Estrellas en el Mar

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El Intrépido se sacudía escandaloso. Su curso rompía contra las furiosas olas del Mar Rojo mientras estallaban contra su mascarón en un mar de sal y espuma. Aquella figura ungida con el canto de la piedra y el bronce, pulida por el viento y la sal, resistía majestuosa ante las inclemencias del tiempo sin despertar de su eterno letargo.

Unas manos cubiertas de vello, nudosas y cuarteadas, se ciñeron en torno a la batayola que rodeaba al mascarón. No tardó en aparecer de entre los barrotes el rostro de un anciano tripulante, arrojando la porquería que se revolvía en su estómago de regreso al mar.

—¡Maldito guisado de anguila! —condenó entre gruñidos toscos al limpiarse la boca con el puño—. ¡Los dioses se lleven a ese maldito cocinero y a todos sus ayudantes! ¡Sabe mejor un estofado de gusanos que esta bazofia!

Se recostó sobre la barandilla un momento para recuperar el aliento, y llenó sus pulmones con un poco de aire puro y fresco. Volcó su mirada en el oscuro mar. Bajo las olas y la espuma las profundidades relampagueaban con un destello dorado y fugaz.

—Esta porquería es peor de lo que pensaba —se quejó mientras se refregaba los ojos y se volvía de regreso.

Desató una bota de su cinturón y clavó dos dientes verduzcos en el corcho. Luego lo arrancó de un tirón y lo escupió sobre la borda, para apurar a vaciar lo que quedaba de cerveza especiada dentro de su boca. Se relamió los labios resecos, extasiado, y suspiró acalorado al tiempo que palmeaba su bulbosa panza, satisfecho.

El viento sopló con fuerza y sintió el sudor frío correr por su cuello, empapando su costrosa piel, rebosante de grasa y aceite. Las pulgas comenzaron a picarle nuevamente y se rascó una mejilla agrietada que supuró sangre y pus, allí donde la ralada barba ya no lograba crecer.

Un fuerte golpe por la retaguardia sacudió al desalineado anciano tumbándolo de bruces. Sintió un frio que le humedecía la espalda y abrió sus ojos de par en par al tiempo que desenfundaba una cuchilla. Se encontró ensopado en agua salada.

—¡Guardaos esa tajadera vieja para arrancarle las escamas a los salmones, Atunillo! —barbotó un pescador que mecía una enorme polea con aparejos.

—¡Mirad mejor lo que hacéis, pedazo de retoño! —replicó al descubrir que una inmensa red rebosante de salmones lo había puesto fuera de combate—. ¡Os aseguro que la próxima vez os arrancaré las entrañas con mi cuchilla y las arrojaré a la mar!

—¡Silencio los dos y poneos a trabajar, manga de gusanos! —rugió el barbudo capitán, sobresaliendo entre los hombres.

Varios marineros aguardaban expectantes a que soltaran las redes, mientras observaban la contundente majuga que habían atrapado.

Los peces se sacudían y salpicaban agua a su alrededor. Algunos, los más pequeños, lograban resbalar entre los nudos de la red y caían sobre cubierta; saltaban desesperados en un vano intento por regresar al mar.

Atunillo tomó una antorcha y se acercó a las redes para iluminar la gran pesca. Sin duda había sido abundante, pero había algo más allí dentro que captaba su atención; algo fuera de lo común. Cuando levantó la lumbre una figura se sacudió entre los pescados. El pulso le tembló y retrocedió un paso. Se habría alejado un poco más, pero su curiosidad lo dominó.

«Sea lo que sea es algo enorme», pensó. El anciano frunció el entrecejo al escudriñar el confuso mejunje. Cuando pudo divisar mejor a la criatura, descubrió que se trataba de un monstruo. Era algo semejante a un pez antiguo, o al menos su cabeza sí lo era. Su piel escamosa resplandecía con una mezcla de ámbar y oliva. Tenía labios gruesos y rojos que se contraían enseñando una hilera de colmillos finos, puntiagudos y filosos.

Estrellas en el MarWhere stories live. Discover now