Capítulo 01 | Una despedida y un reencuentro

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Cualquier chica de diecinueve años hubiese matado por marcharse de Nueva York, la gran ciudad, a una de las islas de la Polinesia Francesa durante los tres meses que duraba el verano. Cualquier chica menos yo.

Por fin había terminado el instituto. Ese iba a ser el verano de mi vida; fiesta, alcohol, amigos, Charlie, Mel... Mel era mi mejor amiga desde preescolar. Habíamos ido siempre juntas a todas partes. Nos habíamos contado hasta los secretos más profundos. Y Charlie era el chico del que me había enamorado cuatro años atrás, gracias a su llegada al instituto, y con el que empecé a salir seis meses atrás gracias a su declaración de amor en Navidad. Ellos dos eran las personas más importantes que tenía, además de mi madre, y no quería imaginar ese verano sin ellos.

La noche en que me despedí de Charlie fue la más mágica de mi vida. Me preparó una cena casera increíble en la casa del lago que tenían sus padres. Después de cenar vimos las estrellas con una tarrina de helado cada uno para acabar comiéndonos los restos de helado que habían quedado en la comisura de nuestros labios. De Mel me despedí el día anterior, porque yo era intensa hasta para decir adiós. Lloramos como si no volviésemos a vernos nunca más, como si el mundo se fuese a terminar. Pero en realidad no era una exageración. Para dos adolescentes de diecinueve años, sí, el mundo se estaba acabando.

Era miércoles cuando subí al avión que me llevaría a Moorea. El avión estaba a chinchimonete; no cabía un alma. Todo lleno de turistas con sus maletas de mano llenas de bañadores y sus sombreros de paja ilusionados por bajar del avión para que tengan lugar sus tan deseadas y ansiadas vacaciones. Yo, de lo contrario a ellos, a pesar de que sí llevaba bañadores, no llevaba ningún sombrero de paja. Para mí ese viaje no eran vacaciones. Mis vacaciones estaban en Nueva York junto a Mel y Charlie, no en una isla remota en medio del pacífico.

Veintidós horas, dos escalas y un dolor de cuerpo después, el avión aterrizó en el aeropuerto de Moorea. Con la maleta que había facturado ya en la mano seguí las indicaciones sin mayor complicación. Después de haberme recorridos aeropuertos que parecían ciudades, en el de Moore no había lugar para la pérdida. Busqué con la mirada a mi abuelo, el responsable de recogerme en la puerta del aeropuerto. Para mi suerte no fue demasiado difícil localizarlo. Su camisa hawaiana era indiscutible, se le podía distinguir incluso a cientos de metros de distancia. Me acerqué a él más rápido de lo que nunca me había acercado a nadie en un aeropuerto. ¿Cuánto llevaba sin verle, sin abrazarle, sin darle un beso? No recordaba la última vez que yo había pisado la arena de Moorea o que él había viajado a la gran ciudad. Habían pasado años desde la última vez que vi sus ojos azules que conseguí heredar sin una pantalla de por medio.

—Abuelo... —Sin poder decir una palabra más me abalancé sobre él y le abracé con todas mis fuerzas—. Te he echado de menos.

—Mi pequeña Beth... ¡Qué mayor estás!

Después del achuchón que nos dimos y de volver a oler el perfume que llevaba, el de siempre, nos separamos un poco el uno del otro. Él me observó de arriba abajo, repitiendo una vez más lo grande que estaba. La última vez que me había visto no mediría más de metro diez, aunque en altura no es que hubiese ganado demasiado.

Si bien era verdad que no quería pasar un verano lejos de mi ciudad con mis amigos, también era cierto que había echado de menos a mi abuelo.

—¿Llevas mucho rato esperando?

—Desde que te subiste al avión en Nueva York.

Negué con la cabeza a la vez que me reía.

—Deberás estar cansada —dijo.

—No sabes cuánto. No recordaba que los aviones fuesen tan incómodos.

Me dio la razón. Él también había cogido una buena cantidad de aviones a lo largo de su vida. Se había pasado la vida entre Moorea y Nueva York, donde él también nació. Cincuenta y seis años atrás, un viaje extraordinario como guía turístico le ató para siempre a la isla. O más bien la chica a la que conoció haciendo de guía.

—Tengo un regalo para ti. —Volvió a sorprenderme su voz mientras caminábamos hacia la camioneta que seguía conservando a saber cuántos años después de la última vez que la vi.

—Abuelo, no tenías que...

—Calla...

Sacó un paquete envuelto a su manera de la parte trasera de la camioneta. El papel de regalo era de color azul, mi color favorito. Sonreí al saber que aún se acordaba de esos pequeños detalles a pesar de la edad que le acompañaba.

Abrí el paquete con rapidez pero tratando de no romper demasiado el papel de regalo. Me moría de ganas por saber qué había dentro. Me encantaban los regalos. Normalmente la gente solía decir que prefieren hacer regalos que recibirlos. Pero yo, siendo honesta, prefería abrir paquetes, fuesen o no para mí.

Cuando ya desenvolví todo el paquete vi que, en su interior, se encontraba una camisa muy parecida a la que llevaba él, por no decir prácticamente igual. Me emocioné nada más verla.

—Porque no puedes estar en Moorea sin una de ellas. Y apuesto lo que sea que las que solías llevar ya no te entran ni por la cabeza.

Sonreí con lágrimas en los ojos y un nudo en la garganta. De pequeña solía vestir siempre con ese tipo de camisas. Quería ser como el abuelo George. Siempre quería ser como él. Quería hacer lo que él hacía, quería comer lo que él comía e incluso quería vestir lo que él vestía. Cuando me marché de Moorea para seguir con mi vida en Nueva York dejé todo mi pasado atrás, inlcuyendo las camisas hawaianas que nunca más me volví a poner a pesar de que, haciendo un esfuerzo, aún me entraban.

—Es preciosa.

—¿Te gusta?

—Muchísimo.

Y no mentía.

Pasé la tela por encima de mi cabeza y me la enfundé en menos de lo que cantaba un gallo. Me quedaba genial. Parecíamos dos clones. Me hizo tanta gracia que empecé a reír mientras no dejaba de llorar. Maldita sea el dolor que causan ciertas prendas solo con mirarlas. Porque si dejé de ponérmelas fue únicamente por el dolor que me producía verlas, vérmelas a mí.

—No deberías haberme comprado nada... No estás en tu mejor momento, abuelo.

—¿Qué importa en qué momento esté cuando tengo a mi nieta favorita en mi isla favorita como en los viejos tiempo? ¡¿Qué importa todo lo demás?!

Volví a engancharme a mi abuelo George con toda la fuerza que me permitían mis diminutos brazos. Le abracé fuerte porque aún no me creía que lo estuviera teniendo delante. Lo abracé tan fuerte porque necesitaba tener algo más grande que la culpa que sentía por haberme marchado de la isla sin mirar atrás tres años atrás.

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¡Hola, hola!

Cartas para Bethany vuelve a Wattpad en su mejor versión.

Cabe destacar que, en un principio, la historia era un #fanfic. Ahora, en la versión actualizada he decidido hacerla de personajes anónimos. Aunque, sin contar esto, la esencia es la misma.

¿Nos vemos por aquí?

Mia.

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Cartas para Bethany (RE-ESCRIBIENDO)Where stories live. Discover now