la primera que se escuchaba desde hacía mucho. Aún así, también provenía de nuestra única fuente de sonido. El conductor estaba farfullando, dando golpes al salpicadero vehementemente. Es curioso el ser humano: cuando algo está roto, le da más golpes, a ver si algún golpe lo "des-rompe". Absurdo. Y más absurdo aún es que a veces dé resultado, pero no estaba siendo el caso. El hombre delgaducho empezó a murmurar muy rápido para sí palabras que no alcanzaba entender ni oír. No eran rezos, al menos no religiosos; lo que sí estaba claro es que estaba más nervioso. La mole que tenía delante no hizo nada más que coger aire con fuerza, y soltarlo a modo de suspiro: "el rebuzno de un animal que se niega a aceptar la situación", pensé. Otra vez sonreí, ¿por qué? Lo mismo mis nervios se expresaban así. 

- Arranca, cojones. ¡VAMOS! - le gritó el conductor al vehículo. No era necesario ser mecánico para darse cuenta de que el pobre cacharro merecía una jubilación ya. Me refiero al autobús. 

Trató de encender el motor varias veces con un giro de llave, dejando algunos segundos entre intento e intento para darle tiempo a refrescarse un poco. Al final se salió con la suya, aunque el motor sonó amenazador, como si quisiera expresar que no iba a resucitar muchas veces más.

Algunos minutos (creo) después, parece que ya llegábamos al destino. Ante nosotros había una inmensa fortaleza, iluminada como si fuese de día, con sendos focos paseando su luz por los alrededores. Había una pequeña garita mugrienta a la izquierda del camino (el cual dejó de ser carretera varios kilómetros atrás). Nos detuvimos de modo que la ventanilla del conductor quedó a la altura de la ventanilla de dicha garita, de la cual salió la cabeza de un hombre. Llevaba una gorra negra; no llegaba a ver más. 

- ¿Qué hay?- dijo con una voz muy vaga.

- Otra vez el radiador, para variar. - se quejó nuestro chófer.

- Algún día se morirá del todo. - respondió con un deje de esperanza en la voz.

- Algún día me moriré yo, y esta tartana seguirá tirando, ya lo verás... - le dijo con resignación.

- Bueno, son... ¿catorce?

- No, quince. - le corrigió. - Hay uno del decimonoveno, nos lo han encasquetado. - esto último sonó con más resignación aún; yo no entendía del todo de qué hablaban.

- Quince... hm... vale, ya está, apuntado. - le dijo su compañero, tras lo cual se escuchó el distinguible sonido que hacía un bolígrafo al golpear una carpeta. 

Dicho esto, re-emprendimos la marcha. Pasamos bajo una valla pintada de blanco y rojo, y al parecer quedamos en una especie de "jaula". Dejando la valla detrás cerrándose, cuando llegó a bajar del todo,  delante se abrió una puerta decorada satíricamente con alambres puntiagudos. Habíamos llegado, ahora sí, a nuestro definitivo destino. El tipo esmirriado soltó un pequeño y agudo grito. Me inundó la lástima... Tenía mucho miedo, estaba rozando el estado de pánico, el cual se había intensificado a cada metro que nos acercábamos. El conductor detuvo del todo el autobús, quitó la llave pero sin apagar las luces, abrió la puerta y bajó, no sin antes asirse un cinto en el que se identificaba claramente una pistola, una porra, unas esposas, y un par de guantes.

- Vamos, holgazanes, ¡bajad! No tengo toda la noche. ¡FUERA! - gritó imperiosamente. - ¡De uno en uno, y sin gilipolleces! No ganaréis nada.

Me puse de pie como pude y como buenamente mis piernas me lo permitieron. Ahora veía que eramos bastantes ahí bajo el mismo techo, es raro que no se hubiesen pronunciado ni lo más mínimo. Obedecieron (así como yo también, claro) y salieron en orden. La lluvia me golpeó la cara, mezclando así el sudor con las lágrimas. Me escocían los ojos una barbaridad, y tenía las manos entumecidas. 

- Bienvenidos al Fuerte Kednet. A partir de hoy, viviréis, comeréis, dormiréis, lloraréis, cagaréis y mearéis aquí. - 

El discurso de bienvenida era, al menos, directo y sincero.

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⏰ Last updated: Nov 08, 2016 ⏰

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