CARTA 3: 25 de septiembre de 2017

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Lacallequetúsabes,

25 de septiembre de 2017

Que yo pensara después de mi juicio de valor que Harriet era tan peligrosa como un simpasio no significaba que mi madre fuera a aceptarlo de buenas a primeras. Ya la conoces: su sexto sentido de jueza instructora y el instinto de mamá osa le impedían aceptar que una extraña le ofreciese a su hija un trabajo, en mitad de la noche, y solo porque era simpática. Y mira que le expliqué lo de mi sospecha y lo de los abuelos que regalan caramelos de limón, pero no hubo manera. Así que claro, al día siguiente ya estábamos parando frente a su casa en coche al volver de clase, con Soph masticando chicle de fresa de forma exagerada en el asiento trasero. Con tan solo siete años mi hermanita parecía inocente, pero tuve que tirarle del mechón rubio que se le había soltado de los ganchos (con los que ella misma se había plagado la cabeza) cuando intentó pegar el chicle de fresa en el buzón de Harriet. 

Una mujer con la cara angelical de mi madre, una adolescente que parecía poca cosa y una niña con un arcoíris de ganchos en la cabeza podían no parecer una amenaza, pero la verdad era que los bichos habían dejado de zumbar en aquel jardín.

No pienses que la reunión no fue como la seda. Mi madre expuso sus inquietudes en cuanto Harriet nos abrió la puerta. La pobre mujer se pasó el interrogatorio sonriendo en todo momento, y me reconoció con facilidad a pesar de que la noche anterior no llevara sus gafas rosas y esa tarde yo no llevara mi gato con correa. Acabaron pactando que:

           - Yo trabajaría de lunes a jueves, de cinco a ocho de la tarde, y no más (a excepción de algún sábado que no tuviese demasiados deberes).

           - En ningún momento manejaría el horno y sus respectivas bandejas calientes, porque mi madre sí sabía que yo era torpe.

           - Las pagas serían mucho menos inmensas de lo que cabía esperar, a cinco dólares la hora.

Doscientos cuarenta dólares mensuales. Ahí fue donde cortó mi madre el flujo de billetes que yo andaba imaginando desde la noche anterior. Así que sí, si trabajaba los suficientes meses podría reunir más o menos una cantidad decente para viajar, pero para eso tenía que conservar mi puesto, lo que incluía: prohibido romper tazas, quemar bollos o tirar café encima de los clientes. Ah, y no seguir la moda de los ganchos que había empezado Soph, aunque eso Harriet no lo dijo en voz alta.

Ni que decir tiene que al llegar a casa corrí a hacer los deberes para empezar ese mismo día. 

Ni que decir tiene que de hecho los acabé con ilusión, la misma que casi pedaleaba la bici por mí mientras me dirigía a la plaza, donde Buns & Roses esperaba impacientemente mis servicios. 

Ni que decir tiene que mi primer día fue un desastre. 

Lo que al principio era un lío de mesas, Seymour, el hombre maduro que se encarga de la caja y de hornear pasteles y bollos si Harriet no estaba en cocina, intentó arreglarlo poniéndose él también a servir cafés, en vez de enseñarme. No le gustó a él, no me gustó a mí, y tampoco a Harriet, que le pidió expresamente que me dejara aprender mi nuevo trabajo en paz. Como era un hombre de cuarenta años con un doctorado en literatura con el puesto de un universitario -o una adolescente atontada-, no dijo ni pío al respecto, porque tampoco le importaba lo más mínimo. Mientras tanto, el desastre continuaba allá donde yo iba. Creo que rompí tres de las cuatro reglas que se me había impuesto, y solo porque no llevaba la cabeza cubierta de ganchos de colores en forma de mariposa.

Uno podría pensar que yo me rendiría ahí, en el momento en que acababa de servirle un café a un niño de ocho años y a su padre el chocolate caliente con nata y chispitas de colores. Sin embargo, a mitad tarde el cielo empezó a cubrirse de nubes, y cinco minutos después ya estaban cayendo chuscos de punta. La cafetería se fue vaciando, pero no había nadie por la calle para volver a llenarla. Así que la carga sobre mis hombros se aligeró cuando solo tenía que atender a un hombre con paraguas y a una chica que escribía con tanta pasión en su ordenador que quizá ni se había dado cuenta de que se había roto el cielo. Bueno, y aunque no hubiera tenido suerte, tú me conoces: de ahí habrían tenido que tirarme, porque yo no iba a abandonar. Siempre he sido así de cabezona con todo, o no estaría escribiendo estas cartas.

Las cartas de Ruby GrayDonde viven las historias. Descúbrelo ahora