Lo que un príncipe necesita

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“Había una vez un príncipe…”, el problema era que no había nada más. Un pobre y viejo escritor, temiendo que ninguna de sus obras le diera finalmente fama, había comenzado un nuevo libro con esta frase. Lamentablemente la vida del viejo no le dio para escribir más, y tras morir, dejo al príncipe solo en la pagina, sin siquiera un nombre al que responder.

Dicen que es difícil encontrar un personaje que de verdad esté conforme con su historia. A Caperucita Roja, por ejemplo, le parecía bastante ilógico que una madre obligara a una niña a ir sola por un bosque con una canasta repleta de comida. Le parecía, además, irresponsable por parte de su mamá el haber dejado a la pobre abuela enferma, sola, y en medio de la nada. Otro caso era el de Blancanieves. Ella veía muy afectada su imagen al tener que aceptar una manzana de dudosa procedencia de parte de la misma anciana que intentó matarla dos veces antes con un peine y un corsé. El acto le parecía, siendo sincera, de franca estupidez.

El caso es que, finalmente, todo buen personaje se ciñe a la historia que su autor designa, esté de acuerdo o no. El grave problema del príncipe era que no había alcanzado a tener ninguna historia. El estaba, en estos instantes, ante una de las mayores crisis existenciales que un personaje ficticio podía llegar a sufrir. No era tanto la falta de nombre, al fin y al cabo, no todos los personajes lo tenían. El protagonista de La Máquina del Tiempo simplemente se llamaba “El viajero en el tiempo”, y en Moby Dick, el narrador nos dice que podemos llamarlo Ismael, pero nunca se afirma que ese fuera su verdadero nombre. El príncipe simplemente podía ser El príncipe, y no habría ningún problema con ello. Lo que lo atormentaba realmente era no saber cuál era su rol en la historia que nunca se escribió. Nada le aseguraba que él fuera protagonista, ningún libro tiene que introducir primeramente a este personaje. Como lo veía, él perfectamente podía ser solo un extra, o incluso el villano. Podía ser aquel amigo inseparable del protagonista que el autor siempre mata cruelmente cerca del final del libro, como también podía tomar el rol de ese personaje desesperante que todo lector desea ver morir en algún momento. La duda carcomía de tal forma al príncipe, que entró en un profundo estado de depresión.

Pero, hay un momento en que la depresión simplemente se acaba, en especial para un personaje ficticio, cuya vida puede llegar a pasar completa en tan solo unos cuantos renglones. El príncipe decidió dejar atrás sus penas. Observó y analizó detenidamente su situación, y llegó a la conclusión final de que era él quien tenía que terminar su propia historia. El príncipe escudriñó detenidamente su solitaria página, y trató de identificar con qué podía comenzar. Lamentablemente no había mucho. De por sí, lo único que en verdad conocía era lo obvio, que era un príncipe. Entonces, teniendo solo esta información a la mano, se hizo la gran pregunta ¿Qué necesita un príncipe? Y más importante aún ¿Príncipe de dónde? Antes que nada, necesitaba un reino sobre el cual gobernar.

El príncipe pensó un buen rato, y se dio cuenta que iba a ser difícil descubrir que quería su difunto autor con respecto a eso. Primero que todo ¿Era un reino real? Inglaterra, Mónaco, España, todos esos conservaban aún monarquías, pero la verdad, el príncipe no se sentía inspirado en ser una simple imagen de Juan Carlos de España, o Carlos de Inglaterra, él quería algo más original. Ni siquiera le llamaba la atención un reino ya inventado. Narnia, Gondor o el mismo Muy, muy lejano ya tenían suficiente protagonismo, no quería ser una historia más en ellos. Necesitaba un reino nuevo, y antes de pensar siquiera en arquitectura o paisaje, tenía que idear primero un nombre.

Desde hacía un tiempo le venía sonando en la cabeza Pederas. No sabía muy bien si era su nombre, o el de algún lugar, pero le gustaba, y como ya había decidido que no quería llamarse de ninguna forma, optó por éste para la ciudad. Ahora ya no era solo un príncipe, era el príncipe de Pederas, y eso era un avance. Pero entonces se dio cuenta de un terrible error. Era un príncipe, y tenía un reino, pero ¿Quién le había dicho que era un humano? Antes de entrar a una nueva crisis existencial, comenzó a examinarse por todos lados. No tenía cola, alas o cuernos. Tampoco garras, pesuñas u hocico. Contó sus dedos, ojos y extremidades, todo parecía muy humano. Comenzó a observar los detalles. Sus orejas no eran puntiagudas, su color y cantidad de pelo era normal. Su piel parecía rosada. No tenía colmillos. Lo único que quedaba era su estatura, pero eso si estaba difícil de determinar, pues no había con quien comparar. Se sentía como un adulto, no parecía ni muy bajo par ser un enano, ni muy alto para ser un gigante. Tampoco creía ser un Hobbit. Todo indicaba que, al fin y al cabo, si era un humano.

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