Llega un extranjero a las ruinas...

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El viejo Targuenzo contemplaba un nuevo amanecer en las ruinas en las que se consumía su gastada vida. Como todos sus camaradas, seguía ignorando que, en otros tiempos, allí existió una ciudad erigida sobre maravillas inenarrables y cuyo nombre ya nadie recordaba. Alguna catástrofe la destruyó y sus ruinas se convirtieron en hogar de una legión de locos y parias, como el propio Targuenzo: unos vivían en la antigua ciudad, otros habían acudido atraídos por una secreta llamada, y ninguno de ellos fue capaz de abandonar aquella desolación. Quizás la criatura más triste que habitaba aquellas ruinas no era ninguno de los compañeros de miseria de Targuenzo, sino la bestia que estaba encerrada en el laberinto en el que ninguno de los locos entraba. Decían los nuevos habitantes de las ruinas que era una suerte para ellos que el monstruo fuera prisionero y jamás hallara la salida; a Targuenzo, en cambio, le inspiraba cierto pesar, y en momentos de lucidez, cuando no le obsesionaba cazar estrellas de mar donde no las había, se preguntaba cuál era el motivo de la desgracia de aquel ser.

Aquel nuevo amanecer, un visitante llegó a los vestigios de la olvidada ciudad fabulosa. Anunció su llegada el eco de una melodía, una alegre tonadilla que hizo bailar a muchos de los dementes y a algunos les arrancó lágrimas y no pocos fueron los que quedaron paralizados, con los ojos cargados de anhelos y nostalgias que tal vez no eran propias. Aquella melodía llenó la mente de Targuenzo de atisbos de paisajes y rostros que no recordaba haber visto en ningún momento de su vida, y todas esas imágenes se le antojaron maravillosas a la par que le dolían. Todavía no había llegado el forastero cuando, del mismo suelo que pisaban los parias, echaron a volar, como impulsadas por un viento salvaje, hojas multicolores que describían movimientos graciosos y llenos de alegría en el aire y no dejaron de ascender hasta perderse de vista. Los locos celebraron el fenómeno con el júbilo del que presencia un espectáculo de la naturaleza cuya belleza podría rivalizar con la del sueño más fantasioso que se pueda tener. Después de tan singulares portentos, que bien podrían haber sido el delirio de cualquiera de los miserables de aquellas ruinas, el forastero llegó.

Por su sola apariencia los parias lo admitieron como otro desdichado más que había escuchado la llamada de las ruinas. Sus vestimentas estaban cubiertas de polvo y cenizas y ajadas por el uso y el deambular por tantos territorios sin establecerse en ninguno. El pelo enmarañado que coronaba su cabeza y adornaba su rostro no estaba menos sucio y era probable que albergase vida. Sus ojos irradiaban la luz del que ve lo que otros no pueden.Podía ser otro chalado más, pero a su paso todas las miradas seclavaban en él, con viva curiosidad y una nada disimulada admiraciónque nadie sabía decir de dónde brotaba. De aquel individuo se desprendía un carisma innegable, propio del que todo el mundo reconoce como alguien excepcional.

El recién llegado saludó a todos con la simpatía del que regresa a su hogar y a su gente tras un largo viaje que le ha llevado demasiado lejos. Se acercó a Targuenzo y del morral que portaba extrajo un pan ya comenzado del cual ofreció una generosa porción al pordiosero. Targuenzo había sido interrumpido en su habitual búsqueda de estrellas de mar escarbando en el suelo y se sorprendió con el gesto del extraño hombre.

-Muy buen día, compañero -dijo el forastero, tomando asiento al lado de Targuenzo-. Ah, pensé que jamás llegaría a este lugar. Por momentos creí que me evitaba como a la peste.

-Pues al final lo has encontrado, o te ha encontrado a ti, que nadie sabe muy bien cómo uno llega aquí -respondió Targuenzo, que contemplaba al desconocido con recelo, como si sospechara que había venido a arrebatarle algo-. Espero que halles en nuestro hogar aquello que buscas.

-Oh, eso mismo espero, eso mismo, compañero. Vengo de un viaje agotador, desde tierras perdidas en la distancia, con una intención muy clara. Sé que éste fue el último sitio donde estuvo un viejo amigo mío, y estoy convencido de que aún se halla aquí. ¿Conoces a alguien llamado Mirlo?

-Lo lamento, jamás he escuchado tal nombre. -Ninguna expresión delataba que Targuenzo reconociera el nombre, y era cierto lo que había dicho.

-Supongo que ni siquiera conoces el verdadero nombre de la ciudad que se alzó donde están los escombros que son tu hogar. -El forastero tendió otro pedazo de pan a Targuenzo, que no tardó en apoderarse de él y dar buena cuenta del mismo.

-Nunca ha tenido nombre, que yo sepa. Y sospecho que mientes, aquí nunca ha habido una ciudad.

-Vaya, veo que la hecatombe que destruyó este sitio incluso borró de la memoria del mundo esa ciudad. Una lástima que sucediera así, al parecer te has perdido lavisión de la ciudad más sublime, al igual que yo también me la he perdido. Ojalá hubiera podido presenciar su maravilla, pues muchos me han asegurado que parecía construida por una imaginación febril y sin cortapisas que añadía un exceso tras otro. Su nombre era Esplendor de Cardia.

La expresión bobalicona deTarguenzo no se esfumó de su rostro al escuchar el nombre de la ciudad.

-¿Ése es el único edificio que se mantiene intacto? -preguntó el extraño hombre, señalando el laberinto.

-Ahí no se le ha perdido nada a nadie. Desde luego, yo no voy a buscar allí mis estrellas de mar. Lo habita un monstruo, que responde al nombre de Tarandrágor.

-Un monstruo... Algo me dice que allí puedo encontrar a mi amigo Mirlo. Si la buena suerte me acompaña, es posible que muchas cosas cambien cuando regresemos de ahí dentro. -Era la sonrisa de aquel hombre la de un valiente iluminado por una fortaleza interior que no podía ser vencida por ninguna adversidad. Targuenzo sintió el mordisco de una envidia no tan distante como él quisiera.

-¡Sí que estás loco, desconocido, más que cualquiera de nosotros! ¡Te deseo la mejor fortuna en tu empeño, si es que mereces ser recompensado! Da recuerdos al Tarandrágor, espero que tenga piedad de ti. -Targuenzo elevó su voz y recurrió a toda clase de aspavientos para que el resto de locos se acercaran-. ¡Camaradas, prestadme toda vuestra atención! Aquí tenemos a un valiente chalado dispuesto a entrar en el laberinto.

Su reclamo surtió efecto y una multitud se congregó en torno a los dos. Muchos fueron los que se burlaron de las intenciones del extraño, otros muchos los que le vitorearon, unos pocos los que se dedicaron a bailar, otros los que miraron al forastero con intriga y admiración. Él avanzó entre la marabunta caótica escudado en su sonrisa de pícaro y con pasos marcados por su resolución. Los habitantes de las ruinas le acompañaron hasta la puerta del laberinto, donde ya se detuvieron y permanecieron hasta que el desconocido la cruzó. Después todos se desperdigaron como si nada extraordinario hubiera sucedido.

LIBERACIÓN DE MIRLOWhere stories live. Discover now