8. Un plan para todo

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La escuela Menecio Tinto, bautizada en honor a uno de los proverbiales miembros fundadores del pueblo, siempre había sido un ramillete de memorias alegres para Nivia. Sin embargo, como varias cosas, había perdido cierto brillo luego de la partida de Gabi. Y aquel sentimiento sólo se intensificó luego de su incursión en el bosque.

Tenía la sensación de encontrarse en el interior de una máquina colosal e intrincada, donde cada pieza era una persona y que, de repente y de alguna forma, ella se había desprendido de aquel monstruoso aparato. Sólo para contemplar a los demás seguir el mecanismo de siempre. Todos operando en una misma dirección, viviendo una misma mentira.

Aunque, no todos. Había una ardiente indignación que pululaba en su pecho. Conforme habían pasado los días, no había hecho más que crecer. Cada vez que recordaba las críticas veladas ante la falta de Gabi, casi como si insinuaran que se lo tenía merecido por haber cometido tal transgresión. A cada momento pensaba, recriminatoriamente, que no había sido el desacato a la norma la que había la matado, sino quienes la habían creado. Y quienes la mantenían.

¿Cómo podía haber estado viviendo en un lugar tan enfermo sin haberse dado cuenta? ¿Cómo podían todos montar una fachada monumental tan falaz? Sólo sabía que si es que había algo por hacer, debía hacerlo. Eso era lo que hubiera hecho Gabi. Y era también, lo correcto.

Y realmente, esperaba que fuera posible. Internarse sola en el bosque había requerido de ella toda su fuerza de voluntad, sin embargo, ella, que siempre había contado con compañía para sus aventuras, sentía que necesitaba apoyo más que nunca. Por ello, el que Dazi hubiera accedido por fin a involucrarse en el asunto había significado una inyección de energía en aquel proyecto ambiguo. Ya no estaba del todo sola, y además, el que fuera Dazi le hizo sentir más segura. Él siempre tenía un plan para todo.

Ni bien repicó el timbre del receso, todos los alumnos abandonaron de forma atropellada el salón de clases, Lantés y Ulises entre ellos. Nivia permaneció hundida en su asiento hasta que sólo quedaron ella y el profesor, quien sólo le dio una breve mirada antes de salir también.

Gabi había sido su mejor amiga, pero no era la única que tenía. Las demás chicas de su salón habían intentado acercarse a ella en un gesto empático y compasivo, pero ante su nueva actitud hosca y huraña, habían desistido en tomarse esa molestia. Lo mismo había sucedido con los profesores. Parecía como si no supieran cómo reaccionar con ella. Si ser cordiales o concederle su espacio. Nivia sabía que ahora todos la observaban con cierta lejanía, como si se hubiese convertido en un objeto digno de estar en una vitrina. Una rareza. A ella no podía importarle menos.

No obstante, en ese momento lo consideró algo bastante útil.

Oteó con cierto nerviosismo por las ventanas, por si alguien más se aproximaba, y luego, como si estuviera contra el reloj, se lanzó hacia una mochila que se encontraba en una carpeta a dos filas de distancia. Sintió cierto auto reproche cuando sus dedos temblequearon, ella nunca había robado nada, pero en ese momento estaba tratando de mentalizar la idea de que era un préstamo temporal e involuntario. Y que aun si fuera un robo, no estaría mal. Lantés lo merecía.

Cuando encontró lo que buscaba, se incorporó, volvió a lanzar una mirada general con una inevitable ansiedad, y emergió del salón a paso apresurado. Caminó con una fingida naturalidad por los pasillos de la escuela, aunque por dentro estaba erizada hasta el tuétano, casi esperaba que alguien gritara su nombre o la señalara para delatarla. Atravesó el patio de recreo donde un grupo de chicos libraba un partido de fulbito y se dirigió a los talleres de música y danza, que estaban apartados. Detrás de ellos estaba el muro con reja que dividía el complejo escolar de la calle, por lo que se había formado entre ambas paredes un estrecho pasadizo con hierbajos y suciedad.

La doncella crepuscularWhere stories live. Discover now