Santa Dimmesdale no es un lugar normal. No es un buen sitio, sobre todo para los niños. En esta ciudad se conjugan las sombras. Hay monstruos por todas partes, desapariciones y muertes por doquier, pero el mundo mira a otro lado como si fuera la estrategia perfecta para hacer que lo malo deje de suceder. Nadie habla, nadie escribe, nadie cuenta lo que pasa en estas calles. Se acepta sin más. Los que permanecen vivos (por ahora) me recuerdan a pobres animales esperando que llegue su hora en el matadero. Escucho el ruido de las cuchillas y la sangre. No hay piedad.
Un par de nosotros nos hemos dado cuenta y hemos formado una organización cuyo fin es despertar al resto, para salvarles, pero estamos encerrados en Santa Dimmesdale, bajo su sol, sus árboles, sus casas antiguas, las sonrisas de sus habitantes... Bajo nuestras lápidas.
Escribo este diario para que alguien, algún día, sepa la verdad sobre esta condenada ciudad. Y porque la profesora Damia me ha pedido que escriba algo este verano de 1987 si quiero recuperar su absurda asignatura de Lengua.
Es mejor arrancar este diario así que con «fue el maldito verano del año en el que murió mi padre». Seguramente.
Bienvenido a Santa Dimmesdale, capital mundial de los monstruos.
A. B.
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El Tiempo del Príncipe Pálido
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